Ньевес Идальго - Черный Ангел. Глава. 13
Diego de Torres parecía haber aceptado ya que los trabajos forzados y la esclavitud formaban parte de su vida. Llevaba días en que apenas hablaba con nadie y Miguel comenzó a preocuparse de veras por él. Si en el pecho de su hermano seguía anidando el ansia de libertad y el odio por los que los habían esclavizado, conseguiría que se le uniese en su fuga cuando el momento fuera propicio; sin embargo, si Diego se encerraba en la apatía, sería imposible conseguirlo. Y, desde luego, Miguel no pensaba abandonarlo. Se culpaba por no haber sido capaz de salvar a Carlota y evitarle a Diego la ignominia de aquella nueva vida. Siempre había sido una especie de guardaespaldas para él, vigilando que no se metiera en problemas o sacándolo de ellos. Pero ahora le había fallado y repetirse hasta la saciedad que nada pudo hacer contra los piratas de Morgan no apaciguaba su dolor. Pero sin que Miguel lo intuyera, Diego estaba muy lejos de dejarse doblegar. Guardaba para él, eso sí, su sed de venganza y su odio, por miedo a las represalias contra su hermano. Pero un vaso que se llena demasiado, al final rebosa, y las constantes humillaciones, los castigos, el desprecio, los abusos, el miedo escrito en la cara de cada esclavo… todo eso impulsó al joven a una respuesta desesperada. Días atrás, los habían destinado al desbrozado y mejora de un camino algo alejado de la plantación, hacia el sur de la isla. Oían comentar a los capataces que ese camino les ahorraría mucho tiempo en el transporte de la mercancía hasta el puerto. Pero no era una tarea nada fácil. En aquella zona, no había campos ni matorrales, como en el área occidental, sino una verdadera selva tropical que se extendía a lo largo de la costa. Las primeras jornadas resultaron demoledoras para los esclavos que, a golpe de machete, consiguieron abrir brecha espoleados por las correas de sus carceleros. De allí en adelante, el trabajo sería algo más fácil, aunque Miguel estaba convencido de que, para entonces, Colbert idearía alguna otra tarea para él y su hermano para deslomarlos. Intentaba matarlos trabajando y no lo disimulaba, como tampoco su hijo Edgar lo hacía con su afición por las jóvenes esclavas negras o mulatas. Y eso fue precisamente lo que desencadenó la tragedia para Diego. Desde que comenzaron aquella labor vial, Edgar Colbert vigilaba en persona cada tramo ganado a la selva, disfrutando de vez en cuando zahiriendo a alguna de las chiquillas encargadas del reparto del agua y la comida de los trabajadores. Una de estas muchachas, una preciosidad de piel oscura que atendía por el nombre de Phoebe, nacida en esclavitud y adquirida por Colbert meses atrás, tenía apenas trece años. Constantemente trataba de pasar inadvertida para el amo, pero sus ojos de halcón libidinoso no se apartaban de sus incipientes formas de mujer. A pesar de su corta edad, ya era espigada y esbelta y un estímulo para el inglés, cerdo lujurioso. Edgar la llamaba, le pedía agua y la manoseaba con descaro. La niña, abochornada por tales toqueteos, le servía con rapidez y se alejaba presurosa. Al caer la tarde de aquel día, Edgar había bebido más de lo que acostumbraba. Lo había estado haciendo desde el amanecer, angustiado por una deuda de juego contraída días antes en un burdel de Port Royal. Los propios capataces hablaban de una cantidad tan elevada que el viejo Colbert despellejaría a su hijo si tenía que pagarla. Y Phoebe se convirtió aquella aciaga tarde en el centro de atención del joven. Recostado en una roca junto al acantilado, Edgar perdió interés por el trabajo de los esclavos y la llamó. La chica acudió con prontitud y le escanció agua en un vaso de peltre. – Deja el cántaro. – Amo -respondió ella bajando los ojos-, aún debo dar de beber a los que están talando. – Te he dicho que dejes el cántaro. Temerosa, hizo lo que le ordenaba sin atreverse a alzar la mirada hacia él. – Quítate la blusa. Los ojos almendrados y negros de Phoebe se abrieron de miedo. Sabía por otras muchachas cómo las gastaba el amo Edgar cuando se encaprichaba de una de