Ньевес Идальго - Черный Ангел. Глава. 31
El corazón de Kelly se disparó. Le retumbaba con tanta fuerza en los oídos que el bramido de los piratas ante el reto apenas fue un susurro lejano. Un sudor frío le recorrió la espalda. No podía moverse. Otra vez era moneda de cambio. La mirada de Miguel fue la más fría y despiadada que ella le hubiera visto nunca. De una patada, quitó del medio la mesa que le estorbaba con un estrépito de jarras rotas y fuentes de comida dispersa. Los capitanes tomaron posiciones, formando un corro a su alrededor, y los hombres se hicieron hueco para ver la pelea. Ninguno iba a perderse ni un detalle. – ¡A muerte, Adrien! -se oyó decir a Miguel. Depardier fue el primero en sacar el sable y retrocedió, buscando espacio, provocando a su contrincante. – Vamos -le llamó, agitando los dedos de una mano-. Estoy deseando que pruebes mi acero. – Esta vez no va a ser una simple disputa por un grumete -lo avisó Miguel. – Desde luego que no, hijo de perra española -lo retó el otro, envalentonado por el ánimo con que lo jaleaban sus hombres-. Esta vez voy a partirte el alma y me quedaré con esa puta y con tu nave. – Hablar, hablar… -Se rió Miguel-. Es lo único que sabes hacer. Deja de rebuznar y pelea. Kelly ataba cabos a toda velocidad. ¿Un grumete? ¿Timmy? ¿Así que aquel individuo era el capitán Depardier? Se libró de su parálisis cuando sonó el chirrido de los sables tanteándose. Se desembarazó del brazo de Virginia, que intentó retenerla, y se abrió paso ente la marabunta chillona hasta conseguir acercarse lo suficiente. La angustia la asfixiaba, no podía pensar, aterrorizada ante el hecho de que Miguel se batiera a muerte. Asomó la cabeza por encima del hombro de un tipo más bajo que ella y ahogó un grito al ver al francés atacar. Se tapó la boca con los puños y se quedó sin aliento cuando el filo del acero pasó a milímetros del cuello de Miguel. Zarandeada por aquella turba sedienta de sangre, empujó, codeó e incluso pisoteó para hacerse hueco. No quería ver la pelea, pero tampoco podía dejar de hacerlo. Tenía el corazón en un puño y la tensión, la desesperación y el espanto suponían una mezcla explosiva que amenazaba con ahogarla. Reprimió las ganas de gritar que pararan aquella locura y apretó los párpados con fuerza en el siguiente lance. Elevó una plegaria por la vida de Miguel. Oyó un abucheo general y centró su atención en la pelea, arañándose las manos sin querer. Miguel paró un golpe y lo devolvió con renovadas energías, obligando a Adrien a retroceder. Para tranquilidad de la muchacha, el antiguo esclavo de «Promise» se mostraba como un contrincante experto, combatía con rapidez y se enfrentaba al otro sin un atisbo de indecisión. No le cabía duda de que no sería una presa fácil. Pero el modo en que se hostigaban los rivales y el propio fin de la pelea, a muerte, la colocaba al borde del síncope. Estremecida, seguía cada movimiento de Miguel con los ojos muy abiertos, ganando poco a poco confianza, asombrándose de su bravura y su determinación, de su extraordinario manejo del sable. El acero de Depardier se acercaba una y otra vez al cuerpo de su rival, los filos producían al chocar un chirrido escalofriante, cada ataque era perfectamente ejecutado. Ni siquiera James, su hermano, manejaba el florete con tanta soltura en sus entrenamientos. Pero se sobresaltaba a cada impacto y le costaba mantenerse en pie. Se tapó los oídos para no escuchar los aullidos que inundaron la taberna ante una acometida intrépida de Depardier que le hizo un pequeño tajo a Miguel en el brazo izquierdo. Ciega de espanto, suplicó para que la herida no mermara sus fuerzas. Pero sólo era un pequeño corte del que él no se dio ni cuenta. Sin embargo, al