Ньевес Идальго - Черный Ангел. Глава. 10
Llevaban tres días trabajando en el trapiche, donde se almacenaba la caña después de cortarse y recolectarse. Comprobaron que era tanto o más agotador que el trabajo en los campos. Los haces de caña eran transportados hasta allí en carros y, una vez apilados en el molino, los rodillos verticales de la trituradora se encargaban de exprimir el jugo. Los residuos no se desaprovechaban, sino que servían para alimentar el fuego de las calderas en las que se efectuaba la destilación. «Promise» era muy rentable. Para optimizar la producción se debían alcanzar los doscientos toneles de azúcar, pero allí se lograba mucho más. Para ello, según oyeron, era necesario un ganado de unos doscientos cincuenta negros, ochenta bueyes y unas sesenta mulas. – ¿A qué grupo perteneceremos nosotros? -ironizaba Miguel. Y Diego callaba. Habían pasado por lo que los hacendados llamaban «el jardín», es decir, los campos. Ahora, Colbert había ordenado que trabajaran en el molino. Quedaba claro que quería ponerlos a prueba. Los esclavos destinados al ingenio azucarero, calderas y molino no tenían otra ocupación durante la cosecha, pero era un trabajo duro, agotador y sumamente peligroso. Más de un bracero había perecido, debido al cansancio o la negligencia, entre los enormes rodillos que trituraban la caña. Sin embargo, el trabajo no se paraba por tan poca cosa: se retiraba lo que quedaba del cuerpo machacado del desgraciado, se lanzaban cubos de agua para limpiar la sangre y la labor continuaba incansable y monótona. Miguel depositó una de las gavillas en los cilindros de trituración. Iba a tomar otro haz, pero la voz de uno de los capataces lo detuvo: – Ve a buscar más leña, hay que avivar el fuego. Exhausto por el trabajo aniquilador y la tórrida temperatura del molino, ni respondió. Dejó las cañas y, con los hombros vencidos, se encaminó a la salida. Sabía que la orden no era un regalo, porque las brazadas de leña pesaban demasiado para un cuerpo maltrecho como el suyo, pero agradeció el alivio de frescor que le proporcionaba abandonar momentáneamente aquel maldito infierno. Pinchazos de dolor le aguijoneaban los músculos. Se dirigió hacia la parte trasera de la nave, donde se apilaba la leña que los mismos esclavos recogían durante la madrugada o de noche, antes o después de acudir al trabajo rutinario, igual que la hierba para el consumo del ganado. Era un trabajo adicional, de modo que, llegada la medianoche, caían rendidos sobre sus jergones de paja de mandioca. A pesar de eso, algunos cultivaban un pequeñísimo huerto que el amo les había cedido, lo que les proporcionaba verduras frescas, única forma de mejorar levemente su pobre alimentación, aun a costa de su descanso. Ningún esclavo estaba en condiciones de enfrentarse a los despiadados capataces armados, pero Colbert parecía vivir siempre obsesionado por una posible rebelión. Por eso todos estaban constantemente vigilados, sometidos y castigados. Con ayuda de su hijo, el viejo llevaba toda la administración de la hacienda, en lugar de delegar en un administrador. Controlaban el rendimiento en los campos y, una vez por semana, sus gorilas revisaban las cabañas en busca de posibles armas. Los llamados patter rollers, armados y a caballo, patrullaban los campos con regularidad desesperante y en Miguel empezó a anidar la duda de su posible huida. Fuera, aprovechó para lavarse y refrescarse un poco. Luego, dobló la esquina. Y la vio. Se quedó allí, observándola. Tuvo la sensación de que si respiraba, la dulce visión se desvanecería. Aquella mañana estaba especialmente bonita, con un vestido de muselina blanco y una pamela del mismo color. Kelly presintió algo y se dio la vuelta. Su cejo se frunció repentinamente y sus ojos color zafiro adquirieron un tinte de recelo. Se movió inquieta. Adelantó un paso hacia él y volvió a retroceder, como si lo pensara mejor. Echó un vistazo alrededor, como buscando a alguien, pero estaban solos. Y ella tenía prisa. Luchó entre el deseo de alejarse y la necesidad de quedarse. Ganó el aprieto en que se encontraba, así que cuadró los hombros, elevó el mentón y le hizo señas para que se acercara. Miguel no se movió y continuó mirándola. Un