Y ahora subo las escaleras, salgo a la terraza y siento el aire seco de la madrugada que limpia mi cara del entresueño producido por el alcohol y la hora tardía. Un murciélago zigzaguea por encima de las cabezas de mis amigos, como si los inspeccionase inquieto desde lo alto, y vuelve a desaparecer en las sombras. Es de noche, en Madrid, en mi terraza, estamos bebidos, en ese momento que tanto me gusta en el que la gente discute sin mucho tino, en el que todos están más alegres o más tristes de lo que se permiten a diario, sin llegar a ser violentos ni a romper a llorar ni a cantar. La noche (más bien el amanecer, porque hay un filo rosado que bordea el cielo allí, al otro lado de Madrid, más allá de la estación de Atocha, de Vallecas, de los paralelepípedos alineados sobre lo que, desde aquí, parecen los confines de la ciudad) se ha vuelto lenta, como nuestras lenguas, como nuestros párpados, todos los movimientos ligeramente ralentizados; la mano de Fran atusando sus propios cabellos mientras dice: «No sé, tío, no sé», probablemente porque ya incluso se le ha olvidado de qué estaban hablando y sólo le queda esa pesadumbre que arrastra de un día al siguiente, y que se le escapa en cada broma o que a veces, cuando se pone melancólico, pretende que es pesar por el estado del mundo y no el luto por sí mismo, por las propias ilusiones difuntas, que lleva desde hace tanto tiempo. —No, otra vez no —Javier arroja la servilleta sobre la mesa, empuja la silla y su propio cuerpo hacia atrás, hace ademán de levantarse, pero aguarda, porque los discursos de Fran le exasperan y al mismo tiempo le permiten responder con su propia rabia; la suya, al contrario que la de Fran, no es una rabia dirigida contra el mundo, sino individual, contra cada una de las personas que lo componen. Por eso, mientras que Fran suele expresarla lentamente, sin aspavientos, casi volviéndola hacia sí mismo, porque el mundo no está allí para recibirla, Javier, que vive su malestar como una afrenta personal, da voces, resopla, insulta, ataca al contrincante; para él cada discusión es un combate de boxeo—. Otra vez no, ya nos lo sabemos. —Es que todo es una mierda, puro capitalismo. Tenemos un rey fascista, un Gobierno fascista... —Así no se puede discutir. Si empiezas con esas gilipolleces mejor no seguir. —Nuestra economía es fascista. —Y lo dices tú que trabajas para el Banco de Santander. Olé tus huevos. —Por eso, conozco el sistema desde dentro. Todos delincuentes. —Pues salte, nadie te obliga a trabajar para el Santander. —Ya... —Y no me vengas con el colegio de tus niños o la universidad. Porque eso ya lo oigo desde que te conozco. Viva la revolución, pero colegio privado para los chicos, y el inglés en Londres y el máster en... —El inglés en Nueva York, prefieren la capital del imperio. Mis hijos saben lo que quieren. —Pues Nueva York. Mejor me lo pones. Vete a la mierda. Y cuando puedas decir algo coherente, vuelve. Fran se asoma con una media sonrisa al fondo del vaso. ¿Qué haría si dejase su empleo en el banco? ¿Cuál sería su estrategia para continuar siendo pasivamente infeliz? Me encantan nuestras discusiones inútiles, el gusto por la repetición, que nos recuerda quiénes somos. No conversamos para llegar a una conclusión, sino para escuchar al otro rebatir cualquier argumento nuestro, saber que podemos contar con él, que no nos va a dejar solos con nuestras contradicciones. Hemos superado los cuarenta, los seis, asomados ya a ese caer, hundirse desde lo alto si es que alguno llegó a lo alto, asomados también a las posibilidades, a una promesa de cambio. Cuarenta, bien mirado, no es tanto; a veces aún levantamos la cabeza y nos preguntamos: «¿Por qué no?, todavía estoy a tiempo», y husmeamos como perdigueros un rastro entre los matojos que han ido creciendo en los caminos abandonados, porque hace años que transitamos la misma carretera, sin atrevernos a meternos en un desvío. Y después de atisbar esa posibilidad continuamos rumiando con placidez nuestras vidas, ni muy felices ni muy infelices: moderadamente satisfechos, hacemos la digestión de nuestros sueños. Cuarenta es la edad maldita, no la adolescencia, como se supone, tampoco la vejez. En la adolescencia sientes una rabia creativa que no te ata a la silla ni al recuerdo de tiempos supuestamente mejores e incluso el miedo que sientes es un combustible que te mantiene vivo, que te hace buscar la puerta de salida o de entrada, y si te deprimes piensas que no eres tú el responsable de ese desaguisado que es el mundo: cuando eres adolescente son siempre otros los culpables. Mientras que un anciano ha tenido el tiempo de irse cargando de culpas y de ir asumiéndolas, de conformarse con las propias limitaciones... Ahora, justo cuando estaba