francés, la pequeñísima victoria le sirvió para envalentonarse más, arropado por los jaleos de sus hombres. Las apuestas subieron a favor de éste, situándose en cuatro a una y a Kelly se le nubló la razón. A ella le parecía que Miguel luchaba como un maestro, pero si apostaban en su contra era porque debían de conocer las debilidades de los que se enfrentaban. ¿Pensaban entonces que él podía perder? Era la primera vez que asistía a un combate de aquella índole y no sabía nada, excepto el nombre de algunos golpes que oyera a su hermano. Pero una cosa le quedaba clara: el francés tenía el rostro sudoroso y con cada estocada resollaba, mientras que Miguel parecía encontrarse firme y apenas se le notaba la agitada respiración. – ¡Tres doblones por el capitán Depardier! – ¡Doblo tu apuesta, Vernignan! – ¡La triplico! -gritó otro marinero. – ¡Estupendo! Me tiraré a unas cuantas furcias con vuestro dinero, muchachos. Un estruendo de risotadas festejó la apuesta y Kelly se encontró de nuevo estrujada entre los cuerpos sudorosos y malolientes de los espectadores. Estaban tan interesados en el resultado de la contienda, que ni se dieron cuenta de su presencia entre ellos. En uno de los lances, Miguel trastabilló y perdió el equilibrio, pero aún tuvo reflejos para parar el golpe que se le avecinaba desde el suelo y barrer con su pierna la de apoyo de Adrien. A cada minuto que pasaba, la respiración del capitán de El Ángel Negro se volvía más trabajosa, pero el francés bufaba y jadeaba medio ahogado. Su corpulencia no lo favorecía en una pelea larga y lo sabía, por eso trataba de acabar cuanto antes. A Kelly le rodearon el talle. Se revolvió como una serpiente y se encontró con un dedo en los labios que le rogaba silencio. La mirada clara de Pierre Ledoux se clavó en ella. Sonriente, la acercó más a su costado y le murmuró al oído: – Tranquila, preciosa. Miguel sólo se está divirtiendo. – ¿Y cree que batirse es divertido? Ustedes son todos unos maldito salvajes -respondió ella, dándole la espalda y concentrándose en la pelea. Pierre enarcó las cejas detrás de aquella gata. ¡Ah, Señor! Era magnífico. La dulce señorita inglesa tenía más redaños que algunos de los hombres bajo su mando. Y Miguel iba a pasarlas moradas si pretendía domarla. Ni ella intentó retirarse de la protección que le ofrecía, ni él hizo amago de soltarla, porque la lucha se encarnizaba cada vez más. Miguel se había levantado y esperado, caballerosamente, a que su enemigo recobrase la verticalidad. Kelly lo llamó imbécil para sí misma, segura de que Depardier no hubiera actuado con tanta gentileza. Eso sí, se fijó en que la media sonrisa que Miguel había esbozado hasta entonces se había esfumado. En su lugar, anidaba una mueca fiera que presagiaba una violencia desmedida e incontenible. Como si anunciara muerte: la de Depardier. Y no se equivocó. Miguel arremetió con dos mandobles terroríficos que hicieron recular al francés. Luego, como si de un baile se tratara, giró sobre sí mismo, se cambió el sable de mano, lo que desconcertó a su adversario y, adelantando la pierna izquierda, le lanzó una estocada. Depardier sintió que el acero penetraba en su pecho, una punzada que le arrebataba la vida. Sus ojos pardos se abrieron desmesuradamente clavándose en los de Miguel, el maldito español que acababa de enviarlo a los dominios de Satanás. En la taberna, se hizo un silencio sepulcral. Acto seguido, Depardier cayó y se desató la algarabía. La de quienes habían apostado por su muerte. Hasta que el estampido de un disparo los sumió a todos de nuevo en el mutismo. Miguel se revolvió en busca de su procedencia y Kelly se tapó los oídos con las manos, porque la detonación había sonado muy cerca de su cabeza, a