tanto irritada, se dirigió hacia él con resolución. De Torres esperó con aparente pasividad, aunque su corazón bombeaba más aprisa ante la proximidad de la muchacha. – ¿Está usted sordo? -le preguntó. – Ni mucho menos. – Pues le estoy llamando. – Lo sé. Pero recuerdo que su tío le dijo que se buscase otro… cuidador de yeguas. Kelly aguantó la pulla. – ¡Está bien! No tengo tiempo para discutir con usted. Ayúdeme a acarrear agua hasta las chozas. – No puedo. Ella, que ya había echado a andar esperando que la siguiera, se volvió, un tanto asombrada. – ¿Cómo dice? – Si no regreso en seguida con una carga de leña, van a coserme a latigazos, milady. Ni siquiera por usted me atrevería a desobedecer esa orden. Kelly sopesó su respuesta. Sí, conocía las deleznables prácticas de los capataces, que no sólo seguían al pie de la letra las órdenes de su tío, sino que se tomaban sus propias libertades. Así que pasó por su lado, en un revuelo de faldas amplias, dirigiéndose directamente hacia el trapiche. Miguel se encogió de hombros, se acercó a la leña, cargó una brazada y regresó por donde había venido. Olvidando sus penurias un instante, sonrió: le encantaba el desafío batallador de los ojos de aquella mujer, e íntimamente se alegraba de ser él quien podía provocarlo con una simple frase. El calor sofocó a Kelly cuando entró en el molino. Pero sólo fue un segundo y después, con más resolución si cabía, fue directa al capataz. Miguel entró y los encontró hablando, casi se diría que discutiendo, en voz baja. Vio asentir al carcelero de mala gana y dirigirle una mirada desdeñosa. Ella se fue y el sujeto le dijo: – Acompaña a la señorita. Ligeramente escamado, dejó su carga y salió. Ella lo aguardaba con los brazos cruzados bajo un glorioso pecho que apenas asomaba por el escote del vestido. Su gesto no parecía muy complacido. – Listo -le dijo-. Ya no le arrancarán la piel a tiras. Sígame. – ¿A su cama? Kelly se irguió como si la hubieran abofeteado, se acercó a él, se lo quedó mirando fijamente a los ojos y después alzó la mano y le cruzó la cara. Miguel sólo parpadeó, pero en su voz, muy queda, había un eco amenazador. – No vuelva a hacerlo, señorita. – Es usted un insolente. Pero olvidaré su grosería por esta vez. Necesito el agua. – Pues ¡acarréela usted misma! -se rebeló él, dándole la espalda. – ¡Por todos los santos! -exclamó Kelly-. ¡Hay una mujer a punto de dar a luz y necesito esa maldita agua! No exigía. Estaba pidiendo y Miguel volvió a prestarle atención. Sin embargo, estar cerca de ella le provocaba un vacío sordo, más desgarrador que los golpes. – Entonces, debería buscar a alguna mujer. – ¿Cree que pediría su ayuda si pudiera evitarlo? Todas las mujeres están en los campos. Hay que darse prisa. -Y pronunció las únicas palabras que podían ablandarlo-. Por favor. Cedió. ¿Cómo no iba a hacerlo? Seguirla le iba a procurar momentos de solaz y tampoco podía ser tan malo acatar las órdenes de aquella preciosidad. – De acuerdo. Usted guía. Kelly no se hizo de rogar. Simplemente, se recogió el ruedo de la falda con una mano y echó a correr, tratando de sujetarse la pamela con la otra. Miguel la siguió a buen paso, sin perder detalle de los tobillos bien torneados que asomaban por debajo del vestido. Cuando llegaron a las cabañas de los esclavos, ella le indicó el pozo. – Saque agua. Necesitaré un par de cubos grandes. Póngalos al fuego y tráigalos. Y dicho esto, entró en una de las chozas. Miguel oyó un gemido y se apresuró. Podía odiar a los ingleses y tenía una ojeriza especial hacia aquella muchacha por ser quien era, pero intuyó que le necesitaban de veras. Sus músculos se tensaron al tirar de la soga para subir el cubo, vertió el agua en un caldero y lo puso al fuego, tal como ella había dicho. Luego, sacó otro cubo. Tamborileó con los dedos en los muslos esperando que el agua hirviera, un tanto incómodo, porque hasta él seguían llegando los quejidos apagados de la parturienta. Cuando entró en la cabaña cargado con el caldero, sus pies se quedaron clavados. No se había imaginado la escena que iba a encontrarse allí. La chica se había recogido el cabello en una cola de caballo con una simple cuerda, tenía las mangas remangadas por encima de los