Ньевес Идальго - Черный Ангел. Глава. 11
Desde que apareció en su vida aquella sirena de cabello dorado, Miguel no había podido pensar en otra cosa. Su imagen se interponía en su fiebre de venganza. Pero en aquellos momentos, no había nada más. No veía nada, salvo unos labios jugosos, un cuerpo esbelto y atrayente y unos ojos levemente huidizos. Un pinchazo de pedantería se despertó en él, acaso porque podía asustarla. Era una compensación infantil, lo sabía, pero una compensación. Y necesitaba alguna o acabaría loco. Kelly había entendido perfectamente su indirecta. Lo lógico hubiera sido dejarlo con la palabra en la boca y marcharse, pero quería seguir allí y no se movió. Una mosca atrapada en un tarro de miel no habría estado tan prisionera como ella. Y cuando él se acercó más, sólo pudo tragar el nudo que tenía en la garganta. Las manos de Miguel, callosas por el trabajo, se posaron sobre sus hombros. Luego, lentamente, la acercó hacia sí y atrapó su boca. Él esperaba resistencia, pero no la encontró. Saborear sus labios perfectamente cincelados fue para Kelly subir al séptimo cielo. Lo había deseado desde que lo vio en el mercado de esclavos, después en los campos y luego en la casa. Se había preguntado una y mil veces a qué sabría aquella boca y ya tenía la respuesta: a pecado. Sus reservas desaparecieron dando paso a una necesidad apremiante, lenguas de fuego recorrieron sus venas. Se pegó a él, posando una mano sobre su pecho desnudo. Su débil respuesta enardeció al español. Su fiebre por aquella mujer se acentuó. Ella era muy hermosa y Miguel llevaba ayunando demasiado tiempo. Sin separar sus bocas, se perdieron tras las chozas, al abrigo de cierta intimidad. Kelly no pensaba, solamente se dejaba mecer por un millar de sensaciones distintas y excitantes que le recorrían la piel mientras los labios de él jugaban con los suyos. Deseaba fundirse con aquel hombre, someterse, vibrar con cada músculo de su cuerpo. Él se arrodilló, atrayéndola hacia sí hasta acabar tumbándola en el suelo. Ella abarcó sus anchos hombros, deslizando las manos a lo largo de su espalda, caliente y sedosa. Se detuvo al tacto de las marcas de látigo. La boca masculina abandonó la suya para adueñarse de su cuello, de su clavícula, del comienzo de sus pechos… Una hambre voraz corroía a Miguel. Su miembro, duro y latente, exigía satisfacción y sus manos se movieron bruscamente, buscando los bajos del vestido. Tenía una necesidad apremiante de ella. No de una mujer cualquiera, sino de aquélla. A Kelly se le iba la cabeza. Tuvo plena conciencia de las manos que se hundían bajo su falda y dejaban al descubierto sus piernas. ¡Oh, Señor, cómo lo deseaba! Gimió y se movió bajo Miguel, estimulándose inconscientemente, alimentando más el fuego que la consumía… Se abrió para él… La lluvia que comenzó a caer sobre ellos de forma súbita y el gorjeo inoportuno de una zarigüeya indiscreta interrumpieron tan placentero instante devolviéndola a la realidad. La sacudió sin compasión un sentimiento de culpa, que le hizo poner las manos en el pecho de él y empujarlo con todas sus fuerzas. – ¡No! Esa única palabra lo detuvo. Apoyándose en las palmas de las manos se irguió sobre ella y sus ojos verdes escrutaron los suyos. Kelly parecía una gacela asustada, pero no podía ocultar un sonrojo revelador, mientras sus labios magullados por sus besos aún pedían más. No. No podía negar que lo deseaba como él a ella. Pero su negación suponía una orden perentoria que un caballero como Miguel nunca obviaría. No lo habían educado para forzar a una mujer y no iba a empezar entonces, porque no sólo se jugaba su vida y la de Diego, sino que se debía a unos principios que no pensaba pisotear por mucho que lo deseara. Se incorporó y le tendió la mano, que ella aceptó levantándose. Kelly se sacudió la falda porque no era capaz de mirarlo a la cara. – La diversión ha terminado, milady -le oyó susurrar, rabioso. A ella le costó hablar, pero dijo: – Olvidemos lo