su derecha. El contramaestre de Depardier, sable en mano y con un feo agujero entre los ojos, se derrumbó junto a su capitán. Pierre sopló el cañón de su pistola y dijo para que todos lo oyeran: – ¡No me gustan los perros que muerden por la espalda, caballeros! Si alguno no está de acuerdo, puede decirlo ahora. – O callar para siempre -apostilló Miguel, recibiendo ya múltiples palmadas de felicitación. Agradeció la intervención de su camarada con una inclinación de cabeza y sus ojos volaron hacia Kelly, la tabla de salvación a la que se aferraba cada vez con más fuerza. Se subió a una mesa y se dirigió al auditorio: – ¡Escuchadme! ¡El barco de Depardier es mío! -dijo-. Él intentó que mi tripulación me traicionara y ahora está muerto. Si alguno de vosotros quiere marcharse, es libre de hacerlo. Los que se unan a mí, seguirán en el Prince y obtendrán la misma parte de botín que mis hombres. El mundo pareció estallar alrededor de Kelly y agradeció a Ledoux que la sacara de aquel caos. Se sentía mareada. Y muy irritada con Miguel. Podía haber acabado con Depardier en un minuto y, sin embargo, la había hecho sufrir lo que a ella le pareció una eternidad. Los piratas volcaban su fidelidad en quien les pagaba. Sobre todo en quien les pagaba bien. Nadie se preocupó de los cadáveres de Depardier ni de su fiel contramaestre hasta que el propio Boullant ordenó a gritos que sacaran de allí a aquella escoria. Entonces, Miguel invitó a una ronda a todo el que quisiera beber a su salud. Kelly permanecía sentada, con la espalda apoyada en la pared. Sus amigas hablaban alteradas, pero ella no las escuchaba. El mal humor manejaba los hilos de su mente. Miguel iba a pagarle el mal rato que le había hecho pasar. ¡Vaya si se lo iba a pagar! Pero una mano amistosa se dejó caer sobre su hombro acompañada de una sonrisa fulgurante. Allí estaba él, osado, suficiente. Se había jugado la vida como si se tratara de una simple apuesta. ¿Qué le esperaba junto a aquel hombre? ¿Cuántas veces tendría que comerse los nudillos mientras él se divertía peleando? ¿Iba a saber vivir temiendo por Miguel a cada paso? Tenía ganas de insultarlo, de marcarlo con las uñas. ¡Tenía ganas de matarlo! – Vamos, princesa. Tengo una habitación reservada -oyó que decía. Aceptó su mano, como una beoda, sin oposición, para seguirlo escalera arriba. No veía ni por dónde pisaba. Él aceleró el paso como si estuviera ansioso por llegar. Pero en los oídos de ella aún resonaban los envites traicioneros, el chocar de los aceros y el estertor de muerte de Depardier, que muy bien podría haber sido el de Miguel. Cuando éste cerró la puerta de la habitación, la rodeó con sus brazos y apoyó el mentón en su cabeza, a ella le sobrevino un llanto histérico. ¡Dios! Había estado tan cerca de perderlo que aún le temblaban las manos. – No vuelvas a hacerlo -hipó, mientras él se bebía sus lágrimas a besos-. ¡Nunca vuelvas a hacer eso! Miguel seguía sonriente, como si no diera importancia a lo que ella decía. Kelly se revolvió y lo empujó. ¡El muy cabrón estaba pasándolo realmente bien! – ¿Tanto te preocupa que me maten, pequeña? -se jactó él, intentando abrazarla de nuevo. Airada de verdad lo empujó una y otra vez hasta hacerlo chocar contra el tabique. Cerró el puño y, como una consumada pugilista, aplicando toda su fuerza, lo alcanzó en pleno mentón. Miguel bizqueó y se sujetó la mandíbula, absolutamente desconcertado. – ¡Hijo de puta! -lo insultó como poseída-. ¡Por mí, condenado asno, podían haberte atravesado el alma! Tres días después, partieron por fin hacia la isla de La Martinica, con una Kelly aburrida, haciendo planes para instalarse allí. Apenas vio a Miguel durante esas jornadas, durante las cuales él se ocupó