codos y trajinaba junto a un catre en el que se encontraba una niña. Porque en aquel andrajoso camastro había una criatura y no una mujer. La chiquilla se retorcía y gemía, engarfiando sus dedos en la tosca manta. La pulcra señorita Colbert trataba de calmarla pasándole un paño húmedo por la frente y eso lo bloqueó. Pero ella intuyó su presencia. – Viértala ahí -le pidió-. ¿Ha puesto más a calentar? – Sí. – Bien. Mire por ahí, tiene que haber sábanas limpias. Blusas, o camisas… ¡Cualquier cosa! Miguel llenó la palangana y luego rebuscó. Encontró tres pares de pantalones ajados, medianamente limpios, y cuatro paños grandes. Se volvió con ellos en la mano. Kelly vio las prendas y frunció los labios. – No hay tiempo para otra cosa -comentó, tendiendo la mano. En ese momento, la niña lanzó un grito desgarrado, víctima de otra contracción-. Cálmate, cariño. Cálmate -le susurró Kelly con dulzura, besándola en la frente-. Todo va a salir bien. Y tendrás un precioso bebé. Miguel sintió un mazazo en el pecho. ¿Realmente estaba tratando con la sobrina de Colbert? El mimo con que cuidaba a aquella muchachita negra resquebrajaba la coraza con que protegía su corazón. Ni en mil años lo hubiera imaginado. Otro grito. La esclava se retorcía y lloraba, agarrándose con desesperación a la muñeca de Kelly.– Duele, m’zelle -gimió-. Duele mucho… – Lo sé, preciosa. Lo sé. Pero debes ser fuerte y ayudarme a traer a tu hijo al mundo. La niña asintió, pero las siguientes contracciones convulsionaron su delgado cuerpo. – ¡Quiero que me lo saque! -pedía la negra, agarrándose el vientre-. ¡Sáquemelo de una vez! Inmóvil, Miguel se hacía cargo de las dificultades de la inglesa, que intentaba mantener quieta a la parturienta, pero le era imposible. Él era incapaz de reaccionar, aquello lo sobrepasaba. Sin embargo, intuía que si no hacían algo pronto, la pequeña y el bebé podrían morir. Así que soltó las prendas a los pies del jergón, tomó a Kelly de los hombros, apartándola, y ocupó su lugar. Sujetó las muñecas de la chiquilla con una mano y aplicó un brazo sobre su estómago, bloqueando sus movimientos. Kelly se sintió aliviada con la inesperada ayuda, puso las prendas limpias bajo las piernas de la niña y tragó saliva. Dudó, repentinamente insegura; también a ella la superaba lo que se traían entre manos -nada menos que la vida de dos personas-, porque sólo tenía vagas nociones de semejantes menesteres. Había visto una vez, únicamente una vez, traer un bebé al mundo. Pero intervenir en ello era una experiencia que acercaba a los humanos a la inmortalidad renovada de cada nacimiento. – Dios mío… -musitó. – Yo no debería estar aquí -oyó que decía Miguel. – Necesito su ayuda. – Escuche, señorita… – ¡No, escúcheme usted a mí! Es casi una niña, es primeriza y muy estrecha. Si no la ayudamos a tener a su hijo, morirá. ¿Lo entiende usted? -Estaba exaltada y ya no lo disimulaba-. ¡Y maldito sea su puñetero orgullo español si me abandona ahora! Miguel no dijo más, sólo ejerció más presión sobre la parturienta para facilitarle el trabajo. Volvió la cabeza cuando ella abrió las piernas. Bajo él, se retorcía un cuerpo que se desgarraba y sus gritos de dolor le perforaban los tímpanos. La voz de Kelly, susurrándole a la negra, instándola a empujar, calmándola, era como un bálsamo. – Así -decía ella-. Eso es, preciosa, empuja ahora. Empuja, cariño, ya veo la cabeza. Va a ser un bebé muy hermoso. Empuja un poco más, ya falta muy poco. A Miguel el corazón le bombeaba en los oídos. Se sentía un intruso, testigo de un acto exclusivamente de mujeres y médicos, pero el estallido de alegría de Kelly hizo que mirara lo que estaba sucediendo. Le dio un vuelco el estómago al ver la sangre. Por una fracción de segundo, sus ojos se encontraron con los de la inglesa, pero retiró la mirada de inmediato. – No va a decirme que todo un hombre como usted está asustado, ¿verdad? -se burló ella a pesar del trance. Luego siguió a lo suyo y se desentendió de él. Una cabecita cubierta de una pelusa negra apareció entre los muslos de la niña, acompañada de un aullido de liberación. Como en un sueño, Miguel vio que Kelly sujetaba la cabeza del bebé y tiraba con mucho cuidado hasta que apareció un hombro y luego