Ньевес Идальго - Черный Ангел. Глава. 39
Justo entonces les llegó el retumbo de un cañonazo. Dieron un respingo. Venía del otro lado del islote. Algo no iba bien. Dejaron a Armand a cargo de Edgar y sus dos esbirros y corrieron por la playa hasta rodear el peñasco. Un barco fondeado que sin duda pertenecía a los secuestradores estaba siendo atacado por otra nave que enarbolaba bandera inglesa. – ¡Kelly! ¡No! Dos nuevas andanadas levantaron oleadas de agua y espuma, y Miguel no lo pensó dos veces. Tenía que sacar a su esposa de allí. Se desentendió de Fran y Pierre, se lanzó al agua y comenzó a nadar con vigorosas brazadas. Un dolor lacerante en el costado lo mortificaba. Estaban mermando sus fuerzas, pero no podía desfallecer. En su afán por alcanzar la embarcación, no vio que ésta izaba bandera blanca. No se preguntó qué haría una vez en el navío. Y tampoco si sólo estaba acelerando la hora de su muerte, sólo le importaba llegar. Llegar. Iba a poner su cabeza en manos inglesas, pero poco le afectaba si podía salvar a Kelly. Saber que ella estaba tan cerca le insufló el coraje suficiente para no rendirse. A escasas brazadas ya vio a los ingleses sobre el barco tomado y oyó el griterío con que celebraban su victoria. Llegó y empezó a trepar por la cadena del ancla. Antes de alcanzar la cubierta, Miguel se puso el sable entre los dientes y sólo entonces echó una mirada atrás. Fran y Pierre estaban haciendo otro tanto. En cuanto pisaron la cubierta fueron rodeados y encañonados. La escasa tripulación del barco abordado era empujada bodegas abajo. Pero Miguel no era consciente de nada salvo que Kelly corría hacia un sujeto alto y rubio que la acogía amorosamente entre sus brazos y se estrechaban el uno al otro con efusión. Sin embargo, la llegada de Miguel y los suyos llamó la atención del hombre, que, sin dejar de abrazar a la muchacha, reparó en ellos. Kelly también se fijó. Entonces sus ojos se agrandaron y con un grito jubiloso se soltó de él y atravesó la cubierta para ir a su encuentro. Los ingleses, indecisos, bajaron sus armas a instancias del caballero rubio. A Kelly se le salía el corazón por la boca. Después de horas de angustia, todo lo que estaba pasando le parecía un sueño. Creyó que iba a morir a manos de su primo y de aquel español que lo ayudó a secuestrarla; había pasado un miedo atroz pensando que nunca volvería a ver a Miguel. Y de repente, lo más inesperado se hacía realidad: había sido liberada por su propio hermano al mando de un grupo de marineros. Con mano temblorosa acarició el rostro amado que había creído perdido para siempre. Los sollozos se acumularon en su garganta, mezclados con una risa histérica. – Mi amor -susurraba-. Mi amor… También a Miguel el alma se le rompía en pedazos. Teniéndola allí, el horror pasado cayó sobre él como una losa. Le fallaban las piernas, le escocían los ojos, pero ya nada importaba. Cuando ella se le echó al cuello, la tomó de los hombros separándola ligeramente. Necesitaba verse en el espejo de sus ojos color zafiro. – ¿Estás bien? -le preguntó con voz ronca. – Sí, Miguel -dijo ella, besándolo en la boca-. Ahora sí. Se fundieron el uno en brazos del otro, se besaron con el ansia de la ausencia. Tan absortos en sí mismos como si no hubiera nadie más. – Así que éste es Miguel de Torres -dijo una voz profunda, un punto peyorativa. Miguel reaccionó como una cobra, apartando a Kelly y poniéndola a su espalda. Se encaró al otro, tan alto como él mismo, su cabello claro destellaba a la luz de la luna y las farolas de