de su nuevo barco, el Prince, y sus marinos, así como del reparto del botín robado a Inglaterra. Casi toda la tripulación de El Ángel Negro y del Prince decidió quedarse en Guadalupe para disfrutar de sus ganancias, mientras ella afrontaba ilusionada el corto viaje hacia su destino final. La Martinica era una preciosa isla de aguas de color esmeralda, exuberante follaje y calas de arena blanca que se adentraban en el ondulado verde de las laderas. El pequeño puerto donde echaron el ancla, repleto de colorido y tan activo como el de Guadalupe, era un lugar tranquilo y acogedor, cosa que agradeció, después de tantos días de navegación y avatares. – La población es una mezcla de caribes, arahuacos y franceses -le comentó Armand cuando atracaban. A ella le encantaron las pequeñas embarcaciones de vivos colores, las plegadas velas blancas, el ajetreo, las voces de los descargadores, la algarabía de los chiquillos. Le llamó poderosamente la atención un edificio grande, pintado de blanco, que ocupaba buena parte del puerto. – Es la sede de la Compañía de las Indias Occidentales francesas -le explicó Miguel, detrás de ella, tan cerca que podía oler su aroma-. Los escasos colonos de la isla almacenan ahí el producto de sus cosechas, y yo espero poder hacerlo el año próximo. – ¿Tienes una hacienda? -se asombró. Se medio volvió para comprobar si le tomaba el pelo y se arrepintió de inmediato. ¡Si sería tonta! Le había echado de menos y ahora comprendía por qué había estado tan ocupado. – Podríamos decir que es un proyecto de hacienda, pero en esa línea vamos. No es gran cosa todavía, aunque ahora que tengo dos barcos bajo mi mando podré ampliar la propiedad. ¿Crees que Roy habrá terminado de preparar los campos, Armand? – Seguro que sí, capitán, ese tipo sabe lo que se hace. Si me agrada lo que veo, hasta yo podría intentar hacerme con una casa e imitarlo. Kelly no se hacía a la idea. ¿Armand Briset trabajando la tierra? Le hizo cierta gracia, porque no imaginaba a aquel hombretón doblando el espinazo sobre los surcos. A su lado, Lidia, que no se despegaba de él un momento, parecía una muñeca. Podía ver al francés sobre la cubierta de un barco, batallando o mezclándose con tipos de mala catadura, pero se le hacía difícil figurárselo como hacendado. Claro que todo hombre tiene derecho a elegir su destino y, en algún momento, tendría que abandonar la piratería. ¿Cuándo decidiría también Miguel que ya estaba bien de arriesgar la vida? A lo lejos había montañas y se adivinaba que era una isla de origen volcánico. Desde el puerto, atravesaron caminos flanqueados por marañas de helechos, árboles de caoba altísimos, cocoteros y multitud de palmeras. Era un estallido de color y fragancias que se mezclaban y la aturdían, hechizándola. Lilas y orquídeas, algunas flores que desconocía… Kelly descubrió, entusiasmada, algunos colibríes de intenso plumaje. Y se maravilló cuando bordearon un sendero y Briset señaló hacia abajo, hacia la costa, donde se extendían los fantásticos arrecifes de coral blanco, rojizo y azul. Las tierras de Miguel se veían fructíferas. Y la casa, que parecía haber avanzado a buen ritmo, se encontraba cerca de una playa de arenas blancas y aguas cristalinas. Era una construcción de dos pisos blanca y cuadrada, sencilla, de tejado rojo y amplios ventanales. Una balconada rodeaba toda la planta superior y tanto a ambos lados del camino de acceso como de la escalera que ascendía hasta la entrada principal, multitud de parterres cuajados de flores dulcificaban la estructura con su colorido. Aquello tenía que ser fruto de la mano de una mujer y un acceso de celos embargó a Kelly. ¿No tendría Miguel a alguna amante a cargo del lugar? Tampoco resultaría tan