que ha pasado. – No me va a resultar fácil olvidar que la sobrina del amo me ha concedido algunos favores a cambio de una pequeña ayuda -gruñó él. Por los ojos azules de la joven cruzó un relámpago de rebeldía. – Vuelves a ser un grosero. – No he dejado de serlo -zanjó él-. Y tampoco he dejado de ser un esclavo. -Empezó a alejarse, pero se frenó y se volvió-. Si alguna vez te apetece algún otro revolcón, princesa, ya sabes… Kelly se mordió la lengua para contenerse. Con una sola palabra suya, aquel mezquino sería decapitado. Se clavó las uñas en las palmas de las manos y él se fue alejando en dirección al trapiche. Después, sí. Al quedarse a solas, se lamentó de la ocasión frustrada, soltó un taco impropio de una señorita y se dispuso a buscar a una mujer que atendiera a la madre primeriza. Kelly trató de olvidarse del español buscando distracciones. Fue de compras, adquirió libros, pasó las tardes enfrascada en la lectura y no se acercó por los campos ni al molino. Tampoco volvió a ver a la joven madre ni al bebé, pero envió a su criada y se aseguró de que tuvieran lo necesario. Y visitó un par de veces a Virginia. Su amiga seguía siendo su confidente y la única vía de escape a la comezón que la atormentaba. Ni le reprochó ni la aconsejó a propósito de aquel hombre, simplemente, lo aceptó, aunque discrepaba de su errático proceder, porque podría traer consecuencias funestas para ambos. Tras un par de semanas sin saber de él, Kelly recobró el sosiego. Pero es el destino, y no nosotros, el que elige nuestro camino. Y éste volvió a ponerla en su senda. Kelly oía entrecortadamente una discusión entre su tío y su primo. No le gustaba curiosear, pero las voces subían de tono. Se enteró de que Edgar era el padre de niño al que ella había ayudado a venir al mundo. Se quedó pegada a la puerta, escuchando la diatriba de Colbert a su hijo y se alejó asqueada cuando su primo afirmó que lo único que le preocupaba era tener que prescindir, momentáneamente, de la negra. Salió de la casa como alma que lleva el diablo. O se distanciaba de aquellos dos o acabaría cometiendo una barbaridad. Y se preguntó, una vez más, si la carta en la que solicitaba el perdón de su padre y lo ponía al tanto de la vida en «Promise» habría llegado a su destino. Colbert, como otros terratenientes, destinaba parte de la producción de caña de azúcar a su propia destilería. Después del enfriamiento del jugo de la caña clarificado, la costra del azúcar era filtrada en barriles perforados y se escurrían las melazas. Éstas se convertían luego en ron y el producto quedaba listo para exportar. Edgar en persona controlaba los grados del alcohol y, si no alcanzaba los 50, se destilaba de nuevo. En aquellos días, Miguel fue destinado a la destilería a instancias de un capataz. Todos ellos habían recibido órdenes de Colbert de que los dos españoles debían realizar los trabajos más duros. Por eso, cuando necesitó un operario, uno de los hermanos le pareció adecuado, ya que los toneles eran pesados. Al anochecer, una vez acabada la dura jornada, los trabajadores se alejaron hacia sus chozas y sus huertos. Todos menos Miguel, a quien el capataz encomendó apilar paja para el día siguiente. Aunque agotado, no tuvo más remedio que obedecer. Y justo cuando iba a dedicarse a ello, un revoloteo de faldas amarillas entró en el almacén. Kelly se asomaba, sin verle, a las pilas de barriles. – ¿Jenkins? -la oyó llamar-. ¡Jenkins! ¿Está usted ahí? -Avanzó resuelta con el cejo fruncido y un rictus de determinación en su boca-. ¡Maldito sea, hombre! Deje de beber como un cretino y salga, tenemos un problema. ¿Y cuándo no tenía problemas aquel diablo de muchacha? El tipo al que reclamaba no aparecía y ella comenzó a golpear el suelo con el pie, oteando en todas direcciones. Debería haberse marchado y olvidarla. Debería haber seguido con su trabajo. Pero le fue imposible. Lo aguijoneó la idea de volver a zaherirla y ésta se impuso a la cordura. – ¡Si no sale ahora