Ньевес Идальго - Черный Ангел. Глава. 3
Maracaibo. 1669 Maracaibo había sufrido ataques de piratas holandeses en 1614 y franceses en 1664. Su enclave estratégico entre la península de Guajira y la de Paraguaná convertían aquel puerto en la punta de lanza del tráfico marítimo. Por eso, la ciudad, víctima de tantas incursiones, se había preparado para otros posibles ataques, aunque no con demasiado ahínco. Habían construido pequeñas torres de vigilancia y establecido turnos de guardia, aunque los que llevaban a cabo la tarea mataban el rato más pendientes del contoneo de las prostitutas del puerto que del peligro que se pudiera avecinar por mar. La única defensa de relevancia era el fuerte de La Barra, que dominaba el estrecho canal, lo bastante pertrechado de armas como para rechazar a los intrusos. El enlace entre Miguel y Carlota estaba previsto para un mes más tarde y la muchacha había comprado tal cantidad de artículos que don Álvaro acabó protestando por los gastos. Pero ella, entre mimos y carantoñas, consiguió su beneplácito, y su abuelo, aunque no del todo convencido, dio por bueno el monumental despilfarro. Fue Miguel quien no aceptó tal dispendio y la obligó a devolver doce mantelerías bordadas provenientes de España, un juego de seis mesitas lacadas llegadas desde China y cuatro vajillas completas adquiridas a un traficante francés. El humor de Carlota se acercaba peligrosamente a la cólera. Llegó incluso a amenazar con romper el compromiso. – Me tratas como a una criatura, Miguel. – Te trato como lo que eres. – ¡Me gustaban esas cosas! – Carlota, por amor de Dios. -La sujetó por los hombros-. Piensa un poco. Has comprado al menos veinte mantelerías, seis vajillas y más de una docena de mesas. ¿Quieres decirme dónde pensabas colocar todo eso? – Las mesitas eran chinas. – ¡Como si fueran del fin del mundo, por las llagas de Cristo! Carlota se fijó detenidamente en el color de aquellos ojos convertidos en fuego verde, como solía suceder cuando Miguel se enfadaba de veras. A regañadientes, aceptó su derrota con un puchero infantil. – No tendremos vajillas suficientes para atender a los invitados que nos visiten cuando nos casemos. – ¡Santa María! -murmuró él, alejándose unos pasos. A veces, conseguía sacarlo de sus casillas con tanto capricho. Los brazos femeninos rodearon su torso y le acariciaron la espalda, pero el arrumaco no desfrunció su cejo ni amortiguó su pose irritada. Carlota se mostraba como una niña que no ha roto un plato en su vida. Era una criatura inconstante, pero enloquecedora cuando se lo proponía. Miguel acabó por reír bajito, se volvió, la enlazó y agachó la cabeza para besarla. Halló unos labios tibios, abiertos a los suyos, sumamente placenteros. Carlota tenía ese don que incitaba a rendirse a su feminidad. Y él, aunque se resistía con fiereza, tampoco era inmune a sus caricias. Se absorbieron mutuamente, ella suspiró y se abandonó a él. – Te amo, Miguel. – Lo sé, viborilla. – ¿Y tú? -preguntó, clavando aquellos inmensos ojos del color del café en los suyos-. ¿Me amas tú, Miguel? – ¿Por qué crees si no que me voy a casar contigo? Ella hundió su cara en el torso masculino y no pudo ver el relámpago de culpa que atravesó el rostro de él. Miguel no dijo nada, porque no la amaba. La quería, sí. Y deseaba hacerla su esposa. Estaba seguro de que a su lado podía conseguir la paz que buscaba y que le fue arrebatada al salir de España. Necesitaba una mujer, hijos, un hogar propio. Ya había comprado una pequeña propiedad que lindaba con la hacienda y que iba a bautizar como «Mariana», por su madre. Todo, gracias a la generosidad y el aval de don Álvaro. Por el momento, la casa no era más que un montón de vigas y muros a medio levantar. Hasta que estuviera terminada seguirían viviendo en «Linda Rosita», junto al abuelo de Carlota. Pero en poco tiempo tendría su propio hogar y una tierra de la que ocuparse. Había llegado a convencerse de que era eso, y no otra cosa, lo que más deseaba en el mundo. Sin embargo, el destino le preparaba un revés mucho más cruel que el destierro. La puerta del salón se abrió con estrépito y Diego entró fuera de sí y con el rostro congestionado. – ¡Nos atacan! – ¿Nos atacan? -preguntó