Ньевес Идальго - Черный Ангел. Глава. 35
Isla de Antigua Las incesantes lluvias provocaron importantes daños materiales también en la isla de Antigua. Como en otros lugares, los habitantes se afanaban en reparar los efectos del ciclón. Y acaso por eso, la presencia en sus calles de un individuo alto y rubio, con ligero acento extranjero, pasó desapercibida. Salvo para tres hombres que se le habían pegado a los talones hacía horas. James Colbert había dejado a su tripulación encargándose de abastecer el barco en que había salido en busca de su hermana. Desde que le llegó la noticia del abordaje del Eurípides y las otras dos embarcaciones, una vez éstas atracaron en Londres, no había cejado en su empeño de conseguir pistas sobre el paradero de Kelly. James sabía que su hermana seguía viva. Lo intuía, se lo decía el corazón. No podía haber muerto. Simplemente, negaba lo que para otros resultaba casi evidente. La iba a encontrar, aunque hubiera de navegar por todo el maldito Caribe. Se había propuesto seguir, paso a paso, el presunto recorrido que debieron de hacer los piratas, husmeando cada pista que conseguía como un sabueso. Indagó en cada puerto, se mezcló con la peor gentuza, con la escoria del Caribe, arriesgando su vida y, a veces, la de sus hombres, que lo seguían sin una queja. No estaba dispuesto a abandonar, porque algo le decía que acabaría por encontrar a Kelly y entonces… ¡Más le valía al hombre que la había raptado que ya estuviese muerto! Su incansable búsqueda, el constante deambular por lugares infectos, por tabernas de mala muerte y muelles abarrotados de piratas, bucaneros y ladrones, lo habían endurecido y tal vez por eso dejó de preocuparle por dónde se movía. Casi empezaba a sentirse también él carne de presidio, como si toda su vida hubiera transcurrido en ambientes sórdidos. Acaso por ello no se percató de la presencia de tres tipos que acortaban distancias, acercándosele. Ni se le pasó por cabeza imaginar que podía resultar una presa demasiado fácil. Al menos, eso era lo que pensaban sus perseguidores, que ya se prometían una buena ganancia atracándolo. James repasó una y otra vez la información recabada desde que comenzara la búsqueda de Kelly. Conocía el nombre del barco que había abordado el de su hermana y el de los que lo escoltaban. Día a día, entre vaso y vaso, y cantina y cantina, le contaron que El Ángel Negro pertenecía a la flota pirata de François Boullant y que lo capitaneaba un español. Nadie pudo decirle, sin embargo, si había mujeres a bordo cuando las naves repostaron en Antigua, camino de sólo Dios sabía qué lugar. Sí le aseguraron, en cambio, que tenían su refugio en aquella parte del Caribe -ese dato le costó una buena suma de dinero-. Era un avance, aunque muy pequeño, dada la cantidad de islas que había en aquellas aguas. Se apoyó en la pared. Estaba agotado. Y harto de dormir en camastros plagados de inmundicia y de comer en tascas por las que las cucarachas corrían a sus anchas. Pero pensar que Kelly podía estar viviendo en peores condiciones, le daba fuerzas para seguir. Los que lo vigilaban decidieron pasar a la acción. Había anochecido y el callejón en el que se encontraban era adecuado para una encerrona si le cortaban a aquel capullo la salida, ya que sólo tenía una hacia el puerto. Así que se abrieron en abanico cubriendo la única vía de escape. James Colbert era un caballero y, aunque vestía ropa normal, lo delataban sus rasgos aristocráticos. Desde luego, para los malhechores, eso era un reclamo para asaltarlo. Eso, y su aparente falta de armas. Les pareció que llevaba un bastón, aunque eso carecía de importancia frente a sus sables. James presintió que algo iba mal cuando una rata gorda como un gato atravesó el callejón y se perdió en el hueco de un edificio. Se separó de la pared y se fijó. Maldijo por lo bajo, porque debería haberse prevenido contra un asalto. Como un imbécil, había acudido a la cantina sin hacerse acompañar por nadie. Fuera como fuese, la cuestión era que ahora se enfrentaba