lecturas fáciles. Luis Blanco Vila "Memorias de un gato tonto" - 17
- Detalles
- Categoría: Luis Blanco Vila "Memorias de un gato tonto"
Memorias de un gato tonto17. La procesión de los imbéciles |
Воспоминания глупого кота17. Нашествие дураков |
Tengo mi punto de vista sobre algunas cosas y como tal, como mío, lo expongo. En este tema no quisiera recoger el sentir de los demás, siempre prudentes y generosos. Estoy pensando en muchas de las visitas que honraron nuestra casa tras el regreso de Murguía, con Luis Ignacio inmovilizado y con unas expectativas de recuperación ciertamente escasas, y, sobre todo, después de que el chaval fue dado de alta hospitalaria y comenzó su recuperación dentro de estas paredes. Gente que no había asomado en años, de la que no habían tenido noticia concreta en mucho tiempo, pareció recordar el camino de casa y se plantaba, una tarde sí y otra también, en el salón, tomaba café o cerveza -en esta casa nunca ha habido ni cerveza ni Coca-cola, pero durante esos meses hubo que traerlas en abundancia-, charlaba hasta el aburrimiento -por lo menos hasta el mío-, se estancaba a la hora de terminar la visita, pero, sobre todo, estudiaba a Luis Ignacio de arriba abajo, como quien contempla un ejemplar raro de la fauna circense, examinaba con detalle el largo costurón del pestorejo, decía «qué bien, qué maravilla, esto es un milagro», volvía a contemplar el surco de la operación y parecía dispuesta a sentarse a la mesa a la hora de la cena, a juzgar por la tranquilidad con que se tomaba las cosas. Los mayores se excusaban, pedían perdón por atender al teléfono, se alternaban en la atención a semejantes huéspedes. Los chicos escapaban en cuanto podían, nada más saludar, o pedían disculpas porque no tenían más remedio que retirarse a estudiar, sin fuerzas - escuchaba sus comentarios en la habitación- para soportar veladas tan absurdas y prolongadas. Yo hacía lo que podía. A veces, viendo el agobio de Begoña madre -que era la más atada, pues, al fin y al cabo el que manda tenía su trabajo por la mañana y algunos días clase por la tarde-, yo, digo, asomaba mi andar lánguido y sensual por la puerta del salón, me situaba sobre la atalaya de uno de los sillones verdes del tresillo de complemento, bostezaba descaradamente frente a la visita pertinaz y, si Begoña madre no me lo recriminaba ni me daba la orden de marcha, insistía en los desplantes porque me parecía la mejor manera de demostrar a la tal visita que era lo que se llama una pelmaza. Otra cosa era cuando me indicaba, con gesto o de palabra, que abandonara el salón. Estaba claro que quería decirme que se encontraba a gusto y que estaba dispuesta a seguir la cháchara. Hice lo que pude por aliviar a la familia de pelmazos -que fueron bastantes- dentro de mis escasas posibilidades. No iba, digo yo, a entrar en el salón hecho una fiera, con el látigo de piel de camella que tiene el que manda colgado en su despacho y dispuesto al ataque… Así que tampoco fui muy eficaz. Incluso a veces mi presencia y mis desplantes provocaron el efecto contrario al deseado, porque siempre había alguna -eran casi siempre señoras, aunque no faltaron algunos caballeros- que decía: «¡Qué mono!» y se entretenía haciéndome mimos, con lo cual, los pretextos para seguir dando la vara se multiplicaban. Me acariciaban, me decían cosas estúpidas, así que no tenía más remedio que esfumarme - ¡me daba una rabia!…- y esperaba, agazapado debajo de la mesa del comedor, a que se largara la pelma de turno. Menos mal que algunas son alérgicas o, simplemente, tienen pánico a los individuos de mi especie y, en cuanto me veían, perdían la compostura y salían dando gritos, al tiempo que se excusaban de mala manera: «Bueno, chica, tengo que irme, que se me hace tarde». Entonces, cuando se había cerrado la puerta del piso, me iba derecho al salón y me estrellaba con todo mi cuerpo, a gusto y retozando, contra las piernas de Begoña madre. Y ella me hacía prolongadas y profundas caricias, de las que a mí me gustan, y todo parecía una pequeña fiesta que, a ratos, me hacía olvidar que aún estábamos en tiempo de desgracia. Y los chicos se iban asomando, atraídos por el silencio y el alivio. Y decían: «Menos mal que se han ido» y cosas semejantes. Por supuesto, estoy ridiculizando a esa gente que acudía al olor y a la visión de lo terrible. Los amigos, los de siempre, incluso aquellos que no se ven con frecuencia, con los que, tal vez, se habla de pascuas a ramos, todos ellos fueron siempre bienvenidos y estuvieron desde el primer momento al quite y sin agobios: «Llámame si necesitas algo», «¿qué te hago?», «mándame a los chicos, que vengan a comer, a dormir, tengo camas», «¿por qué no habláis con el doctor X de mi parte?», «tengo un íntimo amigo…», «¿te puedo hacer la compra?», ofertas que se repetían desde la amistad, sin agobio, naturalmente. Hacían su llamada diaria y, durante el tiempo en que hicieron vida de hospital, estuvieron al quite en las cosas de administración diaria. Y cuando el chaval volvió a casa, andando con sus pies contra el pronóstico unánime de los médicos -las muletas quedaron en el coche-, siguieron templando su disposición con la naturalidad de siempre y el sentimiento sincero por lo sucedido. Claro que los amigos nunca agobian -como dice el que manda-; tienen la voz de terciopelo y un corazón grande como el mundo, en el que todo cabe, incluida la angustia, esa angustia que, contenida, llenó esta casa durante muchos meses. Por más que la marea sólo la percibíamos los que estábamos al cabo de la calle en materia de sentimientos, sobre todo yo -y lo digo sin vanidad estúpida-, que soy quien mejor detecta cómo palpita el corazón de cada uno de los miembros de la familia. A veces me pregunto qué sería de ella sin mí, es decir, si yo no hubiera entrado, un día, a formar parte de su vida. Creo que mi presencia en esta casa ha sido importante para ir formando el carácter de los chicos, incluso para suavizar algunas aristas en las relaciones de los mayores. De lo que estoy seguro, en todo caso, es de que la vida de la familia no hubiera sido la misma. Mi ausencia, cuando se dé, marcará un cierto sentimiento de mutilación en el grupo familiar. «El día que se muera lo…», le he oído decir a Begoña madre. Y es que, pese a mis travesuras, mi presencia pertenece a su vida cotidiana; soy un recurso para sus pequeñas tristezas y sintonizo con sus sentimientos sin necesidad de esforzarme. Lo he podido comprobar, sobre todo durante los meses en los que Luis Ignacio ha sido el indiscutible y lamentable protagonista. |
У меня имеется свой взгляд на некоторые вещи, а раз так, то я его выражаю. Что касается Луиса, мне не хотелось приплетать чувства чужих людей, всегда сдержанных и великодушных. hecho una fiera - злой, рассвирепевший |