Miguel-. ¿Quién nos ataca? – ¡Piratas ingleses! Fue don Álvaro de Requejo quien contestó a su pregunta. Llegaba detrás de Diego, pálido como un cadáver, con el miedo anidando en su expresión. Se pusieron en marcha inmediatamente. Miguel se armó y armó a cuantos hombres pudo reunir, incluidos los que trabajaban en lo que sería su futuro hogar. A pesar de las protestas de Carlota, le ordenó no moverse de la hacienda bajo ningún concepto y dejó un pequeño retén de guardia para proteger a mujeres y niños. No quiso ni oír hablar de que don Álvaro los acompañara y su hermano y él salieron a caballo hacia la ciudad. Ahora, Maracaibo era su hogar, el lugar que los había acogido, y debían defenderlo con uñas y dientes. Los De Torres nunca le daban la espalda a un compromiso. Su marcha apresurada impidió a Miguel percatarse de que Carlota los seguía a cierta distancia. La ciudad estaba gobernada por el caos más absoluto y el pánico había cundido ya. Naves inglesas bloqueaban el puerto y lanzaban andanadas sobre los muros de las pequeñas fortificaciones. Los gritos y lamentos se oían por doquier. Edificios enteros ardían y una muchedumbre enfebrecida corría de un lado a otro, sin saber bien cómo salvarse, huyendo del horror y de una muerte segura. Algunos cargaban sus pertenencias sobre carretas o caballos, en una puja contra el tiempo. Miguel buscó al mando que estaba al frente de la defensa en aquella parte de la ciudad y lo encontró ensangrentado, con un brazo que le colgaba al costado, rendido de dolor, pero aun así dando instrucciones a dos soldados para que cargasen en un carro sus pertrechos. Lo agarró de la solapa y lo volvió de cara a él. – ¿Qué está haciendo, capitán Tejada? – ¡Irme antes de que esos condenados ingleses desembarquen! -respondió el otro, intentando soltarse-. Ya no se puede hacer otra cosa. – ¡No puede abandonar a esta gente ahora! – ¡No puedo defenderlos! -Se liberó de un tirón y lo miró con un deje de ironía no exenta de miedo-. ¿Sabe acaso quién nos ataca? ¡Morgan! A Miguel el nombre lo dejó petrificado. H. John Morgan era temido por sus incursiones despiadadas a posiciones españolas, por sus saqueos y sus crímenes. Se decía que donde él entraba, no quedaba nadie para contarlo. Ese inglés había sido lugarteniente del bucanero Edward Mansfield, al que acompañó en la conquista de Providencia en 1668. Estaba respaldado por las autoridades inglesas, por el propio soberano de Inglaterra, y corrían rumores de que estaba devastando aquella parte del Caribe. A sus treinta y cuatro años, se había ganado una merecida fama de sanguinario que ya no lo abandonaría. Morgan no era el único aventurero, claro. Antes que él, las gentes caribeñas habían tenido que vérselas con otros igual de implacables, como Guillermo Dampier, quien pasó de ser plantador en Jamaica a pirata, jurando odio eterno a España y sus posesiones. Seres despechados que desde la isla de Tortuga y las costas de Santo Domingo se convirtieron en un verdadero azote. Pero Morgan era, tal vez, el más temido. Sus expediciones no se limitaban al golfo de México, sino que pasaban a lo largo del istmo de América Central y abarcaban cada propiedad de España en el Caribe. Sus sicarios sembraban el terror, recogían sus frutos y regresaban a sus escondrijos para disfrutar de los tesoros robados, dejando desolación y muerte a su paso. Miguel, ante la imposibilidad de hacer reaccionar al capitán Tejada, le hizo a un lado y comenzó a dar órdenes con el fin de conseguir reagrupar a la guarnición, que actuaba por impulsos, pero sin coordinación. Resistieron dentro de la ciudadela apenas cuatro horas. Luego, hubieron de salir de ella, burlando un par de cañonazos ingleses que derribaron el muro este. El fuerte fue abandonado a los intrusos que, en cuanto entraron, arrasaron con los pocos objetos de valor que allí encontraron. Aquel primero de marzo, guiados por canoas, la flota de corsarios había podido atravesar el estrecho canal. Algunos barcos encallaron al cruzar la bahía El Tablazo debido a sus aguas poco profundas y sus arenas movedizas, pero la mayoría llegó a tierra firme. Y los pocos que se enfrentaron a los invasores hubieron de luchar por sus vidas, espada