a un problema y tenía que salir de él. El que comandaba al trío, un tipejo alto y delgado de aspecto enfermizo, cubierto con mallas y una desgastada chaqueta, dio un paso hacia él. Los otros dos, que parecían cortados por el mismo patrón, avanzaron a la vez. No dijeron ni una palabra, simplemente desenvainaron, rodeándolo y cubriendo la salida. Colbert esperó, repartiendo su atención entre los tres. Tiró de la empuñadura del bastón y la fina hoja destelló a la luz del único farol que colgaba, roñoso y renqueante, junto al cartel que anunciaba el nombre del tugurio. A James no se le escapó que momentáneamente dejaron de avanzar. – Vamos, caballeros -los incitó mientras se protegía la espalda contra la pared-. ¿Pensaban que sería presa fácil? Oyó un gruñido y el primer sujeto atacó, retrocediendo de inmediato con un corte en el hombro y una maldición en los labios. James se felicitó, aunque no se tomaba la situación a broma. Porque, si se achantaba, aquellos piojosos iban a matarlo. Fue una pelea sucia y desigual. Sus rivales se abalanzaron contra él como un solo hombre, y James se defendió. Atacó, retrocedió, hizo silbar su hoja para mantenerlos a distancia. Alcanzó a otro con un tajo profundo en una pierna. Pero eran tres, él estaba cansado y no veía muchas posibilidades de salir indemne. Sin embargo, no se amilanó, porque no tenía intenciones de acabar muerto en un apestoso callejón de un asqueroso puerto. Y estaba dispuesto a vender muy cara su vida. El filo de un sable rasgó su ropa y penetró hasta la carne. Colbert dejó escapar un siseo de dolor y se encogió ligeramente. Se había separado del muro y su nueva y debilitada posición fue aprovechada a las mil maravillas por uno de los atacantes, que se colocó a su espalda. Un contundente golpe en la cabeza lo aturdió, las rodillas se le doblaron y notó que caía mientras todo se volvía negro. No llegó a oír el estampido de una arma de fuego, ni las blasfemias de los ladrones, que salieron huyendo. Tampoco vio a quien lo había seguido y que contemplaba el desarrollo de la desigual pelea la entrada de la calleja. Cuando todo quedó en silencio, James yacía boca abajo, con un golpe en la cabeza y un corte en el pecho. El que acababa de salvarle la vida guardó la pistola en la cinturilla de su pantalón, se acercó, se puso en cuclillas y lo observó. Chascó la lengua, tal vez incómodo por haber tenido que intervenir. Le dio la vuelta y echó un vistazo a la herida. Luego dio un silbido. Casi al momento, aparecieron dos hombres. – Cargadlo. Se lo llevaron medio a rastras hasta el interior de la cantina. Nadie había salido al oír el disparo y nadie hizo preguntas cuando atravesaron el concurrido salón con el herido y subieron a la planta de arriba. Abrieron una puerta y lo dejaron sobre una cama. – Que alguien traiga unas vendas. Y una botella de ron. Tú, Espinosa, avisa a los nuestros de que ya tenemos barco. James despertó casi una hora después. Le dolía la cabeza y tenía la visión borrosa. Una muchacha se inclinó sobre él, le miró las pupilas y salió del cuarto. Él oyó algunos susurros y luego la puerta se abrió del todo para dar paso a un joven alto y guapo, de cabello rubio oscuro y largo, ojos castaños y almendrados, vestido con la suficiente elegancia como para saber que no era uno de los que lo habían atacado. – ¿Como se encuentra? James hizo un gesto de fastidio y se sentó con la espalda apoyada en el cabecero. Estaba desnudo de cintura para arriba y una venda le rodeaba el pecho. Juró entre dientes: lo único que le faltaba entonces era tener que guardar cama. No podía permitirse ese lujo si quería encontrar a su hermana. Presentía que estaba cerca. – ¿Qué ha pasado? -preguntó a su vez. – Que se ha enfrentado a tres despojos y ha salido mal parado -contestó su protector-. Tiene un buen tajo, amigo, aunque no es grave, y su cartera está intacta. -James enarcó las cejas-. He llegado justo a tiempo de evitar que lo desplumaran. – Quiere decir que se lo debo a usted. – Bueno… -sonrió el otro-. Me debe su