pensando esto, Javier ha insultado a Fran porque lo que dice no tiene sentido, y no hay nadie más convencido del sentido de las cosas que Javier, y le echa en cara que es tan radical porque así no tiene que actuar: «Como todo es una mierda, ¿para qué vas a mover un dedo?», le dice, y horada el aire con el suyo. Me dan ganas de abrazarlos a todos, de consolarlos, de quererlos por encontrarse tan perdidos. A esta hora las luces de los edificios cercanos se han apagado, también el campanario de San Cayetano, y la única luz cercana es la que emana de mi terraza: somos la balsa de la Medusa en el oscuro océano de nuestra embriaguez. Me acerco a Alicia por la espalda. Ella no suele intervenir en las discusiones salvo para decir que le recordamos a su familia, que da igual el tiempo que transcurra, parecen haberse quedado estancados en la misma pelea. Fuma demasiado, se mordisquea los padrastros, chasquea a veces la lengua. Es una mujer que parece siempre a punto de marcharse a algún lugar, como si la esperasen en otro sitio donde en realidad se sentiría más a gusto. Pero suele ser la última en irse, apura la noche, la compañía, el sonido de nuestras voces. Le pongo una mano en el hombro y me inclino para poder susurrarle al oído: «¿Te quedas esta noche?». Y ella, sin volverse y levantando el vaso como para brindar, responde en voz alta: «Ni loca». Qué pena. Me gustaría que Alicia se quedase esta noche, abrazada a mí junto al antepecho de la terraza que, como el palco de un teatro, nos permite asomarnos a un decorado que se despliega para que proyectemos en él nuestras fantasías. Siempre me ha gustado vivir en áticos y buhardillas, porque desde sus ventanas o terrazas se ve un mundo que, sin pertenecerte, te permite disfrutar de él. No es necesario que lo cuides, nadie te pide que repares las tejas o reorientes la antena. Está ahí, para que lo mires, y cuando te asomas a ese vasto espacio te sientes como un terrateniente que va el domingo al campo y fuma recorriendo con la vista esas posesiones que no tiene que regar, ni labrar, ni cosechar. Y también me han gustado siempre las mujeres que me permiten disfrutar su compañía sin obligarme a realizar el trabajo arduo, constante, ingrato a veces, que exige cualquier larga convivencia, una relación que se supone debe crecer y prosperar, pero para que lo haga también es necesario regar y labrar, e incluso la cosecha puede resultar agotadora aunque sea abundante. Soy uno de esos hombres de los que algunas mujeres dirían que tienen miedo al compromiso. No digo que no experimente miedo, la sana reacción de cualquier ser vivo ante el peligro. El miedo nos protege y nos salva. Lo que no tiene miedo se extingue estúpidamente. El arrojo es alabado cuando quien lo posee se sacrifica por nosotros. Pero yo no tengo vocación de mártir ni de héroe. A mí tan sólo me gusta ver las ciudades desde lo alto y abrazar a mujeres que no pronuncian la palabra siempre. O que lo hicieron una vez y se arrepienten de ello: me gustan mucho las mujeres casadas. Alicia, ahí sentada, con la cabeza ligeramente inclinada, sonriendo no sé si por lo que oye o por algún recuerdo, agita con el dedo índice, muy despacio, la bebida que sujeta en la otra mano. Después saca el dedo y lo lame distraída. Una imagen como de principio de película porno; ella ni siquiera se da cuenta de que la estoy mirando. Y ahora se ríe abiertamente de algo que se ha dicho en la mesa y yo no he escuchado, es la mujer de Javier la que habla, la única que a esas horas parece conservar la energía, el ánimo, y no me extrañaría que propusiese, como otras veces, la última en algún local que nunca cierra. La última, esa necesidad de alargar un poquito más el fragmento de tiempo suspendido en el que olvidamos tareas y problemas personales, porque, a pesar de todos los años que hace que nos conocemos, cuando uno le pregunta a otro «¿qué tal?», seguimos respondiendo obstinadamente: «Bien». Ya es tarde. Ya es temprano. Fran se levanta, se gira en derredor con movimientos lentos, saca un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa, contempla su interior como quien constata una desgracia largamente sabida, la estruja y la vuelve a guardar en el bolsillo. «Vamos a irnos yendo», dice, convirtiendo con enorme habilidad la indecisión en sintaxis, y consulta a su mujer mirándola por encima de las gafas. Es la de Javier la que se incorpora y lo toma del brazo en un gesto protector; suele ser afectuosa con él, como para consolarlo de los ataques de Javier, o porque sabe que Fran necesita las invectivas de Javier como castigo, como penitencia por llevar una vida inconsecuente, y lo acaricia y mima como haría con un animal herido. Los abrazos, algo más largos que a la llegada, cuando aún los