extraño, dada la acogida que le habían dispensado al llegar a Guadalupe. Hizo un esfuerzo por desterrar ese pensamiento; de ser así, no habría ido allí con ella. A Kelly le encantó el entorno. Cuando estuviera terminado del todo, la propiedad iba a resultar majestuosa. Varios trabajadores se afanaban en la techumbre y, a espaldas del edificio principal, otra cuadrilla se ocupaba de la estructura de lo que podía ser el granero; más allá, aún había otros trajinando en lo que debían de ser las caballerizas. – ¿Qué es aquel edificio? -le preguntó a Miguel llena de curiosidad, mientras él le tendía la mano para ayudarla a bajar del landó. – Armand me dio la idea de que debía tener un almacén para los productos. Bueno, ¿qué te parece mi pequeño paraíso? Él se enorgullecía de lo que mostraba y ella no contestó de inmediato. Sus ojos lo examinaron todo. El pulcro y cuidado jardín que rodeaba el edificio serpenteaba entre recortados setos y millares de flores. Algunas palmeras flanqueaban el camino de entrada y proyectaban sombra sobre un cenador agradable y coqueto. – Es muy bonito. Y lo será más con algunos pequeños detalles, una vez esté terminado. Miguel - dijo de repente-, me gustaría cuidar el jardín. Había pronunciado su nombre con tanta dulzura que el corazón de él comenzó a retumbar como un tambor. – Si te quedan fuerzas… En cuanto descendieron, una pareja se les aproximó rauda. Él, con una herramienta en las manos y ella limpiándose las suyas en un delantal inmaculadamente blanco. Ambos de mediana edad y mulatos. Pantalón y camisa blancos el hombre, mientras que la mujer vestía de colores vivos; su cabello negro recogido bajo un pañuelo y conservaba aún un rostro juvenil. A Kelly le gustaron en seguida. – ¡Bienvenidos! Capitán, señor Briset… -saludó él-. Los esperábamos ayer. Gedeón nos trajo noticias de su atraque hace días en Guadalupe. – Siento haberme retrasado. -Miguel estrechó con fuerza la mano que el hombre le tendía-. ¿Cómo va todo por aquí? – Las tierras están listas, señor -se anticipó la mujer, sonriendo de oreja a oreja y sin quitar ojo a las dos muchachas-. Pero han de hacerse algunos cambios en la cocina, capitán, porque como le he dicho a Roy… – Mon Dieu! ¡No molestes al amo con esas cosas, mujer! – ¡Hay que hacer esos cambios! -insistió ella. – Eso ya lo estudiaremos. – Se harán. – Y yo te digo que ya lo veremos. – Por descontado que lo veremos -refunfuñó la mujer, dándole un codazo en las costillas-. ¡Peleón impertinente! Deja que yo arregle eso con el capitán y… – Os presento a Roy y a su esposa, Veronique -los cortó Miguel-. Son quienes cuidan de la casa y de mis propiedades. Como podéis ver, son una pareja bien avenida -bromeó, al tiempo que besaba a la mulata en la mejilla. Veronique se ruborizó ligeramente, se colocó bien un mechón que le había escapado del pañuelo y se inclinó ante las invitadas a modo de saludo. Su esposo se limitó a bajar ligeramente la cabeza. – No hagan caso al capitán, señoritas. Le encanta burlarse de nosotros cuando discutimos. Estamos encantados de que estén aquí. – Ella es Lidia -la presentó Armand, enlazándole el talle. – ¿Y la señorita? ¡No me diga que ha sentado la cabeza, señor! -En los ojos de Veronique se adivinaba la impaciencia-. ¡Claro que sí! ¿Por qué, si no, iba a traer a una damita así aquí? ¡No sabe qué alegría nos da, capitán! Porque… es su esposa, ¿verdad? Kelly notó que él se ponía tenso. Retiró en seguida el brazo que le había pasado por los hombros y ella no se atrevió a mirarlo directamente, mientras esperaba su respuesta con el corazón en un puño. ¿Cómo iba a presentarla a aquellas gentes? No era su esposa, pero había compartido su lecho varias veces desde que abordaron el Eurípides. El