vida, monsieur. Esos cabrones le habrían rajado la garganta y después le habrían quitado hasta los calzones. Ha sido un error venir aquí solo. James se fijó en él. Era joven, de mirada fría, demasiado fría, como de quien está de vuelta de todo. – Le doy las gracias. Y tendrá una recompensa. – Su dinero me importa poco. Lo que quiero de usted es otra cosa, monsieur. Quiero su barco. James abrió la boca, pero no fue capaz de articular palabra. ¿Bromeaba? – Usted desvaría, hombre -contestó al fin-. Puedo darle dinero. – Necesito su barco. El mío ha sufrido muchos desperfectos por el ciclón y tardarán varias semanas en repararlo. Usted ha tenido más suerte con el suyo. – ¡También a mí me es imprescindible y no pienso…! – No discutamos, caballero -lo cortó el joven-. Voy a quedarme con su embarcación le guste o no y usted no va a poder hacer nada por impedirlo. Simplemente, no saldrá de este cuarto hasta que hayamos levado anclas. No se preocupe por su tripulación, se la dejaremos a buen recaudo. -El rostro de James debió de reflejar desesperación, porque el otro sonrió, como si todo aquello le divirtiera-. Vamos, no se lo tome tan a pecho. Podrá disfrutar de una agradable estancia en Antigua. Es una isla preciosa. Y con hermosas mujeres. James bajó las piernas de la cama y se puso en pie, aunque no pudo disimular un gesto de dolor. – Usted no lo entiende -suspiró-. Necesito el barco. No creo que le deba tanto, pero incluso podría conseguirle uno que… – No hay más naves disponibles. Lo he intentado todo. La tormenta ha dejado inservibles la mayoría. – ¡Por el amor de Dios! -estalló Colbert-. ¡Tengo que encontrar a mi hermana, malditos sean usted y todos sus jodidos problemas! – ¿Su hermana? -El joven enarcó una ceja-. ¿Se ha fugado de casa y quiere llevarla de regreso? Los ojos azules de James se endurecieron y el otro prefirió no irritarlo más. Se encogió de hombros y se guardó sus bromas. – No -dijo el inglés-. No se ha fugado. Regresaba a Inglaterra cuando un hijo de puta abordó su barco y la raptó, junto con otras tres mujeres. – De modo que persigue a un pirata. – Estoy muy cerca de dar con ese sujeto. Y ni usted, ni nadie, óigalo bien, van a impedírmelo. Me han dicho que El Ángel Negro es una fragata inmejorable, provista de buena artillería y tripulación entregada. Mi barco no le va a la zaga; estoy preparado. Por eso no voy a prestárselo a usted. – Conque El Ángel Negro, ¿eh? – Mire, le debo un favor y yo siempre pago mis deudas -continuó James-. Puedo llevarle a donde quiera, si no le importa retrasarlo un poco. Pero ¡no va a tener mi nave! – Sólo tengo que matarlo, quedarme con su tripulación y luego subastarla. James lo miró fijamente. Sin inmutarse, se le aproximó hasta que casi se rozaron las narices. – Inténtelo, capullo. Usted no conoce la mala leche de un Colbert. Si a James el joven le había parecido peligroso al principio, en cuanto dijo su apellido la transfiguración de su rostro lo hizo retroceder ligeramente. Pero no lo bastante rápido, y se encontró tirado en la cama y con el filo de un cuchillo apretado contra su garganta. – ¿Qué nombre ha dicho, monsieur? -James tragó saliva-. ¡¡Su nombre!! – James Colbert. Y no soy belga, como parece usted creer, sino inglés. – Colbert… -En sus labios sonaba como una maldición-. De Port Royal. – Resido con mis padres en Londres. Pero sí, tenemos familia en Port Royal. Su rival parpadeó una sola vez y apretó la daga un poco más. Luego se apartó y ocupó la única silla que había en el cuartucho, haciendo girar el cuchillo entre los dedos. James se incorporó lentamente. – Cuénteme su historia, Colbert. – ¡Le importa una mierda! – Si quiere su barco, tendrá que contarme su historia. James no acababa de salir de su asombro. Aquel fulano lo descolocaba. Tan pronto le salvaba la vida, como lo amenazaba con quitársela. Y ahora le pedía que le contara los motivos por los que se encontraba en aquella parte del mundo. No le quedaba más remedio que seguirle la corriente hasta poder desembarazarse de él. Sus hombres