movimientos eran rápidos y las frases ligeras; el abrazo de Alicia igualmente largo, dos besos cuyo impreciso detenerse en mis mejillas no significa nada, ese aliento que no promete, ese pecho que se aproxima asexuado, insensible. Dentro de un rato no recordaré quién ha sido el último en irse ni qué palabras hemos intercambiado. Mi cerebro es de algodón. Iba a decir de estropajo, pero sería una imagen demasiado áspera; y yo sí estoy bien. Me encuentro bien. Subo a la terraza, ya solitaria, particularmente silenciosa, como si la marcha de mis amigos no sólo se hubiese llevado sus voces sino que también hubiera absorbido otros sonidos, como si el vacío que dejan a sus espaldas hubiera succionado la consistencia de las cosas. Me tambaleo sin la impresión de estar completamente borracho. Las copas, los platos, las botellas, los ceniceros, servilletas arrugadas, restos de gambas y de pan y pieles de embutidos, los residuos que ahora parecen míseros, viejos, y que anuncian un despertar de resaca y mal sabor de boca. Me apoyo contra el antepecho y vuelvo la vista hacia el sur de la ciudad, al otro lado del río, allí donde en la luz mate del amanecer se adivina el fin de los edificios y el inicio del páramo. Suena el teléfono fijo. Ya nadie me llama al fijo. Decido no hacerle caso, pero el hecho de no hacer caso es un fastidio, porque en ese momento la mañana, en lugar de anunciarse, revienta, una explosión anaranjada que incendia las nubes como si fuesen el telón en llamas de un teatro. Y la llamada me impide seguir ensimismado, con esa sonrisa de bienestar entumecido en los labios que supongo que desde fuera podría parecer algo simple, pero que no es más que una manifestación de placidez: desde esta terraza que me permite ver Madrid, del cerro de los Ángeles por un lado hasta la sierra de Guadarrama por el otro, Vallecas hacia el este, sólo el noreste oculto por algunos edificios más altos, y ver también los distintos planos inclinados de teja que, por el día, cuando cae el sol a plomo, recuerdan vagamente un cuadro de Cézanne, y también torres y campanarios, antenas, y ese amanecer que sólo puede culminar, para ser coherente consigo mismo, con un anuncio particularmente significativo de Jehová o de Zeus o de cualquier deidad con voz de trueno. Pero suena el teléfono. Una y otra vez, en intervalos de no más de un minuto, rompiendo el momento, desenfocando la imagen. Ya no miro como antes, satisfecho, tranquilo, casi conmovido, sino tenso, aguardando el siguiente timbrazo, un estridente rinrín de otros tiempos, el que venía por defecto con el aparato y no he tenido la paciencia de cambiar por una melodía más amable. Bajo a buscar el teléfono. Alguno de mis amigos habrá olvidado cualquier cosa, un bolso o quizá las llaves del coche, y ahora regresará a buscarlas, quienquiera que sea, y se sentará a lo mejor un rato y tomará un último vaso de bourbon, o quizá es Alicia, que se lo ha pensado y viene a compartir mi cama y a quitarme este escalofrío que provoca el relente matinal, y no es que tenga ganas de sexo a estas horas y con la cabeza esponjosa, pero me resulta agradable la idea de dormir abrazado a ella, quizá con mi rostro contra su nuca y mis manos ancladas a su vientre desnudo. Subo otra vez sin prisa la escalera, con el inalámbrico aún en la mano, convencido de que dejará de sonar antes de que llegue a la terraza y no tendré que contestar. Y así es, pero tras una breve pausa se reanuda el timbrazo que allí arriba, al aire libre, en el silencio general del amanecer, suena aún más estridente e inoportuno. —Sí. —¿Samuel? —Sí, soy yo. —Soy Luis. Se hace un silencio en el que me da tiempo a pensar que no es uno de mis amigos y una alarma se abre paso en mi cerebro, como cuando oyes una sirena de policía o de ambulancia acercándose en medio de la noche y te das cuenta de que podría ser un repentino aviso de que el orden de las cosas se va a trastocar en cualquier momento. Antes todo era como siempre, estaba acoplado a la humilde monotonía de los días en los que todos los desayunos son iguales y se va uno a acostar sin que haya ocurrido nada reseñable, pero la llamada de un desconocido a las cinco o las seis de la mañana sólo puede anunciar un cambio importante, una transformación que quizá haga que todo lo que era deje de ser, y que el libro que estábamos leyendo se convierta de repente en una historia totalmente distinta de lo que habíamos esperado. Aunque quiero creer que no, que es una falsa alarma, no reconozco el número que aparece en la pantalla y tampoco he reconocido la voz ni tengo amigos cercanos que se llamen Luis, y no tiene sentido alguno ese largo silencio primero y después el sollozo, ni ese sonarse los mocos, de alguien cuya desgracia no llegaré a conocer