ellas. Decían que en el acto sexual era una bestia, sobre todo cuando se emborrachaba. Phoebe era virgen y no pudo disimular su repulsión. Precisamente esas actitudes enfebrecían al inglés. – Amo Edgar, por favor… Éste se incorporó despacio y su estatura la amedrentó. La chiquilla retrocedió un paso. Pero él se mostraba despiadado, con un desdén que le torcía la boca. Súbitamente, alzó la mano y cruzó la cara de la niña. La fuerza del golpe la tiró de espaldas al tiempo que lanzaba un grito de dolor. – ¡Sucia perra negra! ¡Haz lo que te digo ahora mismo! Los esclavos más cercanos a la escena observaron unos segundos y luego, desentendiéndose, continuaron a lo suyo. ¿Qué podían hacer para evitarlo, so pena de convertirse ellos en víctimas? Si el amo se había encaprichado con la chica, la iba a tener de todas formas. Cualquier intervención suya sólo les acarrearía castigos o acaso la muerte. No pensaba Diego lo mismo. Lejos de Miguel, hacía palanca con otros dos hombres moviendo un gigantesco tronco de palmera recién talada. La vejación de la chica lo atravesó como una mala fiebre y su mano aferró la vara que le servía de palanca. – ¿Por qué no la deja en paz? Hasta los capataces dejaron de respirar unos segundos. Edgar perdió interés en la muchacha y sus ojos furibundos se fijaron en el español. – ¿Acaso quieres ocupar tú su lugar? -lo retó. El silencio se cortaba en un ambiente cuyo estallido todos preveían. Diego había soportado ya demasiado y en su espíritu atribulado prendió la mecha que enciende la pólvora. Con el ímpetu de tanta humillación acumulada se abalanzó hacia Colbert, el brazo armado en alto. Viendo éste la amenaza que se le venía encima, se ladeó, burlando el golpe por milímetros, y cayó al suelo. La velocidad de la acometida llevó a Diego al borde del pequeño precipicio, debajo del cual rompían las olas. Desde el suelo, Edgar desenfundó la pistola que siempre llevaba consigo y disparó. La detonación se propagó como un toque de atención en el que repararon todos. Miguel se irguió y miró hacia allí. Y se le congeló la sangre en las venas: su hermano soltaba la vara y se llevaba las manos al vientre. – ¡¡Diego!! Éste oyó su grito angustioso, volvió la cabeza y miró hacia él esbozando una sonrisa templada, como si acabara de encontrar una paz que embellecía su tostado rostro. Después, mientras Miguel corría hacia allá, los ojos se le velaron, su cuerpo tuvo una sacudida y cayó hacia atrás, precipitándose en el vacío. Para cuando Miguel llegó hasta allí, su cuerpo había desaparecido y únicamente pudo ver la espuma de las olas estrellándose en las rocas. Si la muerte de Carlota lo abrumó de ira, el cruel asesinato de Diego lo convirtió en una fiera cuyas garras, volando tan rápido como sus piernas, cayeron sobre Colbert y se ciñeron al cuello del inglés. No oyó nada, salvo el bombeo de la sangre en las sienes y una voz interior que le decía: «¡Mátalo, mátalo, mátalo…!». Ni los golpes de las culatas de los rifles conseguían arrancarle de la garganta de Edgar, que empezaba a amoratarse, braceando para librarse de la brutal presión que lo asfixiaba. Pero acabaron reduciéndolo a base de golpes. El dolor físico no existía para Miguel; sólo aquel otro, rabioso y terrible, que le partía el alma. – ¡Atadlo! -rugió Edgar cuando pudo recuperar el resuello, masajeándose la garganta-. ¡Atad a esa bestia! Lo levantaron, le forzaron los brazos hacia atrás y le ataron las muñecas. Miguel se debatió como un demente, lanzando patadas y escupiendo obscenidades, pero entre tanto, Edgar, envalentonado ahora, le hundió un puño en el estómago y Miguel boqueó, cayendo de rodillas. Sintió que le pateaban las costillas, que se le nublaba la vista, derrotado por la lluvia de golpes que hacían mella en su cansado cuerpo. Antes de perder definitivamente el conocimiento, oyó: – ¡Hijo de puta español! ¡Lo vas a pagar muy caro! Se ordenó a los esclavos que dejaran el trabajo y montaran en los carros para regresar a la hacienda. Todos sabían lo que vendría después, pero obedecieron, lamentando la suerte que correría el español. Porque