ya debían de estar buscándolo. Necesitaba ganar tiempo, así que se sentó en el borde de la cama, apoyó los antebrazos en las rodillas y dijo: – Hay poco que contar. Mi hermana Kelly regresaba desde Port Royal a Inglaterra. Eran tres barcos. Fueron abordados por piratas de bandera francesa y ella y tres mujeres más, amén de la mercancía, jamás llegaron a su destino. – Siga. ¿Y El Ángel Negro? ¿Qué sabe de él? – Es el nombre del barco más veloz de una flotilla de piratas, según he podido saber. Y en el que embarcaron a mi hermana tras el sabotaje. Ese hijo de puta español que lo capitanea debe de saber dónde se encuentra ella ahora. El joven suspiró, se pasó una mano por la cara y se guardó la daga en la bota derecha. Cuando clavó sus ojos en James, su mirada era pura furia. – Podría matarlo aquí mismo. Y debería hacerlo por llevar el apellido Colbert -añadió frío como el hielo-. Pero voy a hacer un trato con usted: buscaremos a El Ángel Negro y a su hermana juntos. James pareció no entender. ¿Buscar juntos? ¿De qué hablaba aquel tipo? – Y ¿por qué demonios tendría que aceptar su compañía? ¡Ni siquiera conozco su nombre! El otro esbozó una sonrisa aún más gélida que su mirada. – Diego de Torres. Fui asesinado por su primo Edgar. -James se irguió sobresaltado-. Relájese, tenemos mucho de que hablar. Conozco a la joven que busca y conozco a ese hijo de puta al que se ha referido antes: es mi hermano Miguel. Port Royal. Jamaica Edgar observó a su interlocutor por encima de la copa. La noticia que acababa de darle lo había dejado helado mientras en su interior bullía la sangre. Ahora que estaba a punto de confirmarse como único heredero de su padre, que todo era por fin suyo, otra vez aquel mal nacido español, traidor y pendenciero, le echaba un jarro de agua fría. – Supongo que es una broma -masculló. De Torres negó y se recostó en su asiento. – No, Colbert. No es una broma en absoluto. Tengo contactos, ya se lo dije. Muchos. Y su prima sigue viva y, por tanto, ella es la heredera legal de «Promise». Edgar apretó los dientes tan fuertes que le rechinaron. – ¿Dónde está? Sé que no pudo llegar a Inglaterra. – Y no lo hizo. Por lo que sé, está en alguna isla del Caribe. Y bien viva -insistió, sabiendo que su afirmación socavaba las defensas del otro. – ¿Sus numerosos contactos no le han permitido obtener más datos? – No me sea irónico, Colbert. Y no, no me han facilitado más información. El entorno de François Boullant parece impenetrable. – ¡Debo encontrar a esa perra! – ¿Para entregarle el testamento de su padre? -se burló el español. A Edgar le hubiera gustado agarrarlo del cuello y estrangularlo, pero se contuvo. De Torres estaba bien relacionado, y no le convenía enfrentarse a él. Parecía intocable, incluso después del oscuro asunto del gobernador de Jamaica. Aunque en el plan inicial se planteaba la desaparición de la camarilla al completo, por alguna razón no se había hecho así, pero el hombre seguía allí, sin inmutarse. Y él, Edgar Colbert, podía ser un mal bicho, pero no era idiota y necesitaba al español de su parte. – Supongo que se imagina mis intenciones respecto a esa condenada zorra. La detesto. Desde que puso el pie en Port Royal y mi padre la acogió como a una hija, haciéndome a mí a un lado. La hubiera matado. Sobre todo cuando vi que mostraba cierta debilidad por un esclavo. – ¿De verdad? -Daniel rió de buena gana-. ¿A su prima le gustan los de piel oscura? – Era un español, como usted. Un demonio de cabello negro y ojos verdes. Llegó a mi hacienda junto con su hermano, tras el ataque de Morgan a Maracaibo. Un jodido señoritingo que no soportó la esclavitud y al que mi prima miraba con demasiados buenos ojos. Colbert no captó el leve rictus de estupor que se dibujó en la cara de De Torres. – De buena gana lo hubiera castrado -continuó-. Y a punto estuve de hacerlo, pero ella salió en su defensa. Y el viejo la apoyó. Siempre decía que los esclavos valían una fortuna y que sólo él tenía derecho a matarlos. -De repente se echó a reír-. Eso