porque se deshará enseguida el malentendido y ese hombre se disculpará y colgará y marcará otra vez para mantener una conversación de la que ya no seré testigo. —¿Qué sucede? —Lo siento, lo siento mucho, Samuel. —Me parece que se ha equivocado —digo, pero me falla la convicción al darme cuenta de que me está llamando por mi nombre. —Clara. Esta tarde. Hace un rato. Joder, no sabes cómo lo siento. —Clara —digo, y escarbo en la memoria pensando que no quiero que cuelgue aún. Antes de irme a dormir necesitaría escuchar esa historia que no es la mía, precisamente para que también sea la mía, igual que leemos una novela para añadir historias a nuestra vida, historias que por dramáticas que sean resultan inocuas, pensamos, porque no pueden afectarnos en la realidad. Quiero saber quién es Clara, y qué ha hecho, qué relación me unía con ella y por qué voy a sentirlo. —No nos hemos encontrado nunca, pero Clara me habló un montón de veces de ti. Un montón. Joder. Y ahora, mira. —Sí, Clara. ¿Y? —Llegando a Madrid, en la carretera de La Coruña. Por sortear a un peatón al que no se le había ocurrido cosa mejor, la gente está loca, que cruzar la carretera de La Coruña, y ella lo quiso esquivar, perdió el control. —¿Está bien? —Que se ha matado, te digo. Que está muerta. Es acojonante. No me lo puedo creer. Clara muerta. Ahora callamos los dos. No sé si mi interlocutor se ha quedado en silencio porque está llorando o porque lucha por contener el llanto, pero no se oyen ni sollozos ni respiración entrecortada. En el cielo dos vencejos se persiguen vertiginosamente; me gustaría saber si esas persecuciones son un juego, rivalidad o cortejo amoroso. ¿Qué pasaría si el perseguidor atrapase al perseguido? Pero eso parece no suceder nunca. Como si una regla no escrita de la vida de los vencejos fuese no alcanzar jamás al otro, aunque a veces el segundo será más rápido que el primero: la liebre que por mucho que corra no rebasará a la tortuga. —¿Estás ahí? Emito un sonido de asentimiento mientras giro la cabeza en pos de esos dos primeros vencejos de la mañana, cuyas evoluciones sigo con un ligero malestar en el estómago. —Ya imagino que no irás, pero para que lo sepas, la incineración es pasado mañana, a las once. —Sábado. —Sí..., sábado. ¿Tienes dónde apuntar? Te doy la dirección del tanatorio. —Dime —digo, y tomo nota mentalmente de la dirección. —Yo no creo que vaya. No conozco a casi nadie yo tampoco, bueno, te habrá dicho cómo era mi relación con ella, muy distante ya, aunque seguíamos hablando por teléfono, a veces, algo menos los últimos tiempos... —Pero antes estabas llorando. —Claro, o no sé si claro, pero joder, tenía treinta años, y yo la había querido mucho. Y además por ti, por vosotros, me imagino lo que será... —No sé qué decir. —Ya me lo imagino. Qué va a decir uno en un caso así. Salvo que debería haber atropellado a ese hijo de puta. Haberle pasado por encima del cráneo y aplastado los sesos. ¿No? —No sé, la verdad. —Bueno, sólo quería decírtelo, y suponía que nadie más..., en fin, llámame cuando quieras. Ya sé que no nos hemos visto nunca, pero da igual, te vienes a casa y hablamos, o nos fumamos unos porros. O averiguamos dónde vive ese imbécil y al menos le partimos la cara. —¿Qué imbécil? —Pues ése, el que cruzó la carretera. Vale, era sólo una idea. Es broma, bueno, broma no, es la rabia. En fin, que lo siento, lo siento de verdad. ¿Se lo vas a decir a tu mujer? —¿A mi mujer? —Disculpa, estoy diciendo idioteces. Tienes mi número en la pantalla, ¿verdad? Llámame, en serio. Y hablamos. Lo siento mucho. Joder, qué cosas, así de repente. Dejo el teléfono sobre la mesa, entre vasos y platos sucios. En apenas unos minutos el cielo ha cambiado. Ahora es una extensión de rescoldos mortecinos ocultos tras nubarrones de ceniza. Vuelvo a hacer memoria, a pasar revista a los rostros que han ido desapareciendo de mi vida: la amiga de siempre que se mudó primero a otra ciudad y luego a otro país; aquella que se casó con un hombre al que yo no soportaba; la que se enfadó estúpidamente conmigo por un mero plantón y no volvió a dirigirme la palabra. Repaso las caras y los nombres de amigas y amantes, ese álbum de fotografías algo amarillentas que me hace sentir más viejo de lo que soy. Busco también las páginas arrancadas, aquellas de las que estoy seguro de que contenían alguna imagen que he olvidado; hubo otras mujeres, episodios que no dejaron huella ni cicatriz, breves aventuras o amistades, ¿cómo se llamaban?, ¿cómo era su voz?, ¿cómo su risa? Pero aunque me demoro en el pasatiempo de intentar reconstruir mi historia sentimental, ese rompecabezas desordenado, hecho de piezas que no encajan, sé que el esfuerzo es inútil: estoy seguro de no haber conocido nunca a ninguna Clara.