mismo, le juro que…! -amenazaba Kelly. – ¿Otro parto, princesa? Ella se volvió de un brinco. Sus ojos se agrandaron y volvió a decirse que aquel español era un hombre demasiado guapo. Mentalmente, le recriminó ir medio desnudo, pero se cuidó de decirlo. Por otra parte, era absurdo. Como en una ensoñación, revivió el ardiente interludio entre ambos y un escalofrío le recorrió la espalda. – ¿Has visto a Jenkins? – Ni siquiera sé quién es. ¿Una comadrona? Sus ojos se entrecerraron formando dos rendijas azules que amenazaban peligro. Miguel no buscaba un enfrentamiento, así que avanzó hacia ella con gesto conciliador. – ¿Algún problema? – Capricho es el que tiene problemas. – ¿Capricho? – Mi caballo. – Ya veo. -Sin dar más importancia al asunto, se dirigió a la salida. La bestia le importaba un carajo. – ¿Podrías ayudarme? Su pregunta lo detuvo a medio camino. La miró por encima del hombro sin disimular su ironía. – Tu tío dijo que te buscaras un cuidador de caballos. ¿Es quizá ese tal Jenkins, que parece haber desaparecido? – ¡Puedes meterte tus burlas en…! -estalló ella. Pero lo pensó mejor. ¡Qué demonios! Necesitaba ayuda y él era el único que tenía a mano. En realidad, siempre parecía estar cerca cuando le surgía un problema-. ¿Entiendes o no de caballos? Las gemas verdes la devoraron con descaro. Estaba preciosa y a Miguel empezaba a tensársele una parte de su cuerpo que no quería ni recordar. Kelly Colbert representaba una tentación demasiado tangible y él no estaba hecho de piedra. Se sometió al influjo de su presencia y asintió. – De acuerdo -se oyó decir, acusándose a sí mismo de estúpido-. Veamos qué le sucede a ese animal. Ella pasó a su lado decidida, despidiendo un aroma a menta que él aspiró como una bendición. Estuvo a punto de alargar el brazo, ceñir su cintura, estrecharla contra su pecho y volver a libar sus labios, a punto de… Apretó los puños y tragó saliva. Se obligó a seguirla a cierta distancia para controlar la tentación. Porque ya no era un caballero español heredero de título y propiedades, sino un sucio, desharrapado y sudoroso esclavo. Un jodido siervo sin derechos que no valía nada para nadie. El potro era de una estampa maravillosa. Un camargués blanco como la nieve, de piel rosada en el hocico y ojos azul pizarra. Un ejemplar inmejorable. Flexionaba la pata derecha y sacudía la cabeza, piafando con nerviosismo. Kelly lo acarició regalándole unos mimos que consiguieron calmarle un poco y Miguel, con resignación, le examinó la pata. Tardó muy poco en detectar el problema. – Es un animal precioso -dijo al incorporarse. – ¿Verdad que sí? -Depositó un beso en su hocico y el potro la empujó en el hombro-. ¿Qué es lo que le pasa? ¿Es grave? – Tiene un cristal clavado. – Bien, pues quítaselo -resolvió ella. Y acarició la cabeza del potro, volviendo a mostrarse zalamera con él-. ¿Ves, Capricho? No es nada, mi amor. Se le formaron hoyuelos en las mejillas y Miguel, aquejado de una repentina erección, utilizó al animal como parapeto. No quería verla, ni olerla, ni oírla, ni acercarse… No, eso no era del todo cierto. La odiaba por ser la sobrina de Colbert, una maldita inglesa, pero el apetito de su miembro no entendía de sutilezas territoriales. – ¿Puedes conseguirme algo con punta? -le preguntó. – ¿Como qué? – Una navaja, por ejemplo. |
С тех пор как в его жизни появилась золотоволосая сирена, Мигель не мог думать ни о чем другом. Образ девушки был помехой его лихорадочной жажде мести, но в те минуты для Мигеля больше ничего не существовало. Он не видел ничего, кроме ее сочных губ, манящего, стройного тела и стремительных, ранящих глаз. В Мигеле острым жалом пробудилось спесивое самодовольство, возможно потому, что он мог напугать ее. Мигель знал, что это было ребяческим, копеечным возмездием, но все-таки возмездием. Ему нужно было хоть что-то, иначе он просто сошел бы с ума. dejar con la palabra en la boca – уйти, не слушая говорящего
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