Siempre me he considerado una persona espiritual. Desde que tengo uso de razón, en mi casa se habla de Dios con respeto. La figura de Dios siempre estuvo presente en mi casa y tal vez como muchos niños, todo lo aprendí por repetición; me aprendí de memoria las oraciones para dar gracias, para ir a dormir, para comer, iba a misa los domingos, los domingos de ramos, los miércoles de ceniza… Siempre estuvo presente la figura de Dios. Pero no es lo mismo que te digan que ahí está, a que tú sepas de verdad en tu corazón que ahí está. Durante muchos años mi relación con Dios no era diferente de la mayoría de la gente, su nombre siempre estaba en mi boca, y mi relación con Él era sobre todo pedirle cuanto favor necesitaba por más pequeño que fuera: desde que me ayudara a pasar un examen en la escuela, hasta que mi mamá no se fuera a enterar de una de mis travesuras… Hasta que por fin llegó el día en que sentí su presencia de una forma tan real que rompió todos los esquemas preconcebidos que tenía de Él. Hubo dos ocasiones en mi vida en las que el Señor se presentó frente a mí, permitiéndome ver su gloria y su grandeza. La primera vez fue a principios de la década de los noventa, cuando un día en casa de mi hermana Gabi, estábamos reunidas algunas personas de la familia en su sala y entonces comenzamos a hacer una oración. Por Gabi, entró la salvación a nuestra familia; ella fue la primera que tuvo un encuentro espiritual con Dios; y luego poco a poco, el Señor fue tocando a cada uno de los miembros de mi casa. Esa tarde comenzamos a entonar unas alabanzas a Dios, y después cada una de nosotras empezó a orar, una por una. Yo tenía los ojos cerrados y como en una visión, de pronto me di cuenta de que en medio de nosotras estaba Jesús. Con los ojos aún cerrados vi cómo empezó a caminar y a colocarse frente a cada una de nosotros. Mi corazón empezó a agitarse descontroladamente, un gozo inundó todo mi ser y, de pronto, Él estaba frente a mí. Mi mamá, que se encontraba allí, desde el otro lado de la sala dijo: “Quiere tu corazón, Thali”. Entonces vi a Jesús juntar sus preciosas manos y cuando las dirigió hacia mí, instintivamente cerré mis hombros y crucé mis brazos sobre mi pecho a manera de protección. Pero Gabi, que se encontraba en el lado opuesto de la sala, me animó: “Dáselo… Dale tu corazón… Deja que entre en ti”. Yo no entendía cómo dos personas que se encontraban en el lado opuesto de la sala, y cada una en un extremo diferente, podían ver lo que yo estaba viendo… ¿Cómo podían saber si teníamos todos los ojos cerrados? Yo lo vi como una confirmación de que realmente era Jesús el que estaba frente a mí. Entonces bajé mis brazos y vi cómo Jesús sacaba mi corazón y después volvía a meter sus manos y ponía un haz de luz deslumbrante dentro de mi pecho, devolviéndome un corazón nuevo y radiante. Cuando sentí esa luz poderosa entrar a mi cuerpo, comencé a llorar de felicidad, y por primera y única vez, mis labios empezaron a cantar una música armónica que yo no conocía. La voz que salía de mi garganta no era mía, era un cántico trino, un canto angelical, barroco-medieval, una voz bellísima… Era un canto espiritual que solamente por esa ocasión se me permitió entonar. No tenía conciencia del tiempo, de la temperatura, de mi familia que estaba a mi alrededor… De repente dejé de sentirme en un lugar físico. Dios había tocado mi alma, había cambiado un corazón de piedra por uno de carne. Ese día conocí la eternidad, supe que Dios es un ser verdadero, que es real y que se encuentra junto a mí. Mi segundo encuentro con el amor de Dios fue a mediados de los noventa. Era un domingo por la mañana, estábamos parte de la familia y yo en casa de Gabi, todas vestidas de blanco porque íbamos a bautizarnos de manera conciente, no como cuando eres un bebé que son los padres los que deciden por ti. La casa estaba preparada para ese momento y había bastantes personas que entonaban himnos de alabanza a Dios, colocadas alrededor de la piscina circular. Nos encontrábamos en una línea esperando nuestro momento para entrar e íbamos todos vestidos de blanco. Cuando me tocó el turno de entrar al agua pasaron por mi cabeza muchas cosas, y al momento en que mi pastor me sumergió bajo el agua, todo se quedo estático: yo veía a través del agua, y entonces contemplé los cielos abiertos, a Dios en su trono y muchos ángeles presentes en ese lugar, y entendí el sentido de aquella frase que dice que hay una gran fiesta por un pecador que se arrepiente… En ese momento esa pecadora era yo, una pecadora arrepentida que al momento de salir del agua, salía libre, dejando atrás mis cadenas, mis frustraciones, mis dolores, mis tristezas, todo —todo lo que no me pertenecía para convertirme en un ser libre, pleno y completo. Después de estos dos encuentros tan poderosos, pasé por unos años en los que sentía una necesidad profunda de conocer a Dios a través de su palabra, para entender mejor mi vida y mis experiencias diarias tal como las veía proyectadas en los versículos bíblicos. Muchos Salmos se convirtieron en mi escudo protector, de principio a final del día me sentía feliz encontrando la fuerza a través de la oración y de la música de alabanzas. A lo largo de los años, mi relación con Dios dejó de ser tan intensa como en un principio pero no importaba cuán ocupada estaba, siempre hacía el esfuerzo de reconectarme con esa presencia tan viva que despertó en mí. Claro que la oración, esa plática directa que todos tenemos con Él, siempre ha estado presente en mi diario vivir, e intento, con la mayor frecuencia posible, reunirme para leer la palabra de Dios con mi grupo de oración. Siempre he estado necesitada de la presencia y de la protección de Dios tanto para mí como para los míos, y Él ha sido una presencia constante en todo el transcurso de mi vida. Como el día en que vi la magnificencia de Dios en la luna y le pedí que me acercara al amor, el día en que Tommy y yo oramos juntos en la víspera de nuestra boda o el momento en el que el Señor le mostró mi embarazo a Fede. Estos momentos me acercaron a Su presencia. En todas las etapas de mi vida, en los momentos más importantes, siempre ha estado conmigo. Pienso en cuántos momentos de nuestra vida Él ha estado a nuestro lado tal como nos dijo: “Yo estaré contigo, todos los días de tu vida, hasta el fin del mundo”, y absolutamente lo creo, no hay la menor duda de su promesa. |
Я всегда считала себя духовным человеком. С тех пор, как себя помню, в нашем доме всегда
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© Перевод — Вера Голубкова