en mano. Oveja Negra Se peleaba en las calles, en el puerto, dentro de los locales. Los secuaces de Morgan entraban, incendiaban y asesinaban a quienes encontraban a su paso. Los escasos soldados con que contaba Maracaibo huyeron y un puñado de civiles desorganizados y poco aptos para aquel tipo de confrontación, que se atrevieron a enfrentarse a la chusma de Harry Morgan, acabaron pasados a cuchillo. Los lamentos de los moribundos se oían por todos lados. Los incendios se propagaban con espantosa rapidez, y era inútil todo intento de sofocarlos; el cielo se cubrió de un humo negro que parecía el presagio de la Muerte. Los cadáveres comenzaron a aparecer diseminados por las plazas, por el muelle… Miguel perdió a más de la mitad de su gente antes de darse cuenta. No eran diestros en la lucha y pagaron muy cara su osadía. Algunos murieron y otros desaparecieron. Comprendiendo su pánico y su huida y culpándose en parte de la suerte de los que perecieron bajo el filo de espadas piratas, instó a Diego a que regresara a la hacienda para poner sobre aviso a don Álvaro mientras él trataba de retrasar a sus enemigos. El pequeño de los De Torres se negó en redondo a abandonarlo en medio de aquella locura que lo envolvía todo. A escasos metros de ellos, Carlota de Requejo se mantenía pegada al muro, presa del terror, asistiendo a la resistencia tenaz de Miguel y de quienes lo secundaban y que, a la salida de un callejón, acababan de darse de bruces con una partida de filibusteros. El chocar de los aceros y las obscenidades proferidas por los sorprendidos seguidores de Morgan que, seguramente, no esperaban aquella resistencia de civiles armados, hicieron que a la muchacha se le encogiera el corazón. En ese momento, hubiese dado media vida por no haber seguido a Miguel, por estar a salvo en «Linda Rosita». Sobre todo, por no haber visto jamás tanto muerto y tanta sangre. El alarido de una mujer la asustó aún más si cabía, haciendo que se pegara más al muro, como si pudiera fundirse con él. Temblaba como una hoja y lloraba en silencio, aterrorizada, incapaz de reaccionar. Pero el grito angustioso se repitió y se obligó a moverse. Horrorizada ante tanta crueldad, miró a todos lados. Debía escapar de allí, aunque la suerte de Miguel y de su hermano le provocara escalofríos de miedo. Pero ella en nada podía ayudarlos. Tropezó con algo y bajó la vista. Era una daga. La tomó sin pensar, empuñándola con fe, aunque carecía de destreza alguna. Sus dedos rodearon un mango manchado de sangre y una arcada de repulsión le revolvió el estómago. Logró contener el asco y enderezarse. Se juró a sí misma que si alguno de aquellos repugnantes piratas se le acercaba, lo mataría, aunque fuese lo último que hiciera en el mundo. Por un instante, volvió la vista hacia la pelea que se desarrollaba a escasa distancia, entre los vítores de júbilo de quienes ganaban algún lance y los estertores de los que caían. Vio morir a cuatro hombres de «Linda Rosita». Los que quedaban se defendían como podían, retrocedían, cedían terreno. En cuestión de segundos, estarían tan cerca de ella que le sería imposible escabullirse. Carlota había sido testigo de lo que aquellos degenerados hacían con las mujeres que atrapaban. Apartó el recuerdo y empuñó la daga con más firmeza, rezando para que Miguel y Diego salieran ilesos.A pesar de las bajas, el grupo comandado por Miguel se hacía fuerte. Los hombres de Morgan no estaban saliendo bien parados. Carlota, muda, se asombraba de la destreza de su futuro esposo con la espada. Miguel manejaba el acero con una habilidad increíble: atacaba y retrocedía, frenaba golpes y los devolvía con maestría. Pero estaba en inferioridad numérica y parecía consciente de ello. Se fijó en el corte que tenía en el brazo izquierdo, pero la herida no parecía mermar sus fuerzas. Y Diego le andaba a la par. Luchaba con el mismo estilo depurado y sobrio que su hermano, aunque sin la frialdad de éste. |
Маракайбо. 1669 год Маракайбо пострадал от набега голландских пиратов в 1614 и французских в 1664 годах. como alguien que no ha roto un plato – что-то вроде человек-паинька, белый и пушистый, мухи не обидит
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