el otro. Los segundos se le hicieron interminables, el sudor que perlaba su frente le caía sobre los ojos… La parturienta se relajó entonces y él vio a Kelly sosteniendo entre sus palmas un bebé de color café con leche, unido aún a su madre por un oscuro cordón umbilical. Discretamente, se hizo a un lado, fascinado, sin perder detalle. El recién nacido emitió un chillido de protesta y en el rostro de la joven se esbozó una sonrisa satisfecha. Miguel observó la ternura con que se lo mostraba a la negra, tan orgullosa como una gallina clueca. Acabó el trabajo desligando definitivamente al hijo de la madre y colocó al bebé sobre su pecho. Al levantar la vista hacia él, el brillo del deber cumplido convertía sus ojos en dos gemas preciosas. – Lo que queda, puedo hacerlo sola -dijo-. Traiga el otro cubo, ¿quiere? A Miguel no le hizo falta más y salió fuera. Le entró el agua caliente y volvió a abandonar la choza. Soplaba un aire de tormenta que aspiró con ansia, como si hubiera estado horas sin respirar. Le bailaba la cabeza, tal vez algo mareado. Y asombrado. Y fascinado, ¡qué demonios! Echó la cabeza hacia atrás y contrajo los labios, henchido de orgullo, porque, a fin de cuentas, en algo había cooperado él a la maravilla de aquel nacimiento. En el interior, Kelly aseó al niño y a la madre, los acomodó y recogió las ropas manchadas de sangre. Él la oyó hablar en voz queda, alabando la fuerza del varoncito. Salió al cabo de unos minutos con un hatillo de ropa ensangrentada de la que Miguel se hizo cargo para echarla al fuego. Kelly se dejó caer en el suelo, junto al pozo. Suspiró, se masajeó el cuello, miró al español y dijo: – Lo ha pasado mal, ¿eh? Él, recostado en el borde del pozo, no contestó y vio en ella la hermosa aparición de otras veces. Tenía el vestido manchado de sangre y el cabello apelmazado y despeinado. En nada se parecía a la refinada señorita de costumbre. Pero era lo más hermoso que había visto jamás, se dijo. La joven rió. Acabó por soltársele el cabello, que cayó en ondas doradas sobre sus hombros y su rostro. Se lo echó hacia atrás con un movimiento de cabeza. De pronto, reparó en su vestido. – Estoy hecha un adefesio. – No. Está usted encantadora. Sus miradas se cruzaron, pero en esa ocasión Miguel no desvió la suya, sino que la dejó clavada en sus labios. Kelly se incorporó, haciendo caso omiso de la mano masculina tendida hacia ella. De pronto, se sentía incómoda. Quizá porque esperaba cualquier cosa de aquel español, pero no una galantería. Notó que se sonrojaba y lo disimuló sacudiéndose la falda. – Gracias por su ayuda. – Ha sido horrible -murmuró, ganándose su atención. – No diga eso. Un nacimiento es algo muy hermoso. – Sin duda. Y doloroso. – Eso no podemos negarlo. – Me cuesta entonces entender la fijación de las mujeres por procrear. – Es puro instinto. Para que usted naciera, su madre debió pasar por lo mismo. ¿O acaso cree que vino usted al mundo en una maleta? La súbita sonrisa franca la desarmó. El rostro del español, siempre hosco, cambió de modo sorprendente. Kelly fue consciente, una vez más, de su tremendo atractivo, y por su frente cruzó una tentación irracional de hundir los dedos en su oscuro cabello. Sus ojos quedaron prendidos en los suyos, lagunas verdes que, a pesar de todo, mantenían una profundidad de fiereza contenida. Presintió que aquel hombre podía acarrearle complicaciones. Con una elegante inclinación de cabeza a modo de agradecimiento, se alejó de él. Se había comportado de un modo extraordinario y ella no lo olvidaría, pero algo la instaba a poner distancia entre ambos. Sin embargo, la profunda voz masculina la retuvo: – ¿No piensa compensarme la ayuda? |
Три дня братья работали на сахарном заводе, на прессовке уже срезанного и убранного с плантаций сахарного тростника. Они быстро убедились, что здешняя работа была не менее, если не более, изнурительной, чем работа в полях. Снопы тростника привозили сюда на телегах, аккуратными рядками укладывали под вальцовый пресс, и жернова начинали дробить стебли, выдавливая из них сок. Оставшиеся после этого отходы не пропадали даром, они использовались для поддержания огня в перегоночных котлах. engarfiar (= agarrar) – крепко хвататься, цепляться |