sí, me di el gusto de quitar de en medio al otro bastardo y… ¿Qué le sucede? Parece que hubiese perdido el pulso. – ¿Recuerda el nombre de esos esclavos, Colbert? -El latido de sus sienes delataba la impaciencia con que esperaba su respuesta. – ¿Por qué le interesa? No eran más que dos asquerosos pordioseros. – ¡¿Cómo se llamaban?! El ímpetu airado de la pregunta y el hombre golpeando la mesa con los puños acobardaron al inglés. – Miguel y Diego. La cara del español se volvió como el pergamino y sus ojos, oscuros y amenazadores, lo miraban amenazadores. – ¿Mató a ese tal Diego? – Bueno… sí. Lo hice. Me atacó y le disparé. – ¿Y el otro? ¿Dónde está el otro? – ¡Maldito si lo sé! Supongo que muerto. El viejo decidió venderlo a otro hacendado. Lo trasladaban desde «Promise» cuando se produjo el ataque a la ciudad. Hubo muchas víctimas que cayeron despedazadas por los cañones o bajo los escombros, algunos irreconocibles. – Su cuerpo… -Daniel estaba lívido y respiraba con dificultad-. ¿No se encontró su cuerpo? Edgar empezó a inquietarse. No entendía qué súbito interés podía tener De Torres en dos simples esclavos, pero no le agradaba su forma de mirarlo. – No. No lo encontraron. Pero se supone que… – Dejemos de suponer -lo cortó el español-. Piense, Colbert. ¡Piense! Piratas franceses atacan Port Royal. Miguel desaparece. El barco en el que viaja su prima es abordado por Boullant, francés también, nosotros mismos les pasamos la información para su abordaje, ¿recuerda? – ¿Y…? – Y se dice que un español navega en la flota de François Boullant. – ¿Está pensando que puede ser ese esclavo? No sé dónde quiere ir usted a parar. Daniel se calmó poco a poco y fue dando paso a una tranquilidad fingida. – Es posible que sea él, sí. Un hombre del que creía haberme desembarazado hace tiempo. Así que, mi querido socio, ya tiene compañía para intentar la búsqueda de su prima. El destino vuelve a unirnos, porque usted quiere librarse para siempre de ella… y yo tengo que acabar con Miguel de una vez por todas. La Martinica Miguel se soltó el cinto del que colgaba su sable y lo dejó a un lado, sentándose a la mesa. Después de discutir con Kelly, estaba de un humor de perros. Se maldecía por haberle dicho tantas barbaridades, pero era tarde para rectificar. ¡Condenación! Su vida entera parecía ser un «llegar tarde a todas partes». Además, lo hecho, hecho estaba. A Kelly y a él los separaban demasiadas cosas. Veronique sirvió la cena en completo silencio, omitiendo los comentarios que solía hacer sobre los acontecimientos del día, y Miguel aguardó la llegada de Kelly. Sus órdenes eran que ella estuviera siempre sentada a su mesa. Pero se hacía esperar. Y Vero se demoraba recolocando cubiertos y servilletas. – Está bien, mujer -dijo al fin ante su mutismo-. ¿He de subir a buscarla? La mulata apenas elevó una ceja. – Yo que usted, capitán, empezaría a cenar. Mademoiselle no está en «Belle Monde». Miguel tardó un momento en asimilar lo que acababa de escuchar. – Supongo que ahora vas a explicarme qué significa eso. – Se ha marchado, señor. – ¿Se ha marchado? – Eso he dicho. – ¿Hacia dónde ha…? – Se ha ido con el capitán Boullant. Miguel se quedó en blanco. ¿No entendía nada porque se estaba volviendo idiota o porque ya lo era? Pero no le pasó inadvertido el gesto satisfecho de Veronique que, ya no le cupo duda, estaba disfrutando a su costa. – El capitán Boullant ha dicho algo acerca de su necedad -le informó ella muy seria-. Y también algo sobre que él sabría tratar mejor a mademoiselle Kelly. A Miguel se le secó la garganta. Se levantó y se acercó a Vero, que le encaró con serenidad, sin un ápice de temor. – ¿Se han ido a su hacienda? – ¿Adónde, si no? Él apretó los párpados con fuerza. Le faltaba la respiración y un sudor frío le bajó por la espalda. Los celos le quemaban las entrañas. No dijo nada, pero se ajustó el sable antes de amenazar: – ¡Juro por lo más sagrado que mataré a ese bastardo! – Tenga cuidado, capitán -le advirtió ella-. Boullant no es Depardier y usted