|
Сейчас я поднимаюсь по лестнице, выхожу на террасу и чувствую сухой предрассветный воздух. Он касается моего лица, освобождая меня от полусонной пелены, навеянной алкоголем и поздними ночными бдениями. Летучая мышь молниеносными зигзагами проносится над головами моих друзей, будто бы беспокойно рассматривая их, и снова исчезает в тени. Мы пьянствуем сегодня ночью в Мадриде, у меня на террасе, в это самое время. Эти моменты доставляют мне истинное наслаждение. Друзья обсуждают что-то безо всякого чувства меры. Сейчас все гораздо веселее или печальнее обычного, когда они не позволяют себе ни плакать, ни петь. Ночь, точнее, рассвет. Острая, как лезвие, розоватая полоска окаймляет небо там, с другой стороны Мадрида, дальше вокзала Аточа и района Вальекас с его неровными параллелепипедами, кажущимися отсюда границей города. Ночь нетороплива, она становится неповоротливой, как наши языки, как наши веки. Все наши движения слегка замедлены. Фран приглаживает волосы рукой и говорит: “Не знаю, старик, не знаю”, - скорее всего, потому, что уже и позабыл, о чем они говорили. И теперь у него остается только эта тяжесть, которую он тащит за собой изо дня в день, и которая проскальзывает в каждой его шутке. Временами Фран пребывает в меланхолии, уверяя всех, что он печалится из-за положения в мире, а не скорбит по собственным, почившим в бозе, мечтам, которые он держит при себе с давних пор.- Нет, и еще раз нет, – Хавьер швыряет салфетку на стол, отодвигает стул, собираясь встать из-за стола, но выжидает, поскольку сказанная Франом фраза вывела его из себя, в то же самое время, дав возможность излиться его собственному гневу. В противоположность Франу ярость Хавьера была направлена не против всего мира, а персонально против каждого человека, этот мир составляющего. Вот почему Фран, по обыкновению, выражает свое недовольство неторопливо, без лишних эмоций, практически оборачивая его на на самого себя, потому что мир существует не для получения пинков от недовольных жизнью. В то же самое время Хавьер переживает свои треволнения и беспокойства, воспринимая их как личное оскорбление. Он кричит, сопит, обижается, кидается на противника. Для него любой спор – боксерский поединок.– Еще и еще раз нет, это мы уже знаем.- Дело в том, что все дерьмо, чистейший капитализм. У нас король-фашист и фашистское правительство...- Так спорить нельзя. Если ты начинаешь с подобной чуши, лучше не продолжать.- Наша экономика фашистская.- И это говоришь ты? Ты, работающий в банке Сантандер. Ну ни хрена себе!- Именно поэтому и говорю. Я знаю систему изнутри. Все преступники.- Тогда уходи оттуда. Никто не заставляет тебя работать в Сантандере.- Но..- И не досаждай мне со своей школой для детей или университетом, потому что я слышу это с тех пор, как тебя знаю. Да здравствует революция, но частная школа для детей, английский в Лондоне и магистратура в...- Английский в Нью-Йорке, они предпочитают столицу империи. Мои дети знают, чего хотят.- Пускай Нью-Йорк. Думаешь, мне от этого легче? Да пошел ты к черту! Когда сможешь сказать что-нибудь путное, возвращайся, милости просим.Фран, еле заметно улыбаясь, уставился на дно стакана. Что он делал бы, уволившись из банка? И как продолжать жить вот так же, пассивно-несчастным?Мне нравятся наши бесполезные, вечно повторяющиеся дискуссии. Я получаю удовольствие от этих споров, напоминающих нам о том, кто мы. Мы ведем эти беседы не для того, чтобы прийти к какому-то выводу, а для того, чтобы услышать от кого-нибудь другого иной аргумент, оспаривающий наш, чтобы понять, что мы можем положиться на человека, и он не оставит нас одних с нашими разногласиями.Недавно нам стукнуло по сорок, всем шестерым. Мы уже представляем свое падение с высот на дно, если, конечно, кто-то из нас этих высот достиг, и представляем свои возможности, помним об обещании перемен. Если хорошенько посмотреть, сороковник это еще не все. Иногда мы поднимаем голову, спрашивая себя: “А почему бы и нет? Ведь я все еще в игре”. Мы, как борзые, вынюхиваем след среди заросших кустарником забытых и заброшенных дорог, а ведь еще несколько лет назад мы ехали по этим самым дорогам, не решаясь с них свернуть. И даже после того, как забрезжила возможность поворота, мы с удовольствием продолжаем обсасывать наши жизни, не слишком счастливые, но и не очень несчастные. В меру удовлетворенные, мы мусолим наши мечты.Сорок лет... Сволочной, проклятый возраст. Это не отрочество, как предполагалось, но и не старость. В юности ты чувствуешь творческую злобу, которая не связывает тебя ни местом, ни воспоминаниями о так называемых лучших временах. И даже испытываемый тобой страх есть не что иное, как топливо, что поддерживает в тебе живое начало, заставляющее тебя искать входную дверь в жизнь. Ты впадаешь в уныние, думая, что мир к тебе несправедлив, что ты всего лишь подросток, и в этом виноваты другие. У старика же было время пройти по жизни, взваливая на себя груз вины, и идти дальше, приняв эту вину и смирившись с собственными ограничениями... И теперь, именно сейчас, когда я думал об этом, Хавьер оскорбил Франа, потому что в том, что он говорит, нет никакого смысла. А ведь нет никого более убежденного в смысле вещей, чем Хавьер. Он упрекает Франа в радикализме, потому в этом случае ему не нужно притворяться. “Раз все дерьмо, чего ты шебуршишься?” – говорит он, тыча в него пальцем. Мне так хочется обнять их всех, утешить и любить, потому что они такие потерянные. В этот час огни в соседних домах и на колокольне Святого Гаэтано потушены, единственный в округе свет льется с моей террасы. Мы – плот “Медузы” в темном океане нашего опьянения.