cubierta, un hombre apuesto. ¿Quién era? ¿Por qué Kelly se había abrazado a él? Un aguijonazo de celos se deslizó por entre sus defensas. – Ése es mi nombre. – ¿Tengo entonces el honor de estar frente al famoso capitán de El Ángel Negro? Miguel tuvo la certeza de estar ante un rival, quizá un enemigo. Instó a Kelly a ir hacia Fran y Pierre y asintió, desafiante. – Exactamente. Y por tercera vez en poco tiempo, le propinaron tal puñetazo en la mandíbula que se quedó fuera de combate. Se le doblaron las piernas y cayó como un fardo. El golpe y la pérdida de sangre de la herida lo llevaron a la inconsciencia. Pero antes, aún pudo oír a su esposa nítidamente: – ¡Maldito seas, James! Abrió los ojos con cautela. El sol se filtraba por el ventanal inundando la cámara de luz. Sacudió la cabeza para despejarse las telarañas de la mente y parpadeó quejumbroso. ¡Cristo crucificado! Le dolían hasta las pestañas. Cuando trató de incorporarse, el pinchazo del costado le arrancó un hondo suspiro. Estaba solo en la habitación, pero su pensamiento voló hacia su esposa. – ¡Kelly! Fuera se oían voces airadas y reconoció la de ella. Apretándose la herida del costado, convenientemente vendada, se incorporó hasta quedar sentado. Se abrió la puerta y Kelly entró presurosa, con las mejillas arreboladas y los ojos chispeando de indignación. Tras ella iba el hombre rubio que le había dado el puñetazo. El dolor de la mandíbula demostraba que pegaba duro. Tenía una cuenta pendiente con él, pero ya llegaría el momento de saldarla. Ahora se olvidó de eso. Lo más importante era Kelly, sana y salva. Iban a tener que darle algunas explicaciones, se dijo. – ¡Vuelve a acostarte, cabezota! -lo amonestó ella, haciendo que se recostase de nuevo-. ¿Quién te ha dicho que puedes levantarte? Miguel enarcó las cejas. ¿Por qué estaba de tan mal humor? ¿Y por qué el rostro huraño del tipo aparecía tan complaciente? – No me he olvidado del golpe -le dijo a modo de saludo. – No seas quisquilloso -lo regañó Kelly. Se fijó en ella. Estaba preciosa. Se había cambiado de vestido y su cabellera, recogida informalmente en una cola de caballo, bailaba al ritmo de su cuello-. No fue más que un sopapo. – Que me dejó sin sentido. -Le hablaba a ella, pero se dirigía a él. Kelly calló y empezó a revisar la herida. Los dos hombres se retaban con la mirada, pero mantuvieron un mutismo cargado de desafío. – Pierre nos lo ha contado todo -dijo, cuando hubo terminado-. ¿Cómo se os ocurrió enfrentaros a ellos? ¿Y si hubiera habido más apostados? Todos los hombres sois idiotas, además de insensatos. – ¿Dónde está Armand? -la cortó él, un tanto incómodo por las sucesivas regañinas ante un desconocido. – Está abajo. – ¿Ha traído a esa escoria de Colbert? Hubiera jurado que el rubio se envaraba. Lo miró con más interés. ¿Quién demonios era? ¿Es que nadie iba a explicarle nada? – No -contestó Kelly-. Intentó escapar y Armand tuvo que disparar. Miguel guardó silencio. Ella acababa de darle la noticia sin un ápice de lástima. Como quien habla del tiempo. – ¿Lo lamentas? – No. Pero era mi primo. – ¡Era un hijo de perra que intentó asesinarte! Recordar el miedo pasado por su suerte lo enfureció. Hubiera preferido que Briset no acabara con él. Hubiera querido matarlo él mismo, retorcerle el cuello, despellejarlo y… Acababan de arrebatarle ese placer. Atrapó a Kelly por la cintura haciendo que cayera sobre él y la besó. La amaba y había estado a punto de perderla. No podía pensar en otra cosa. Lo demás poco importaba. Se la arrancaron un segundo después