estaban seguros de que Edgar Colbert colgaría a aquel muchacho de una soga. No era ésa, sin embargo, la intención del joven amo. Ahorcar a aquel demonio de ojos esmeralda no era suficiente. ¡Ni mucho menos! Necesitaba resarcirse con creces, hacerlo aullar, pedir clemencia… Después, sí. Después lo ahorcaría, con o sin el consentimiento de su padre. A Kelly, preparada para su cotidiana cabalgada, le extrañó que el grupo de esclavos regresara antes de tiempo. No era habitual y retrasó un poco su paseo. El carromato en el que se hacinaban los hombres se paró en la plazuela. Los vio bajar y, tirando de las riendas de Capricho, se acercó. Dos de ellos descargaron a un tercero, que llegaba en pésimas condiciones, y que cayó de rodillas y luego de bruces cuando lo soltaron. Ahogó un gemido al reconocer al español y casi se le paró el corazón. Él apenas podía mantenerse consciente y Kelly se dio cuenta de que había sido salvajemente golpeado. Ni su tío ni Edgar destacaban por su compasión hacia los esclavos, pero procuraban no estropear demasiado lo que ellos llamaban el género. A fin de cuentas, eran dinero. Por alguna razón, sin embargo, se habían ensañado con Miguel. Con el corazón en un puño, se adelantó hacia uno de los capataces, en tanto su primo guiaba su montura hacia la casa grande. Embrutecido y obtuso, las venillas de sus mejillas destacaban más que nunca y ni siquiera reparó en ella. – ¿Qué ha sucedido? El tipo al que se había dirigido se quitó el sombrero y la saludó con un movimiento de cabeza. – Ha tratado de matar al señor Colbert. A Kelly casi se le salieron los ojos de las órbitas. ¿Se habría vuelto loco? Por un momento la atenazó el pánico, porque conocía muy bien a su primo y aquello podía acabar en tragedia. Sin atreverse a acercarse al herido, trató de evaluar su estado. Y se encontró con un par de ojos que destilaban odio. En el rictus de sus labios se dibujaba un desprecio infinito. La joven elucubró cómo evitar lo que se avecinaba. Desmontó y entregó las riendas de Capricho a uno de los negros indicándole que lo devolviera a las caballerizas. El español, terco como era, intentó ponerse en pie aun con el semblante transido de dolor. Ella dio un paso hacia él, pero el capataz se interpuso. – Yo que usted no interferiría, señorita Kelly. Su primo está muy alterado y es capaz de cualquier cosa -le advirtió. A ella, en ese momento, le importaba un ardite la locura de Edgar. Sentía una daga en el pecho al mirar a Miguel demudado y maltrecho: le sangraban los labios, un hematoma en el pómulo derecho le cerraba parcialmente el ojo y boqueaba al respirar, probablemente por lesiones internas. Experimentó una irritación mezclada con un sentimiento de repulsa por la depravación de sus familiares y de lástima por el prisionero. – ¡Apártate! -le dijo Kelly al capataz con voz sibilante y autoritaria. El sujeto dudaba. Desde que la chica llegó a «Promise» había interferido repetidas veces en su trabajo, intercediendo por la escoria que trabajaba en los campos. Pero era la sobrina del amo y una orden suya había que obedecerla. Así que, prudentemente, se hizo a un lado. Pero ella no pudo avanzar. El alarido que oyó a sus espaldas la dejó clavada en el suelo. – ¡Atadlo al poste! Se volvió. Su primo avanzaba resuelto hacia ella con un largo látigo de cuero en la mano. Tragó saliva y trató de interponerse, adivinando sus intenciones, mientras les llegaban los quejidos de Miguel, que era puesto en pie y arrastrado hacia la pilastra. Edgar se la quitó de encima de un empellón que casi la hizo caer. Estaba loco de ira, encendido por la sed de revancha, y Kelly temió por la vida del español. – ¿Qué vas a hacer? Su primo pareció, ahora sí, que reparaba en ella. Torció el gesto, la miró fijamente y sus dedos se ajustaron más al mango del látigo. No podía disimular su furia, las aletas de la nariz se le abrían como si buscara aire, como si le costara trabajo respirar. – Quédate al margen, Kelly -ordenó. Los capataces ataban ya a Miguel. Los ojos de ella iban del sádico rostro de Edgar al prisionero. El corazón se le había