Я подхожу к Алисии сзади. Она, как правило, не вмешивается в наши дискуссии, разве только сказать, что мы напоминаем ей ее семью, и неважно, сколько времени прошло, они, кажется, так и остались в той же самой затянувшейся ссоре. Алисия слишком много курит, покусывая заусеницы и изредка прищелкивая языком. Вечно кажется, что эта женщина вот-вот куда-нибудь уйдет, будто ее ждут в другом месте, где и на самом деле ей было бы гораздо приятнее. Но обычно она уходит самой последней, насладившись сполна ночью, нашим обществом и звучанием наших голосов. Я кладу руку ей на плечо и наклоняюсь к ее уху, чтобы прошептать: “Ты остаешься на ночь?” Она, не оборачиваясь, поднимает стакан, будто чокаясь, и громко отвечает: “Я не сумасшедшая”.Как жаль. Мне хотелось бы, чтобы Алисия осталась сегодня ночью, обнимала бы меня, стоя у перил террасы, как в театральной ложе. Мы заглянули бы с ней за развернутые декорации, чтобы в них проявить наши фантазии. Мне всегда нравилось жить на верхних этажах или в мансардах, потому что из их окошек, с балконов и террас виден мир, который не принадлежит тебе, но позволяет им наслаждаться. У тебя нет никаких забот, никто не просит тебя починить крышу или настроить антенну. Здесь есть на что полюбоваться, и когда ты заглядываешь в это необъятное пространство, то чувствуешь себя землевладельцем, который шагает в воскресенье по полю, куря на ходу и осматривая владения, которые не должен ни орошать, ни возделывать, и с которых он не должен собирать урожай.А еще мне всегда нравились женщины, позволяющие мне наслаждаться их обществом, не заставляя постоянно выполнять тяжкую работу, зачастую обременительную, требующую долгого совместного проживания и отношений, которые, предположительно, должны расти и процветать. А для этого, отношения, как и поля, необходимо возделывать и орошать, и даже сбор урожая может оказаться утомительным, хотя и обильным. Я – один из тех мужчин, о которых некоторые женщины сказали бы, что они боятся обязательств. Я не говорю, что не боюсь. Страх – это здоровая реакция любого живого существа на опасность. Страх защищает и спасает нас. Тот, кто не испытывает чувства страха тупо уничтожает себя. Честь и хвала тому, кто смел и жертвует собой ради нас! Но у меня нет призвания ни к мученичеству, ни к геройству. Мне доставляет удовольствие лишь смотреть на города с высоты и обнимать всегда молчаливых женщин, не произносящих ни слова. Или же тех, кто, однажды заикнувшись о чем-то, потом сожалеет об этом. Я обожаю замужних женщин. Алисия сидит здесь, слегка наклонив голову и улыбаясь, не знаю чему. То ли тому, что слышит, то ли какому-то воспоминанию. В руке она держит бокал с напитком, неторопливо помешивая его указательным пальчиком другой руки, а затем рассеянно облизывает палец, как в начальном кадре порнофильма. Она даже не замечает, что я смотрю на нее. А теперь она искренне смеется над чем-то, сказанным за столом, что я не расслышал. Это сказала жена Хавьера, единственная из нас, кто в это время, похоже, сохранил дух и энергичность. Я не удивился бы, если бы она предложила напоследок, как и в прошлые посиделки, какое-нибудь всегда открытое местечко. «На посошок» - это потребность еще чуточку растянуть эту частичку времени, когда мы взяли паузу, позабыв о делах и личных проблемах. Ведь несмотря на то, что мы столько лет знаем друг друга, если один из нас спрашивает другого “Как дела?”, мы упорно продолжаем отвечать “Нормально”. Уже поздно, и уже рано. Фран поднимается, медленно поворачивается, достает из кармана рубашки пачку сигарет и разглядывает ее содержимое, словно удостоверяясь в затянувшихся надолго неудачах, а затем сминает и прячет обратно в карман. “Ладно, мы, пожалуй, пойдем”,– говорит он, ловко превращая колебание в утверждение и советуясь с женой Хавьера, глядя на нее поверх очков. Жена Хавьера встает и берет Франа под руку, словно защищая его. Она по-обыкновению очень приветлива с ним, будто для того, чтобы успокоить и утешить его после нападок мужа. А, может быть, просто потому, что она знает, что Франу необходимы эти выпады Хавьера, как наказание, как покаяние за противоречивую жизнь. Жена Хавьера проявляет к Франу нежность, гладит его, как гладила бы и ласкала раненое животное.Расстаемся. Объятия более долгие, чем при встрече, когда наши движения былибыстрыми, а слова несерьезными. Столь же долгое объятие Алисии и два ее легких поцелуя в щечку ровным счетом ничего не означают, ее дыхание ничего не обещает, а грудь бесчувственна и не возбуждает.