La artista canaria triunfó en EE UU y desarrolló una carrera deslumbrante durante la que sufrió gravísimas caídas

“¡Panteras! ¡Leopardos! ¡Tigres! ¡Leones! Chimpancés en coches, osos trapecistas, los Cruzadores del Niágara, el Salto de la Muerte, ciclistas napolitanos, la danzarina del alambre”. Todo eso ofrecía el Circo Price de Madrid en la parte baja del cartel que anunciaba sus funciones en la plaza de toros Monumental de Barcelona en 1968. En la parte baja, porque la noble, la alta, estaba ocupada toda ella, entera, por Pinito del Oro, “la reina del trapecio”, mostrada en una gran foto en su elemento, el aire. Ese viejo cartel desprende aún todo el carisma de una artista irrepetible con la que el circo español llegó a unas alturas —y valga la imagen— solo alcanzada en toda su historia por muy poquitos, Charlie Rivel o los Tonetti.

Fallecida el miércoles a los 86 años en su ciudad natal, Pinito del Oro, en el mundo María Cristina del Pino Segura, nació en las Palmas de Gran Canaria en el seno de una familia en la que todos trabajaban en el humilde circo del padre. Era la pequeña de 19 hermanos, malbaratados en mayor o menor medida por las caídas, y su madre sentenció: “Esta no será artista”. Hubiera querido que la niña, flaca y feúcha, fuera modista o partera, pero no consiguió arrebatársela al circo; el destino la llevó inexorablemente al trapecio. Ella —gran contadora, escribió no solo memorias sino incluso novelas— explicaba que no tenía ninguna vocación ni aptitudes circenses y que lo que le gustaba era estudiar: era feliz cuando en su nómada vida el circo familiar llegaba a un pueblo y su madre la metía a hacer horas para aprender las letras y los números en las escuelas del lugar a cambio de entradas para la carpa. Cuando su hermana trapecista se mató en un accidente de tráfico que sufrió la familia, el padre sacó el trapecio de la fallecida y le dijo a la niña que era una pena que se perdiera el número. Ella entendió el mensaje. El show debía continuar. La frágil Cristina había hecho a los 12 años sus pinitos (precisamente) en el alambre, sobre el que confesaba ser muy mala, y probó el trapecio. Allí floreció.

Su padre se convirtió en su maestro y su promotor y la bautizó para la pista: recordando que existía una Rita de Plata le puso Pinito del Oro. Desarrolló una audacia y una sangre fría extraordinarias. Su número legendario era ponerse de cabeza sobre la barra del trapecio y balancearse así. Los especialistas dicen que su repertorio no ha vuelto a repetirse con la misma destreza, plasticidad y peligro. Sin embargo, probablemente nunca hubiera pasado a la historia del circo de no ser porque la descubrió un agente que cazaba talentos latinos para el famoso circo estadounidense Ringling Bros and Barnum & Bailey, conocido como “el mayor espectáculo del mundo”, con el que debutó en 1950. En los EE UU de la época, la chica, que se había transformado en una mujer hermosa, se convirtió en un icono de sensualidad, conjugando como un mito de carne y hueso en maillot, belleza, erotismo y riesgo.

Una vez contó que antes de trabajar, sin red como se estilaba entonces, no tenía miedo pero que todas las noches soñaba que se caía del trapecio.

Pero estaba siempre el miedo. Una vez contó en una entrevista que antes de trabajar, sin red como se estilaba entonces, no tenía miedo pero que todas las noches soñaba que se caía del trapecio. Cuando en 1950 el Ringling actuó en el Madison Square Garden de Nueva York se encontró al salir a la pista con que le habían colocado el trapecio a 15 metros de altura, cuando ella estaba acostumbrada a trabajar a seis en el circo de su padre. La observaban 16.000 personas. Explicó que se sintió morir y que se orinaba encima de miedo (lo que nos pasaría a cualquiera). Pero sabía que se lo jugaba todo y allí que fue, y voló.

Cuando pensamos en Pinito, paradójicamente, a la mayoría lo que nos viene a la mente son sus caídas. Como aquella en Huelva en 1948, que le costó ocho días en coma y una fractura de cráneo. La salvó en varias ocasiones su marido, Juan de la Puente, que se colocaba debajo y le hacía de parachoques humano, rompiéndose en más de una ocasión los brazos. Es curioso, porque por lo que ella contó era el único lugar en que el matrimonio funcionaba bien.

Confesaba Pinito que ser artista no la llenaba del todo y aludía a una vehemente necesidad de amor romántico. Tuvo que renunciar, lamentaba, a muchas cosas por el trapecio, entre ellas a llevar zapatos altos, para no perder sensibilidad en los pies.

En España el franquismo la hizo suya, pero se cuidaba de subirle el escote en las fotos y taparle las ingles con sellos (dado que estos lucían la cara de Franco, debía ser cosa de verse). Se retiró dos veces, la primera en 1961. Reapareció en 1968 (y sufrió una gravísima caída en Laredo) y colgó el trapecio en 1969. Ahora, tras ganar todos los premios del circo, incluido el Nacional, ha reaparecido desde aquellos viejos carteles para mostrarse una última vez bajo los focos y protagonizar su última y definitiva caída.

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