y sus brazos se quedaron vacíos. El rubio empujaba a su esposa hacia la salida. Miguel trató de incorporarse, pero el otro le detuvo: – Su herida le ha restado fuerzas, capitán. No trate de hacerse el héroe. Si se me pone gallito, ni siquiera mi hermana podrá impedir que le parta la cara otra vez, aunque esté en esas condiciones. Miguel ni se movió. Comparó a ambos atentamente y no se creyó lo que veía: el mismo color de pelo, los mismos ojos, facciones idénticas, salvo que en Kelly se suavizaban y en él se mostraban varoniles y severas. – ¿Su hermana? – Eso mismo. Mi hermana. Soy James Colbert, aunque el apellido te repugne -lo tuteó-. A pesar de todo, y en atención a sus ruegos, accederé a hablar contigo. Aunque, créeme, si no fuera por ella… – Jim… – ¡Calla, Kelly! Esto es entre él y yo. Miguel se levantó sin hacer caso de las protestas de su esposa y se quedó sentado al borde de la cama. Estaba mareado y el costado le dolía como mil demonios. No se encontraba en condiciones de enfrentarse a nadie, pero si aquel mastuerzo había ido a reclamarle a Kelly, lo mataría antes de permitir que se la llevara de su lado. – Por lo que veo, no voy a poder librarme de ese condenado apellido vuestro -murmuró. A James le hubiera gustado sobarle la cara, pero el otro no estaba en condiciones. En cambio, tenía algo que decirle. – Mi hermana ha sido deshonrada y voy a exigirte una compensación. Y no puede ser otra que el matrimonio, porque el hijo que está esperando necesita una familia. O eso, o no saldrás vivo de este cuarto. Miguel se tambaleó. Sus ojos volaron de Colbert a ella. Había oído bien, porque en el aire flotaba la densidad del anuncio. ¡Un hijo! Kelly dirigió a su hermano una mirada feroz. ¿Por qué los hombres siempre querían arreglar las cosas a su manera? ¿Por qué no se mordían la lengua alguna vez? ¿Por qué no olvidaban su suficiencia? ¡Condenación! Mientras Miguel se recuperaba, ella había charlado largo y tendido con James, y así se enteró de que las cartas que llegaron a Inglaterra no decían nada de sus quejas, de sus peticiones de regreso a casa. Le quedó muy claro que su tío había revisado su correspondencia y censurado sus escritos. Ella se explayó contándole lo que sucedía en «Promise» y no pudo evitar sincerarse acerca del hecho de que esperaba un hijo de Miguel. Pero más allá de hacerlo partícipe de sus experiencias y su intimidad, él no debía ni tenía que inmiscuirse en sus vidas. ¿Acaso pensaba que iba a tener un bebé sin haberse casado? Se le encendieron las mejillas, porque muy bien podría haber ocurrido así. A Miguel la sangre le bullía. No sabía si gritar de alegría, reprender a Kelly por ocultárselo o ponerse a bailar como un loco. ¡Un hijo! Paladeó su significado porque aún no se lo creía, le parecía un sueño. El pecho le estallaba de amor por la mujer que le había entregado su corazón y que ahora llevaba a su heredero en sus entrañas. Miró a Kelly y se dijo que nunca un hombre había sido bendecido por Dios como lo había sido él. ¿Qué más podía pedirle a la vida? – Mira, De Torres -decía el inglés-, voy a serte sincero. No me agrada que ella se despose contigo, pero el niño es lo primero. Así que casado o cadáver. Tú eliges. – ¡James! Miguel no pudo contener la risa, pero levantó las manos en señal de paz. – Me casaré con ella. -James asintió, algo más relajado-. Me casaré de nuevo si ella lo desea. Cien veces si es preciso. Mi esposa puede pedirme lo que quiera y yo daré mi vida por complacerla. Lamento tu rechazo a tenerme por cuñado, a mí tampoco