Очень скоро я и не вспомню, кто ушел последним, и какими словами мы обменялись. Мой разум затуманен, голова, словно ватная. Я должен был бы сказать, как тряпка, но это было бы чересчур. Мне хорошо. Я нахожу, что мне хорошо. Я поднялся на опустевшую теперь террасу, по-особенному тихую и безмятежную, словно уход моих друзей не только унес с собой их голоса, но и поглотил все иные звуки, и будто пустота, оставшаяся за их спинами, впитала в себя суть вещей. Меня шатает, но я не совсем пьян. Бокалы, тарелки, бутылки, пепельницы, смятые салфетки, остатки креветок и хлеба, шкурки от свиной колбасы теперь кажутся какими-то жалкими, старыми. Они предвещают похмелье и омерзительный привкус во рту. Я прислоняюсь к перилам террасы и снова смотрю на южную часть города на другом берегу реки. Где-то там, в матовом свете утренней зари, угадывается окраина города, там заканчиваются здания, и начинается пустошь.Пронзительно звонит телефон. В это время мне никто не звонит. Телефонный звонок выводит меня из себя, и я решаю не брать трубку, потому что в эту самую минуту рождается утро, и в месте его появления происходит взрыв. Оранжевая вспышка поджигает облака, делая их похожими на театральный занавес в огнях рампы. Этот звонок мешает мне погрузиться целиком в свои мысли, но на губах моих застыла благостная улыбка. Думаю, со стороны все могло бы показаться каким-то простодушно-наивным, но это всего лишь проявление спокойствия и умиротворения. Отсюда, с террасы, мне отлично виден Мадрид от Холма Ангелов с одной стороны до горного массива Сьерра-де-Гуадаррама с другой, на востоке виден Вальекас. И только северо-восток скрыт от меня какими-то высоченными зданиями. Видны мне и различные скаты крыш. При свете дня, когда солнце стоит в зените, они смутно напоминают картину Сезанна. Видны и башни, и колокольни, и антенны. Виден и этот рассвет, которому только предстоит достичь своего апогея и в логичном своем завершении стать, в частности, предвестником Иеговы или Зевса, или еще какого-нибудь другого громогласного божества.А телефон снова и снова трещит, ежеминутно передергивая этот миг и нарушая картину. Я уже смотрю на все не так, как раньше – удовлетворенно, спокойно, почти трогательно, расслабленно. Теперь я жду следующего громкого звонка, все того же резкого “дзинь”, который звучит весьма пронзительно из-за неисправности телефона, а у меня не хватает терпения поменять звонок на более приятный.Я спускаюсь в поисках телефона. Вероятно, кто-то из моих друзей что-то забыл – сумку, а, может, ключи от машины – и теперь возвращается за ними. Кто бы то ни был, скорее всего, он сядет пропустить последний стаканчик “бурбона”. А, быть может, это Алисия, которой вздумалось прийти и разделить со мной кровать, уняв мою дрожь, вызванную предрассветной сыростью. Хотя я не хочу заниматься с ней любовью в эти утренние часы с чумовой, будто набитой ватой, головой, но мне чертовски нравится мысль спать с ней в обнимку, прижавшись лицом к ее затылку и положив руки на ее обнаженный живот. Я снова не спеша поднимаюсь по лестнице с радиотелефоном в руке. Наверняка, телефон перестанет звонить, прежде чем я поднимусь на террасу, и мне не придется отвечать. Так и произошло, но после короткого затишья телефон затрещал снова. Там, наверху, под открытым небом, во вселенской предрассветной тишине звонок звучал более пронзительно и был еще более неуместен.- Да.- Самуэль?- Да, это я.- Это Луис.Воцарилась тишина, и я успел подумать, что это не кто-то из моих друзей. В моем мозгу прозвучал сигнал тревоги, такой же, какой звучит, когда ты в полночь слышишь приближающийся вой полицейской сирены или скорой помощи, и понимаешь, что это могло быть неожиданным предупреждением о том, что порядок вещей в любой момент может нарушиться. Раньше все было, как всегда, я увязал в простой монотонности дней: по утрам одни и те же завтраки, вечерами шел спать в одиночестве, и за день не происходило ничего примечательного. И вот этот звонок незнакомца в пять или шесть часов утра может возвестить только о важной перемене, о преобразовании, которое, возможно, сделает так, что все, что было, перестанет существовать, и что книга, которую мы читали, превратится вдруг в историю, полностью отличающуюся от той, что мы ожидали. Хотя я хочу верить в то, что этого не произойдет, что это ложная тревога. Мне незнаком номер, высвечивающийся на экране, не узнал я и голос, у меня нет близких друзей, которых зовут Луис, и я ничего не испытываю ни от долгого молчания сначала, ни от чьих-то всхлипываний потом, ни от высмаркиваний кого-то, с кем приключилась беда. Я не стану ничего узнавать, потому что непонимание вот-вот разрушится, и этот человек извинится, повесит трубку и снова станет набирать номер, чтобы начать разговор, свидетелем которого я уже не буду.- Что случилось?- Я сожалею, Самуэль, очень сожалею.- Мне кажется, Вы ошиблись, – говорю я, но мое убеждение рушится, потому что я вдруг осознаю, что он называет меня по имени.- Клара. Сегодня вечером. Совсем недавно. Черт, ты не представляешь, как я сожалею.