desbocado y el miedo a que pagara con ella su ferocidad quedó relegado por el relámpago de rebelión que la atravesó. Se fijó en Miguel. Ahora, en una postura humillante, atado de pies y manos a la pilastra, parecía más indefenso que nunca. Y más arrogante también. Lo vio apretar los puños y tensar el cuerpo mientras su mirada enfebrecida se clavaba en Edgar. Un impulso imperioso de correr hacia él la sacudió. Su primo subió de un salto a la plataforma donde se encontraba el prisionero. Literalmente, temblaba de cólera apenas contenida. Sin previo aviso, lanzó el primer golpe y el cuerpo de Miguel se convulsionó al contacto del cuero que laceró su espalda. Kelly se mordió los labios hasta hacérselos sangrar. Un apagado murmullo se extendió entre los esclavos que observaban, atemorizados, la barbarie del amo. A ella se le escapó un gemido de angustia y se lanzó hacia su primo, deteniendo el segundo azote. – ¡Por Dios, Edgar…! -le suplicó-. No cometas… El empujón la obligó a retroceder y cayó de rodillas. De inmediato, dos esclavos la ayudaron a incorporarse, pero el ladrido de su primo la dejó paralizada. – ¡Voy a destrozar a este cabrón! Cuando acabe con él, no servirá ni para las alimañas. Y te lo advierto, Kelly…, apártate de mi camino! Ella sufrió otro estremecimiento cuando el látigo restalló de nuevo. En la espalda del español se dibujó otra marca roja y el impacto hizo resbalar su cuerpo contra la madera a la que estaba atado. Kelly no lo pensó más. En su mente sólo anidaba un objetivo: parar aquella locura. Se lanzó hacia el capataz más próximo, le arrebató la pistola y la empuñó con las dos manos. Absorto en el castigo, el hombre no tuvo capacidad de reacción y, aunque hizo un intento de arrebatársela, ella lo encañonó con decisión, todo su cuerpo tenso. – ¡Quieto o te mato! -le gritó. Prudentemente, el sujeto retrocedió, intercambiando una mirada exculpatoria con Edgar, que había vuelto a centrar su atención en Kelly. Con el corazón en la garganta, ésta se enfrentó a su primo y la pistola osciló en sus dedos. La sujetó con más fuerza, temiendo que se le resbalara, y se dirigió a aquel pariente al que detestaba con toda su alma. – ¡Apártate de él! El estupor recorrió el semblante de Colbert. ¿Aquella puta se atrevía a desafiar su autoridad delante de los esclavos? ¿Realmente lo estaba haciendo? – No sabes en el terreno pantanoso en el que te estás metiendo, Kelly -escupió, sin soltar el látigo. – ¡Y tú no sabes que te estás arriesgando a que te descerraje un tiro en la cabeza! -respondió ella, tratando de mostrarse firme, aunque estaba aterrorizada-. ¡Apártate de él, Edgar, o no respondo! El breve diálogo dio pie a que el capataz se lanzase sobre ella y recuperase el arma tras un corto forcejeo. Kelly lo insultó con la palabra más fea que conocía, pero se encontraba desarmada; su primo le dedicó una mueca divertida que la mortificó sin piedad. Desentendiéndose de ella, Edgar se aplicó al cuero con más saña. Poco le importó que Kelly fuera testigo del castigo. Mejor, se dijo, porque si la zorra le tenía algún aprecio al español, como parecía demostrar, cuando acabara con él vería que no quedaba más que una piltrafa a la que colgar de un árbol. La joven emprendió una loca y desesperada carrera hacia la casa grande, ahogada en llanto y culpa. La asqueaba que por sus venas corriese la misma sangre que la de aquel sanguinario. Y rezó con toda su fe para evitarle al español una muerte segura. |
Диего де Торрес, казалось, уже смирился, что рабство и непосильный труд составляют часть его жизни. Все дни он проводил, почти ни с кем не разговаривая, и Мигель начал всерьез беспокоиться за брата. В душе Мигеля продолжали гнездиться жажда свободы и ненависть к поработителям. Подвернись подходящий случай, и он сумеет сбежать вместе с братом, но если Диего замкнется, погрязнув в своей апатии, то ничего не выйдет, а о том, чтобы бросить брата и сбежать одному, Мигель даже не думал. Келли собиралась на ежедневную верховую прогулку. Ее удивило, что часть рабов вернулась con el corazón en un puño – с тревогой (болью) в сердце |