Llamé a mi madre y le dije que me había venido a buscar a la tienda José Carlos y que comería con él. Es raro que yo coma por ahí un día de diario. Vamos, que se podrán contar con los dedos de la mano las veces que lo he hecho en los últimos años, pero coló. Mi madre no preguntó nada. Tenía lentejas hechas y sólo se trataba de calentarlas. A mi madre le encantan las legumbres. Es lo único que se esmera en cocinar. Yo podría haberle dicho la verdad: «Es el cumpleaños de Corina y la quiero invitar a comer.» O directamente haber invitado a Corina a comer lentejas con nosotros en casa. Eran dos opciones válidas. Pero no lo hice. La mentira me salió natural, como natural me parecía comer con Corina. Saqué el coche del garaje y tiramos para el barrio donde tenía su trabajo por las tardes. Al pasar por Princesa me acordé de un italiano al que había ido varias veces con Blanca y allá nos fuimos. Me di cuenta de que Corina no solía frecuentar restaurantes y también de que los restaurantes le parecían un despilfarro digno de tontos como los españoles, pero pedimos unas pizzas y nos bebimos una botella de lambrusco. Lo mejor de la comida fue que hablamos muchísimo. Ella habló muchísimo. Y que nos divertimos sin esfuerzo. Me contó lo que le parecía España, un país de derrochones y quejicas. Repasamos a los clientes habituales de la papelería, le expliqué los motes que mi madre y yo les teníamos puestos: el Buscaminas, el Oledor de Gomas, la Todolotoco, Monsieur Tonner, el Carantigua, la Pelofinín, Léntula y Don Parsimonio, un matrimonio mayor que como entren te han fastidiado la tarde... Lo cual, con su tosco conocimiento del español, me llevó un buen rato porque muchos chistes no los pillaba. Pero cuando al fin los entendía, se reía a carcajadas mostrándome sus dientes bastante blancos y regulares, con los paletos superiores un pelín adelantados, lo que me hacía sentir el tío más ingenioso del mundo. Con tanta guasa y tanto lambrusco, se le hizo tarde e insistí en acercarla en coche. El trabajo estaba realmente a tomar por saco. Era en una urbanización a las afueras donde cuidaba de un matrimonio mayor que, por lo que contaba, era, más que mayor, decrépito: dos momias bienestantes. Pero a ella no le importaba, pagaban bien y era un trabajo cómodo, porque dos momias pueden exigir poco y no manchan casi nada la casa. Cuando se bajaba del coche y empezó a darme las gracias, no la dejé terminar, porque volví a sentir aquella misma centrifugadora de la mañana, esa que esparcía mis emociones por doquier, bueno, específicamente por mi cuerpo y por mi alma, porque sí, sentía que el contacto con Corina agitaba mi alma hasta muy dentro. Así que obedecí al mandato de mi especie: retuve su mano, acerqué mi rostro al suyo, ella a su vez se acercó y la besé. Qué bonito es besar. Dicen que es un acto que inventaron las madres del cuaternario (quien dice cuaternario dice paleolítico, no es mi especialidad) para dar de comer a sus criaturas después de masticarles los alimentos y que de ahí viene ese gesto de boca con boca que nos produce tanto placer y esa sensación de afecto. Qué bonito es. Se tiende a olvidar de una vez para otra, pero qué maravilla. Como mariposas que no se dejan atrapar, pero ay cuando atrapas una. Ella no sólo aceptó el beso, colaboró. Luego no nos dijimos nada. No se me ocurrió nada que decir, el corazón me latía demasiado fuerte. Sólo nos sonreímos como los cómplices de una travesura que ha salido bien y de la que no se arrepienten. Y, además, me había excitado, no estaba para salir y hacer un papelón. No el primer día. Ella abrió la puerta y se bajó de mi vehículo. La poderosa onda expansiva de este beso me hizo pasar la tarde nerviosísimo, con un grado de agitación que si me hubiera tomado la tensión seguro que la hubiera encontrado disparada. Deseaba que entrara gente en la tienda, no por hacer caja y ganarme lo que había gastado en el italiano, sino para que el tiempo pasara más rápido. En parte estaba sobrexcitado por el