me hace feliz estar emparentado contigo, pero amo a Kelly y es con ella con quien voy a vivir, no con su familia. Entre las palabras, la excitación y los movimientos, sintió un pinchazo en el costado y se llevó una mano hacia allá. – ¿Te duele? -Kelly se acercó solícita. – Si me besas, lo soportaré -bromeó él. – Eres un demonio -le sonrió. Y lo besó, sin importarle la presencia de su hermano, porque junto a Miguel perdía la vergüenza. James, estupefacto, salió del cuarto como alma que lleva el diablo, pero antes de retirarse le dijo: – No te arriendo la ganancia, español. Es terca como una mula irlandesa. Y tú, Kelly, tienes algo que decirle, no esperes más. Miguel suspiró y la colocó sobre su pecho. Su esposa. Su esposa, su esposa… ¡Qué dulce sonaba aquella música! La besó en la frente, en la nariz, en la barbilla. Y en la boca, de la que nunca se cansaba. – Kelly, Kelly… -musitó junto a su cabello, mientras su mano derecha se alojaba con delicadeza sobre su vientre-. ¿Por qué no me lo dijiste? – Iba a decírtelo cuando regresaras a casa. Pero me secuestraron. Siento que el imbécil de mi hermano me haya estropeado la sorpresa. – Mi amor, eso ya no importa… Me das tanto… – Chis. Calla. Sólo abrázame. Y abraza a nuestra hija. Porque va a ser una niña. -Miguel, colmado de felicidad, asentía. Si Kelly quería una niña, que así fuera-. Pero aún tengo algo que contarte. – Ahora mismo no me interesa nada que no seas tú. Ella se apartó de él y se levantó. – No lo creas. Hay alguien que quiere verte. A Miguel le importaban un bledo las visitas. Quería a su mujer en su cama, volver a hacerle el amor, que sus cuerpos vibraran entregados, embriagarse con su perfume, enredar sus dedos en un cabello sedoso que adoraba. Adivinó que ella también lo anhelaba, se mordía el labio inferior y a él eso lo incendiaba de deseo. Pero no. Lentamente se fue hacia la puerta, que apenas entreabrió. Una mano tostada asió la hoja desde fuera. Miguel no podía ver de quién se trataba, porque el pasillo estaba en penumbra, pero, por alguna razón, su corazón empezó a latir más de prisa y se incorporó. Kelly salió, cómplice y dichosa, y le tiró un beso con los labios. Pero Miguel ya no lo vio. No podía ver nada porque una figura alta, de cabello rubio oscuro y mirada traviesa se enmarcó al contraluz de la entrada. A Miguel se le escapó la sangre de la cara y el corazón golpeó en su pecho como el retumbar de cien cañones. Quiso hablar, pero las palabras formaban un nudo en su garganta. No podía moverse, era como si le hubieran clavado. La sensación de un vahído acrecentó su mareo. No podía dar crédito a sus ojos, por fuerza tenía que estar soñando. Le llegó una voz de cálidas resonancias que se ciñeron a su corazón, haciendo definitivamente añicos la coraza de odio y venganza con que lo había amordazado hacía ya mucho tiempo. – Que mamá no te vea con ese arete en la oreja, hermano, o la matarás de un disgusto -oyó que decía-. Aunque no te queda mal, pareces un verdadero pirata. Miguel notó el sabor salobre de sus lágrimas en los labios. Y nunca se enorgulleció tanto de poder llorar. Porque Diego estaba allí, lo tenía delante. Y era real. Completamente real. No el fruto de su delirio. La agonía de su pérdida se diluía ahora en la bruma del pasado, su presencia lo liberaba de los demonios que tanto lo habían atormentado tras su muerte. Ante él se abría de nuevo el telón de la esperanza y una euforia desmedida se apoderó de su ser. Lo ahogaba la dicha y sólo acertó a decir: – Hola, renacuajo. Diego había