bochorno puso un tono melocotón a sus mejillas, y bajó la cabeza para clavar la vista en la punta de sus zapatos. El corazón le latía con fuerza aguardando la explicación de Miguel. Se moría de vergüenza. ¿La presentaría como su amante? Porque, si era así, no podría mirar a la cara a aquellas gentes. Miguel libraba una lucha interior. ¡Su esposa! Sí, en sus delirios durante la travesía había imaginado a Kelly como su mujer. Pero no lo era. Más de una vez se preguntó qué habría contestado ella de haberle propuesto matrimonio. El miedo a su respuesta lo había retraído. ¿Qué podría contestar a una petición tan descabellada? Ella era una dama y, según sabía, de una de las mejores familias inglesas. Unirse a un hombre sin futuro y sin patria, antiguo esclavo, dedicado en esos momentos al pillaje, dudaba que entrara en sus planes. Simplemente, no creía que fuera admisible para ella. Así que, como un madito cobarde, tomó el camino más fácil: – No. Ella es… -la miró un segundo-… mi esclava. A Veronique se le escapó una exclamación y Kelly clavó de golpe sus ojos en él, llenos de veneno. – ¿Esclava? -se atrevió a preguntar Roy-. Pero, capitán, usted no tiene… -No acabó la frase, porque vio la mirada sombría de Miguel. Movió la cabeza de un lado a otro lamentando aquella actitud desconocida. Se produjo un silencio tenso y expectante. Todos sin excepción estaban pendientes de él. Briset lo miraba como si quisiera soltarle un sopapo; Roy y Veronique, sin creerse lo que acababan de escuchar, y Lidia, simplemente, con lástima. Y Kelly… A Miguel le dolió más el reproche de sus ojos tan azules e indignados que los golpes que recibió en «Promise». Estaba tensa como una cuerda de violín. Su rostro había perdido el color y no era capaz de mirar a nadie salvo a él. Se le había formado un nudo en la garganta. Como humillación, aquélla se llevaba la palma. No era el momento, pero se daban todas las condiciones para haberle cruzado la cara. Hubiera gritado de frustración, sin embargo, recurrió a su flema inglesa, alzó el mentón y permaneció orgullosa y en silencio. – Supongo que se trata de una de sus bromas, capitán -dijo Veronique, mucho más directa y menos dada a seguirle la corriente que su esposo. Miguel endureció la mandíbula. Se maldijo una y mil veces por saberse un consumado cretino. Ahora le tocaba lidiar con la criada respondona. No era lo que hubiera debido responder, pero ya era tarde para rectificar. ¡Y qué demonios! Kelly Colbert no era más que su esclava. ¿No se lo había prometido a la memoria de Diego cuando se encontró con ella a bordo de la nave inglesa? ¿No juró que pagaría por todas las afrentas de su familia? Se encontró terriblemente solo e indefenso allí en medio, con todos escrutándole como si fuera un bicho raro. – No. No es ninguna broma. Y se llama Kelly Colbert. Luego, a paso vivo, se alejó hacia la casa, perdiéndose en su interior. Avergonzada, sin saber qué hacer o decir, Kelly sintió unos enormes deseos de echar a correr y perderse en la jungla que se abría a poca distancia. – No le haga caso, señorita -dijo Veronique, asumiendo el mando de la incómoda situación-. Seguramente el amo no tiene uno de sus días buenos, le pasa con frecuencia. – Pero es un buen amo, mademoiselle -afirmó Roy, como si con eso pudiera tranquilizarla. – Tú le aprecias demasiado -gruñó Briset antes de seguir los pasos de Miguel-. Porque hoy acaba de comportarse como un jodido asno. |
Сердце Келли замерло, а затем его стук стал отдаваться в ушах с такой силой, что восторженный рев пиратов перед дуэлью был всего лишь отдаленным шорохом. По спине Келли тек холодный пот. Она не могла даже пошевелиться – она опять была разменной монетой. marabunta – толпа возбужденных людей |