debería saberlo. – ¡Tanto da! -bramó, sin poder contenerse. Salió hecho un basilisco y Veronique oyó cómo pedía a gritos su caballo. Suspiró y poco a poco empezó a tatarear una antigua canción nativa. Las campanadas del reloj de pared dieron las once. Kelly recorrió, una vez más, la habitación que le había sido destinada, después de cenar con Fran. Aunque él, Pierre y Virginia, junto con la buena de Amanda, se desvivieron para que la velada le resultara agradable, lo cierto era que ella no pudo probar bocado. No estaba convencida de haber actuado con sensatez al acompañar a Boullant. Conociendo como conocía a Miguel, lo que él tenía pensado podía ser peligroso. Él iría a buscarla, Fran estaba convencido. Ella, no tanto. Pero si lo hacía, ¿quién podía prever lo que iba a pasar? Se sentía como condenada a la horca, pero el vino ingerido durante la cena y la escasa comida la estaban amodorrando. Se recostó en la cama un momento y cerró los ojos… Ella estaba sobre una almena altísima. Se asomó al borde de piedra y miró hacia abajo, hacia el abismo… No veía el suelo, no veía nada, salvo oscuridad. Pero presintió que algo se acercaba y retrocedió. Repentinamente, la negrura la envolvió en una mortaja helada. Y allí estaba él. En medio de las tinieblas. Su rostro era la personificación del mal y sus ojos, fríos y crueles, estaban clavados en ella. Retrocedió y Miguel avanzó, cada vez estaba más cerca. Y, a pesar de todo, Kelly quería correr y abrazarlo, besarlo, fundirse con él… Se revolvió en el lecho. – ¡No…! -se le escapó un gemido angustioso. Se incorporó de golpe, parpadeando confusa, y sin saber dónde se encontraba. La habitación estaba silenciosa y a oscuras, y el camisón que le había prestado una de las sirvientas se le pegaba al cuerpo empapado de sudor. Temblaba. Se levantó y se acercó a los ventanales en busca de aire fresco. Apenas le dio tiempo a abrirlos. La puerta de su cuarto se abrió y en el umbral se recostó una alta figura. Pero ella se calmó de inmediato, era Boullant. Éste depositó el candelabro sobre la coqueta y cruzó la habitación. – ¿Te encuentras bien? Te he oído gritar. Kelly se le echó al cuello y el francés, que tantas veces había tenido a una mujer entre sus brazos, no supo qué hacer cuando ella rompió a llorar. Tener así a una muchacha como aquélla era como subir al séptimo cielo y no le cupo duda de que Miguel era un idiota de pies a cabeza. Le acarició el cabello dorado y suelto y le chistó como a una criatura. Ella se fue calmando poco a poco y se separó de él, un poco sonrojada. – He tenido una pesadilla. – ¿De monstruos? -bromeó él. – No quiero hablar de eso. François le acarició el mentón con sus nudillos. Lo tentó el deseo insano de probar sus labios sonrosados, de sorber las lágrimas que se iban secando sobre sus mejillas. Kelly era una belleza por la que cualquier hombre perdería la cabeza. Pero se contuvo. Sabía lo que Miguel sentía por ella, aunque él mismo no pareciera admitirlo. – ¿Quieres que mande llamar a Virginia? ¿A Amanda? – No. Gracias. No ha sido nada. – Vuelve a la cama, Kelly. A través del ventanal, Miguel fue testigo de esa escena, de pie en el jardín. Casi había reventado al caballo para llegar hasta allí. Pensar que ella lo abandonaba y se echaba en brazos del francés hacía que le hirviera la sangre. La luz iluminaba el cuerpo de Kelly, perfilando sus formas bajo el camisón. ¿Cómo podía embelesarse con ella cuando iba dispuesto a retorcerle el cuello… después de retorcérselo a Boullant? ¿Cómo era posible que se hubiera echado en brazos del cochino francés…? Miguel tan sólo veía lo que quería ver. Las imágenes que su cólera le dictaba: el abrazo de Fran era una traición por la que tenía que pagar. Lo embargaban unos celos locos. Conocía la casa de Fran como la propia, así que entró a largas zancadas y subió la escalera de tres en tres mientras en su mente repetía una frase: «¡Lo mataré!». Abrió la puerta con estrépito, golpeando la madera contra el muro y sorprendió a Kelly en la cama y tapada hasta la