cambiado. ¡Virgen, si lo había hecho! Apenas si reconocía al muchacho sensible, un poco alocado, enamorado de la vida, que lo seguía a todas partes y por el que se partía la cara cuando era un alfeñique. Ahora era un hombre. Independiente y decidido, maduro para librar sus propias batallas y ganarlas. Pero a Miguel no acababa de gustarle lo que veía en su persona. Su hermano no era el mismo. Quizá fuera el resentimiento de quien ha estado sometido a las penurias y el látigo. Un ser condenado a destierro, convertido en carne de presidio, víctima de una muerte asesina de la que se libró de milagro. La había visto incluso más cerca que él mismo. No, ahora ya no eran tan diferentes. Eran dos vagabundos. Los unían más lazos que antes, pero en Diego percibía cicatrices que provenían del alma y eso, indefectiblemente, los alejaba. ¿Dónde se habría quedado el muchacho divertido que cabalgaba como un loco y el romántico al que le gustaba sentarse en el pórtico de su casa para ver ponerse el sol? ¿Dónde estaba el chico enamoradizo? ¿Dónde estaba Diego de Torres? Lo que ahora tenía delante era un individuo frío, endurecido por tanto mal como había sufrido. Pero ¿acaso él era distinto?, se preguntó. Hizo a un lado sus erráticos pensamientos para centrarse en lo que su hermano le estaba diciendo. – Cuando decidí regresar a España, desembarqué en el puerto de Cartagena como un marino más, bajo el nombre de Simón Drende. Fue Alonso de Arribal el que me escondió y me puso en el camino correcto para seguirle la pista a nuestro tío -le contaba. – ¿El abogado de padre? -preguntó Miguel, un tanto sorprendido. – En efecto. Sabes que papá nombró al tío administrador de algunas de las fincas. Pero don Alonso conoce, desde siempre, las finanzas de nuestra familia. Le extrañó que se incrementaran unos saldos que no salían de sus propiedades e investigó por su cuenta. Las amistades que frecuentaba nuestro tío no le acababan de convencer. Así que, siguiendo su instinto de sabueso -a Miguel le hizo gracia, porque él siempre había dicho que Arribal parecía eso, un sabueso-, contrató a un sujeto para que le siguiera los pasos. Descubrir su traición con el buque Castilla fue cuestión de tiempo. – Yo jamás imaginé su traición. – Tampoco padre. Ni yo. – Todo parece una locura. – Pero es tan real que apesta -asintió Diego-. Sin ti, no encontré otro camino que volver a casa, aunque pesaba sobre nosotros la cárcel, o la horca, si pisábamos suelo español. Y el riesgo mereció la pena, porque regresé a tiempo de enterarme de las pesquisas de don Alonso y él me puso sobre aviso.– ¿No se lo contó a nuestro padre? – Le pedí que no lo hiciera. Papá acababa de tener una recaída. Nada de lo que debamos preocuparnos -lo tranquilizó-. Pero demasiado había sufrido ya el viejo como para enterarse de que su hermano… que su hermanastro -rectificó– era el hombre que había provocado el destierro a sus hijos. Miguel se pasó la mano por el pelo y suspiró. ¿Hasta dónde se podía llegar impulsado por la codicia?, se preguntó. – Y tomaste cartas en el asunto… – Tú no estabas. -Lo dijo como si se disculpara-. Alguien tenía que intentarlo. Salí de España sabiendo que Arribal emprendía ya una campaña para limpiar nuestro nombre ante el rey. Y, avatares del destino, una pista de nuestro tío me llevó de nuevo hasta Colbert. Miguel no perdía detalle ni de su hermano ni de lo que decía. Por eso lo sorprendió que cuando Diego hacía referencia al inglés, al hombre que quiso matarlo, lo hiciera casi como de pasada, como si fuera un episodio más