Memorias de un gato tonto

9. Perdón, por el gato ladrón

Воспоминания глупого кота

9. Простите кота-негодяя

Me da vergüenza decirlo, pero tengo que confesar que soy un poco ladrón. Me tranquiliza, en
cambio, escuchar a los de casa que, después de reñirme, de insultarme y de amenazarme cuando he
hecho alguna de las mías, suelen decir, para justificarme, que todos los gatos son, por naturaleza, unos
chorizos.
Lo que me costó entender lo de chorizo… Yo no conocía más que los que, a veces, encargaban a
Lola, la del Club de Murguía, o traía la abuela cuando volvía de Catadiano, de casa de Rafaela, su
prima. Ahora ya sé que chorizo y ladrón vienen a ser lo mismo. Por lo menos en mi caso.
Me he prometido a mí mismo, muchas veces, dos cosas: no volver a hacer mis cacas debajo de la
silla del rincón del comedor, entre el aparador y el ventanal que da a la terraza, y no hacer excursiones
por la noche a la cocina en busca de hincar el diente a las bandejas de carne que saca Begoña madre
del congelador para la comida del día siguiente. Además, sé que hago mal, que abuso de la confianza
en lo de la carne y que doy más trabajo de lo debido en lo de la silla.
Pero no me siento del todo culpable, porque hay algo que tira de mí y que puede más que mis
buenos propósitos. Me acuerdo que una vez, después de recibir una pequeña reprimenda, Uxía, que era
aún muy cría, estaba diciendo a su madre: «Si yo quiero ser buena, pero es como si alguien me
obligara a ser mala…» Eso me dije yo a mí mismo, que también acababa de ser amonestado por una
de mis hazañas choriceras. Y es que es verdad. En el comedor, debajo de la silla del rincón, hay un
olorci11o que, primero, me atrae y, después, me afloja el culete en cuanto me acerco. No puedo
remediarlo.
Lo de la cocina es peor todavía. Estoy como un tronco en la cama, a los pies de Michu,
durmiendo a pierna suelta y, de pronto, en medio del sueño, siento que alguien me lleva suavemente
del hocico, así, dormido como estoy, hasta el fregadero. No falla. Siempre que me sucede eso del
tirón, allí que me doy de bruces con una estupenda pieza de carne, envuelta en papel de plata o en su
bandejita recubierta de plástico, que me desafía descaradamente: «Hala, cómeme, hala». Y no la
como, pero algunas dentelladas sí que le echo, tenga o no hambre, que es lo peor. Porque no puedo
quejarme; me tienen a cuerpo de rey, me dan ración de comida en cuanto me pongo un poco pesado…
Pero el sueño puede conmigo y voy como un marciano de la tele, mordisqueo dos o tres veces sin
excesivo provecho y me vuelvo a la piltra. ¿Qué puedo hacer?
Bien pensado, tienen razones de sobra para sacudirme. Pero -y reconozco que tengo mucha
suerte-, cuando alguien pretende hacerlo, siempre hay quien me defiende. Generalmente es Uxía, que
iba para veterinaria -aunque me parece que ahora ha cambiado y sueña con la Biología- y hacía honor
a su condición de defensora del pueblo… animal.
- ¡Pobrecito! -decía, siempre con la caricia a punto-. Si le pegáis ahora, nunca sabrá por qué lo
habéis hecho.
Y yo me callo, claro. Ya lo creo que sé por qué están enfadados, pero dejo que corra la bola. Si
alguien me riñe y me amenaza con la mano, me hago el sueco, miro con cara de asombro, como quien
pregunta «¿y eso por qué?», y no falla. Así que, lo digan o no, acaban dando la razón a mi defensora.
Es verdad que pongo todo de mi parte para desagraviar. Hasta monto un verdadero número de
circo por ver si recobro las simpatías que se han enfriado con la travesura. Me miro la cola durante
unos segundos y, cuando me doy cuenta de que están pendientes de mí, empiezo a dar saltos tratando
de cogérmela con la boca. Supongo que el espectáculo es divertido, porque todos se ríen y parecen
olvidar que he sido un caco nocturno que ha metido boca a la carne del cocido o del asado, o que he
dejado mis basuras debajo de la silla del rincón del comedor.
Me gustaría acabar con estas piraterías. Lo que sucede es que no sé cómo hacerlo. Tengo los
mejores propósitos después de cada fechoría, me duele que tengan razón cuando se enfadan, pero no
hay manera de conseguir que no me venga el sueño o la flojera. Hasta que, algún día, el que manda,
que es el que más se enfada, me deslome de un zapatazo.