barbilla. ¡Y al maldito Fran inclinado, besándola en la frente! – ¡Hijo de perra…! -le espetó un segundo antes de lanzarse como una fiera hacia el que creía su rival. Ella gritó. Los dos hombres se enzarzaron, forcejearon y rodaron por el suelo, arrastrando con ellos un pesado pedestal que derribaron y rompieron. El estruendo y los chillidos de Kelly alertaron al resto de la casa y Pierre, Virginia y los criados fueron acudiendo, algunos armados. Separados por los sirvientes, que retuvieron a Miguel, que se debatía furioso, Fran y él fueron recuperando el resuello y mirando sus cortes y contusiones. Virginia permanecía junto a Ledoux, en silencio, mientras él mostraba una sonrisa irónica porque ya había esperado aquello. Y no pensaba intervenir en la refriega. Fran lo había ideado: que se apañara solo. – ¿Te has vuelto loco? -le preguntó Boullant, casi sin voz. – ¡He venido a recuperar lo que me han robado! – ¡Nadie te ha robado nada! – ¡¡Kelly es mía!! -sostuvo Miguel con ferocidad al tiempo que intentaba liberarse. – Entonces, ¡trátala como se merece! – La trataré como se me antoje. El francés avanzó hacia él con los puños apretados. – Cachorro, te estás buscando una buena paliza. ¡Vamos, soltadle de una vez! Lárgate de aquí, Miguel, o uno de mis criados podría meterte una bala en la cabeza. Una vez libre, Miguel trató de calmarse. No era el desenlace que había previsto pero en casa ajena no tenía nada que hacer. Se acercó a la cama y sacó a Kelly de la misma, sin percatarse de que ella no se resistía. – Si volvemos a vernos, Fran, olvidaré que te debo la vida y te mataré. Ese ataque de celos era lo que su amigo había estado buscando. «¡Reacciona, maldito español!», se dijo para sus adentros, restañando una herida en su ceja con la manga de la camisa. – ¿Tanto te importa ella? ¿Que si le importaba Kelly? Le hubiera gustado gritarle que prefería morir a perderla, que la amaba más que a su alma inmortal. Que la necesitaba. Pero se calló. Humillarse después de haber visto cómo se hacían arrumacos no entraba en sus planes. Así que contestó, azuzado por la ira. – Es mi esclava y por tanto de mi propiedad. Puede que hayas disfrutado de ella, pero a partir de ahora vuelve a ser mía. A fin de cuentas, hemos compartido antes a otras rameras. No supo de dónde le vino el puñetazo, pero Fran estaba tan cerca que no resistió el impulso de soltárselo. El golpe fue tan contundente y acertado que Miguel cayó de espaldas, totalmente inconsciente, arrastrando con él a Kelly. Pierre chascó la lengua y la ayudó a incorporarse, incapaz ella de pronunciar palabra. – Lleváoslo a «Belle Monde» -ordenó Fran a sus criados-, o voy caer en la tentación de atarlo al pozo y hacerlo entrar en razón con un látigo. Ve con él, inglesa, le harás falta cuando se despierte. |
Остров Антигуа Нескончаемые ливни нанесли большой материальный ущерб и на острове Антигуа. Жители острова, как и жители других мест, не покладая рук, восстанавливали повреждения, вызванные ураганом. Возможно, поэтому появление на их улицах высокого блондина с легким иностранным акцентом, прошло незамеченным для большинства людей, за исключением трех человек, какое-то время идущих за ним по пятам. Порт-Ройал. Ямайка Эдгар поверх бокала наблюдал за своим собеседником. От только что полученной новости он похолодел, в то время как кровь бурлила в жилах. Сейчас он был в шаге от того, чтобы утвердиться в роли единственного наследника своего отца, всё вот-вот станет его, а тут снова этот испанский выродок, изменник и подлый интриган, вылил на него ушат холодной воды. Мартиника Мигель расстегнул пояс, на котором висела сабля, и, сев за стол, положил его рядом с собой. После ссоры с Келли он был зол, как собака. Он клял себя на чем свет стоит за те глупости, что наговорил ей. Но слово не воробей, и исправлять что-либо было поздно. Проклятье! Куда ни кинь, везде клин. Вся его жизнь вечное опоздание. Ну да, что сделано, то сделано. Слишком многое разделяет их с Келли. a las mil maravillas (= perfecto) – превосходно, отлично |