de su relato. Sin embargo, él veía, y era lo que le preocupaba, que la mirada de Diego se había vuelto más oscura. No había en él resentimiento, pero sí una inquina que no había desaparecido ni siquiera tras la muerte de Edgar Colbert. Y supo que aquello le estaba pudriendo por dentro. – ¿Cómo es que te uniste a James? Diego reclinó la cabeza en el respaldo del sillón y calló un momento. Luego, prorrumpió en carcajadas. Se palmeó la rodilla varias veces hasta que se calmó, apuró el contenido de su copa y se levantó para servirse más. De pie, con el horizonte de fondo, continuó: – A este lado del mundo los ocasos son majestuosos, ¿te has dado cuenta, hermano? -Se medio volvió. – Continúa, por favor. – Haces muchas preguntas. – Y quiero muchas respuestas. Diego asintió y volvió a sentarse. – Mi barco sufrió desperfectos por el ciclón que asoló el Caribe. Me urgía otro para no interrumpir la búsqueda y ese estúpido inglés estaba donde yo necesitaba y en el momento oportuno. Lo asaltaron, le salvé la vida y le exigí su nave, así de simple. ¡Jesús! No he visto a nadie más terco, te lo juro. Se negó en redondo, claro, y estuve a punto de matarlo yo mismo al enterarme de quién era. Pero él buscaba a Kelly y yo nunca olvidé a la única persona de «Promise» que hizo que nos sintiéramos como seres humanos cuando no éramos más que unos desgraciados, carne de cañón. James afirmaba que no pararía hasta encontrar al hijo de perra que había raptado a su hermana, un español que capitaneaba El Ángel Negro. No dudé que debíamos aunar nuestras fuerzas. Te asombraría lo fácil que resultó dar con nuestras presas. ¿Te acuerdas de Andreas Haarkem? – ¡Claro! Era un buen amigo de papá. Pasó una larga temporada en casa cuando éramos unos críos. Y nuestros padres mantuvieron contacto con él hasta que murió, hace unos… ¿diez años? – El mismo -confirmó Diego con una sonrisa lobuna-. Pues nuestro tío utilizaba su nombre para sus correrías. Cuando un confidente lo nombró, ya no tuve dudas: habíamos dado con ellos. El resto fue como un juego de niños. – Y llegasteis a tiempo de salvar a mi esposa. – No me pongas la etiqueta de héroe, hermanito -rezongó el otro-. Mi única intención era poder degollar por fin a Edgar Colbert y arrestar a nuestro tío para devolverlo a España cargado de cadenas. Tu llegada y la de tus amigos fue toda una sorpresa. Siento no haber podido librarte del puñetazo que te sacudió James, pero admito que tenía sus razones; a fin de cuentas, habías raptado a su hermana. Desde abajo, en el salón, les llegaban los ecos del bullicio. Todos, excepto ellos, estaban reunidos allí. Kelly, como él mismo, se había retirado al estudio para hablar con su hermano a solas, pero, al parecer, su conversación había finalizado y el inglés sabía cómo amenizar una tertulia, dado que su voz se imponía sobre todas. Bien, se dijo Miguel. Su hermano pequeño había solventado el problema y limpiado su nombre en España. Pero él aún tenía un asunto que resolver, y era más espinoso, porque su futuro estaba en juego. – Bajemos -le dijo a Diego-. Hay que aclarar varias cosas aún, renacuajo. |
В этот миг до Мигеля и его друзей с другой стороны островка донеслись отзвуки пушечной пальбы, и они вздрогнули. Что-то здесь было неладно. Оставив Армана сторожить Эдгара и двух его приспешников, друзья побежали по пляжу вокруг скалы. Стоящий на якоре корабль, без сомнения принадлежащий похитителям, был атакован другим судном, над которым реял английский флаг. no te arriendo la ganancia – не хотел бы я быть на твоем месте |