- Клара, – повторяю я и копаюсь в памяти, думая, что не хочу, чтобы он повесил трубку. Прежде чем отправиться спать, мне необходимо выслушать эту чужую историю, не мою, именно для того, чтобы она стала моей. Точно также как мы читаем роман, чтобы добавить в свою жизнь какие-то события, яркие истории, не причиняющие боли. Мы думаем о них, потому что не можем соприкоснуться с ними в реальности. Я хочу узнать, кто такая Клара, чем она занималась, какие отношения связывали меня с ней, и почему я должен сожалеть об этом.- Мы никогда не встречались. Но Клара много раз рассказывала о тебе. Много, очень много. Черт. А теперь, посмотри.- И что же Клара?- Она ехала по шоссе в Мадрид из Ла Коруньи. Чтобы объехать пешехода, которого угораздило перейти шоссе из Ла Коруньи, люди совсем с ума посходили... В общем, она хотела его объехать и не справилась с управлением.- С ней все в порядке?- Она погибла, вот что я тебе скажу. Она мертва. Это просто ужасно, чудовищно. Я не могу в это поверить. Клара мертва.Теперь молчим мы оба. Я не знаю, из-за чего мой собеседник хранил молчание. Плакал ли он или сдерживал слезы, не представляю, в трубке не слышались ни всхлипы, ни прерывистое дыхание. В небе стремительно гоняются друг за другом два стрижа. Хотел бы я знать, что означают эти гонки – игру, соперничество или любовное ухаживание. Что произошло бы, если бы преследователь поймал гонимого? Но, похоже, это никогда не произойдет, как будто есть в стрижиной жизни неписаный закон: летящему никогда не догнать другого, даже если он быстрее: заяц, сколько ни беги, не обгонит черепаху.- Ты здесь?Я утвердительно мычу и верчу головой, продолжая с легким внутренним волнением следить за двумя первыми утренними стрижами.- Думаю, ты не придешь, но, чтобы ты знал, кремация – послезавтра в одиннадцать.- В субботу.- Да… в субботу. У тебя есть на чем записать? Я дам тебе адрес морга.- Давай, – говорю я, мысленно беря на заметку адрес.- Не думаю, что я приду. Я тоже почти никого не знаю. Ладно, она тебе, вероятно, говорила, какие у нас с ней были отношения, весьма отдаленные, хотя мы часто болтали по телефону, правда, в последнее время гораздо реже.- Но, ты же недавно плакал.- Понятно, впрочем, не знаю, понятно ли, но, черт возьми, ей было тридцать лет, и я очень-очень сильно любил ее. А, кроме того, я плакал из-за тебя, из-за вас, представляю себе, что будет…- Не знаю, что сказать.- Представляю себе. Что сказать в таком случае? Что ты должен был бы налететь на этого сукина сына, сбить с ног, пройти по его черепушке и раздавить мозги, разве нет?- Не знаю. Я, правда, не знаю.- Ладно, я только хотел сказать все это тебе, я думал, больше некому… Ну, в общем, звони мне, когда захочешь. Я знаю, что мы никогда не виделись, да это и неважно. Придешь домой, поговорим или выкурим косячки. Или выясним, где живет этот урод, и, по крайней мере, набьем ему рожу.- Какой урод?- Ну, тот, что переходил шоссе. Не парься, это была всего лишь идея, шутка, впрочем, не шутка – ярость. В конце концов, мне жаль, жаль на самом деле. Ты расскажешь об этом своей жене?- Жене?- Извини, я говорю глупости. У тебя есть мой номер в телефоне, верно? Серьезно, позвони мне, и мы поговорим. У меня столько эмоций. Блин, ну и дела, вот так вот, вдруг.Я оставил телефон на столе, среди стаканов и грязных тарелок. Небо изменилось всего за несколько минут. Теперь эта слабо тлеющая необъятная даль скрыта за огромными пепельно-серыми тучами. Я снова копошусь в своей памяти. Я разглядываю лица, которые исчезли из моей жизни: моя всегдашняя подружка, переехавшая сначала в другой город, а потом и в другую страну, вышедшая замуж за мужика, которого я терпеть не мог. Та самая, которая глупо злилась на меня из-за простого ожидания и не разговаривала со мной. Снова и снова проходят передо мной лица и имена подружек и любовниц, этакий пожелтевший фотоальбом, заставляющий меня почувствовать себя старше, чем я есть на самом деле. Ищу я также и вырванные из жизни страницы. Я абсолютно уверен в том, что они содержали какой-то давно позабытый образ. Было у меня и несколько эпизодических женщин, не оставивших ни шрамов, ни следов – так, короткие приключения или мимолетные увлечения. Как же их звали? Какой у них был голос, какая улыбка? Но хоть я и остановился на том, что провожу время, пытаясь восстановить свои сентиментальные истории, собрать воедино эту беспорядочную головоломку, складывая неподходящие детали, я отлично понимаю, что все мои усилия бесполезны: я уверен в том, что никогда не был знаком ни с какой Кларой.
filo (punto o línea que divide una cosa en dos mitades) – линия, разделяюшая что-то на две части
gilipollez (= tontería, estupidez, idiotez) – глупость, чушь, ерунда
Банк Сантандер – один из крупнейших банков Испании и Еврозоны
Olé tus huevos (=olé) – выражение, выражающее положительные или отрицательные эмоции, типа "вот это да!", "ничего себе!" и т.п.
balsa de la Medusa – “Плот “Медузы”, картина французского художника Теодоро Жерико
placidez (tranquilidad y paz) – спокойствие, умиротворениеХолм Ангелов – географический центр Испании, находится в 10 км к югу от Мадрида, в окрестностях Хетафе
Вальекас – один из мадридских районов Ла Корунья – крупный курортный и портовый город на северо-западе Испанииa
cojonante – используется для выражения сильных положительных и отрицательных эмоций
|