vino que nos habíamos atizado, pero en parte, naturalmente, por el beso. Ya he dejado claro todo lo que pienso de los besos. La besé porque me parecía lo lógico, dado lo bien que lo habíamos pasado. Y la besé porque otra vez se reía y los ojos verdes se hacían pequeños empujados hacia arriba por sus pómulos afilados. No sabía nada de su situación, si estaba casada, o si tenía novio aquí o en su tierra. Nunca habíamos hablado de eso, porque, hasta el momento del café y la tarta, no habíamos intercambiado muchas frases, salvo las estrictamente profesionales sobre las grapas, los clips, los cuadernos pautados y los cartabones. Yo estaba a lo mío y ella a lo suyo. Una mañana son sólo cinco horas y pasan rápido. Pero yo estaba seguro de que era una mujer libre porque sólo una mujer libre se ríe tanto comiendo pizza y sonríe de esa manera después de besarte. No podía concentrarme en nada, mi cabeza iba a mil. Y de pronto se me ocurrió: el cambio que necesitaba en mi vida, el despegue, no empezaría por cambiar las escrituras de la tienda y ponerla a mi nombre, sino que empezaría por lo sentimental. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? ¿O es que yo quería ser uno de esos edificios oficiales antiguos, magníficos, pero que ya no utiliza nadie porque su actividad hace tiempo fue trasladada a lugares más funcionales? No. Yo me negaba a ser un estupendo edificio con todos los aposentos lustrosos y preparados pero vacíos. Yo quería que por mi escalera imperial, por esa escalera de mármol con su barandilla de caoba, circulara más gente que unas limpiadoras aburridas con su mopa y unos tipos de mantenimiento con sus monos azules. Yo quería trajín de gente entrando y saliendo, aunque eso hiciera mella en los peldaños y rayajos en la caoba. Por supuesto, no creo que haya una sola manera de vivir la vida, pero ahora pensaba que yo no quería ser un monumento muy bien conservado pero desierto, yo quería ser vivido, y creo que, en resumidas cuentas, por eso besé a Corina. ¿Era consciente de lo que estaba haciendo? Poco. Aunque nada fuera premeditado, una vez que la hube invitado a comer y la besé me pareció que las piezas encajaban de modo inevitable. Me parecía que conocerla en el trabajo era un modo saludable de descubrir a la mujer de tu vida. Mira a José Carlos y Esther. Mi hermana Nuria, por el contrario, siempre encuentra a sus parejas de madrugada en bares o en discotecas. Ése es un mal arranque. No es mi estilo. A las mujeres con las que he salido las he conocido sobrio, normal. Mi debilidad, o la debilidad de mis relaciones, no está en la selección, en el arranque, sino que viene luego, en el desarrollo, como se verá. José Carlos dice que es porque no estoy preparado para la jungla de los solteros, una expresión que me repatea, como si las relaciones entre hombres y mujeres fueran un campo de batalla. Y aunque tras alguna ruptura pueda haberlo pensado yo también, no me da la gana darle la razón. Pronuncio «alguna ruptura» como si yo hubiera tenido tantas. Yo no he tenido muchas rupturas. Digamos más bien que las relaciones que yo he tenido se acaban por inanición. Se deshilachan. No se rompen con una discusión, con una infidelidad, una sentencia de divorcio, una mudanza o cualquier otro hito que pueda ser marcado en un calendario y recordado. No. Lo mío es más desordenado. Ahora que ha pasado el tiempo, de algunas relaciones pienso si de verdad las tuve. Cerré la tienda quince minutos antes. Esto no es buena idea, porque a menudo es en ese último rato del día cuando más clientes entran. Pero no lo soportaba más. Quería continuar con la táctica de lo inesperado que tan bien me estaba resultando. Un beso inesperado seguido de una recogida inesperada. Logré por los pelos estar en la puerta del chalet a la hora en que ella me había dicho que terminaba. Tuve que apurar varios semáforos y conducir con todos los sentidos alerta, haciendo escaramuzas entre los conductores amodorrados que regresaban a sus barrios dormitorio de las afueras. Pero no me costaba estar alerta. El efecto del vino había dado paso a una especie de aguda percepción de los sonidos y los colores que me hacía un gran conductor, y distinguía las calles, los edificios, los monumentos (las mismas calles, los mismos edificios y los mismos monumentos de la ciudad donde llevo viviendo desde que nací) de un modo nuevo que me encantaba. Es lo que tiene un beso. Es lo que tiene el deseo cuando estás a punto de alcanzarlo. Todo positivo, nada negativo. La vida parece deliciosa. Entre la verja de la urbanización donde estaba el chalet y la parada del autobús que debía tomar Corina, había una caminata. Si yo había llegado algún minuto tarde, puede que ella estuviera ya en la parada. Si ella, por ser su cumpleaños, hoy había logrado el permiso para salir antes, se me habría escapado. Llevaba cinco minutos aparcado, cinco minutos que se me estaban haciendo eternos y que estaban anulando por completo el gozoso efecto tecnicolor y ultrasurround este que contaba. ¿Y si me había equivocado? ¿Era pronto o era tarde? Podía llamarla al móvil, pero eso chafaría la sorpresa. Y había otro inconveniente, éste más serio. Si yo la llamaba, cabía la posibilidad de que rechazara mi oferta de transportarla y me dijera algo así como «lo de antes no puede volver a repetirse», eso, pero con su acento y su particular sintaxis. Vamos, que me cerrara las puertas. Era más difícil, me parecía a mí, que me rechazara en persona. Porque ese deseo que me movía a mí en esos momentos con toda seguridad la invadiría también a ella. Con toda seguridad es mucho decir. Yo confiaba en que me correspondiera como había respondido al beso: con naturalidad. Llamarla al móvil y decir: «Hola, soy Vicente», tampoco era fácil para mí porque siempre tengo la idea de que lo siguiente que voy a escuchar es: «¿Quién?» Mis padres me pusieron un nombre con el que nunca estuve conforme, un nombre que requiere una disposición mental y de ánimo un poco más exigente que otros. En mi colegio no había ni un solo Vicente, salvo yo mismo. Sólo muy recientemente he empezado a conocer a otros Vicentes, y ser el único no es una buena sensación. Mi nombre, en la infancia y sobre todo en la adolescencia, se me hacía desagradable, me avergonzaba. Ésa es la realidad: es un nombre que me avergonzaba. Pensé en cambiármelo, pero no se me ocurría ninguna alternativa. Todo esto hace que para mí sea complicado, al principio de una relación, pronunciar mi nombre ante la mujer que cortejo. Al no ser mi nombre el que yo reconozco como propio, ¿por qué habría de retenerlo ella? Soy una persona sin nombre para mí mismo, y esto, esperando a Corina en la calle de aquella urbanización, era un hándicap más. Por fin la vi. Bajaba de prisa por la cuesta. En contra de lo previsto, no había salido antes del trabajo, había salido más tarde. El autobús se aproximaba y salté del coche para evitar que subiera a bordo. La llamé: —¡¡¡Corina!!! ¡¡¡Corina!!! Tardó un poco en volverse, no se daba por aludida porque no esperaba ser reconocida allí, en ese entorno, pero cuando lo hizo y me vio, sonrió, lo cual me llenó de confianza y de alegría. —Tú has venido aquí —me dijo, y se subió al coche muy de prisa. —Sí, claro que he venido. —Me moría de ganas de besarla, pero como ella no tomaba la iniciativa y estábamos en las proximidades de su lugar de trabajo, en su territorio, me abstuve—. Quiero invitarte a cenar. Se me ocurrió sobre la marcha. Yo sólo había previsto recogerla y llevarla a su casa, por aquello de que era su cumpleaños y para que tuviese un día redondo que no acabara con su consuetudinario y largo periplo por transporte público, pero cenar juntos después de haber comido juntos y del beso de pronto me pareció naturalísimo. —No sé —contestó ella. Abandonábamos el recinto de la rancia urbanización y quedaban atrás los guardas jurados de la garita de control. Aquella colonia no me parecía el lugar más propicio para un avance amoroso, tenía algo que nos hacía a ambos personas no gratas. No es que lo dijera en ningún sitio, pero la exclusiva zona residencial nos equiparaba en cuanto que forasteros: ella, porque era una inmigrante limpiadora; yo, porque no pertenecía a aquello, era un tendero. No me considero un tendero, pero sé que alguna gente puede definirme así, gente como los dueños de esos chalets, es a lo que me refiero. Y, sin embargo, estar igualados socialmente frente a esa tropa hostil me gustó. Ratificaba que mis ideas eran buenas: ella y yo teníamos mucho en común, ella y yo podíamos tener un sentido juntos. De momento, esa noche lo teníamos y se lo dije: —Creo que debemos cenar juntos. Así el cumpleaños será completo. ¿O tú tenías otros planes con tu familia? ¿Tienes familia? Quiero decir, aquí en España. —Mi familia es en Alcalá de Henares, yo vivo en Coslada. —Pues cenamos y luego te llevo a Coslada. —No sé —volvió a insistir ella, pero noté una duda más que razonable en su voz. Quería y no quería. Ni por un minuto me paré a pensar en que trabajábamos juntos y al día siguiente nos tendríamos que ver las caras de nuevo, como cada mañana, y que quizá eso la inquietara. No tenía tan integrada todavía a Corina en mi rutina y esto me hacía obviarla. Sólo veía sus ojos verdes, su cuerpo hermoso, su boca suave, y la sentía como un regalo que me enviaban desde otra dimensión donde esas trivialidades no cuentan. |
Я позвонил маме и сказал, что ко мне в магазин зашел Хосе Карлос, и я пообедаю с ним. В будние Осознавал ли я, что делал? Смутно. Я ничего не планировал заранее, но когда я пригласил Корину Территория дома, где работала Корина, была огорожена. От калитки ограды к автобусной остановке вела дорожка. Если я опоздал хотя бы на минуту, то Корина могла уже быть на остановке. Если сегодня ей удалось отпроситься и уйти пораньше в честь дня рождения, то она от меня улизнет. На стоянке я провел пять минут, но для меня они стали вечностью. Моя радость померкла вместе с яркими цветами и сочными звуками, о которых я говорил. А вдруг я просчитался? Приехал слишком рано или слишком поздно? Я мог позвонить Корине на мобильник, но тогда все планы скомкались бы, и сюрприз уже не был бы сюрпризом. Но было и другое, более серьезное препятствие. Если бы я позвонил ей, у нее была бы возможность отклонить мое предложение подвезти ее, сказав со своим особенным акцентом и ужасной грамматикой что-нибудь вроде: “ ранешнее не может снова повториться”, и этим она закрыла бы мне двери. Мне казалось, что при личной встрече ей будет труднее отказаться, потому что желание, которое двигало мной в эти минуты, непременно охватило бы и ее. Впрочем, “непременно”, это сильно сказано. На самом деле я всего лишь надеялся, что она ответит на мои чувства, как просто и естественно ответила на мой поцелуй. Мне и самому было ужасно трудно позвонить ей на мобильник и сказать: “Привет, это Висенте”, потому что я всегда боюсь услышать в ответ: “Кто-кто, простите?” Мои родители дали мне имечко, с которым никогда нельзя быть ни в чем уверенным. Оно требует чуть больше умственного напряжения, чем другие. В школе, где я учился, не было ни одного Висенте, кроме меня. Только совсем недавно я начал знакомиться с другими Висенте, а быть единственным – не очень хорошее ощущение. В детстве, а особенно в подростковом периоде, мое имя было мне ненавистно, я его стыдился. Это правда – я стыдился своего имени. Я даже подумывал сменить его, но мне в голову не пришло никакой альтернативы. Короче, имя усложняет все с самого начала отношений. Мне трудно произнести свое имя перед женщиной, за которой я ухаживаю. Так с какой, спрашивается, стати она должна помнить мое имя, если я сам не признаю его? Даже поджидая Корину в этой новостройке, я был безымянным сам для себя, и это составляет еще больший разрыв между нами. Наконец-то я ее увидел. Она торопливо спускалась по дорожке с пригорка. Вопреки моим опасениям, Корина ушла с работы даже позже обычного. К остановке подъезжал автобус, и я выскочил из машины, чтобы Корина не села в него. |