Глава 15. Две недели спустя
Varias semanas después del gran partido en el colegio aún seguían
comentándolo.
Yo estaba feliz, pero al final, me cansé de tener que contar siempre las mismas
cosas en todas partes.
En casa no era así. Los comentarios duraron lo suficiente como para dejarme
claro que estaban orgullosos de mí, y que me merecía haber ganado porque me
había esforzado para lograrlo. Punto y aparte, como dice mi padre.
Una tarde sonó el teléfono y atendió Leo.
–¿Sí?
–...
–Sí, es aquí.
–...
–No, soy Leo, el hermano. Le paso con mi madre.
–...
–¡MAMÁ!
Mamá dijo que atendería desde el dormitorio. Habló mucho rato y después
llamó a mi padre.
Leo nos dijo que no había entendido muy bien quién era el que llamaba, pero
que había preguntado si estaba hablando con la casa de Pedro Santos
González, que soy yo. Y que después pidió para hablar con una persona
mayor.
Mi hermano Leo es mayor pero no tanto como mi madre.
–Mamá, ¿De qué quería hablar contigo ese hombre? – le pregunté más tarde.
–Cuando venga tu padre hablamos. ¿Puedes llamar al abuelo e invitarlo a
cenar?
–Pero hoy es jueves – le recordé. Mi abuelo los jueves se reúne para jugar al
Mus con sus amiguetes.
–Dile que es una excepción, cariño.
–¿Tiene que ver con...?
–Pedro, lo llamas y le dices lo que te comenté. Ya te enterarás cuando llegue
el momento. Pero sí, tiene que ver con la llamada y contigo – me respondió.
Y se metió en la cocina.
¿Por qué las madres siempre andan con misterios?
A la hora de la cena estábamos todos, incluyendo al abuelo.
Mi madre sirvió la comida y recién a los postres dio la noticia.
–Esta tarde llamaron de una Fundación que tiene un programa de
entrenamiento para deportistas con minusvalías. Preparan para la
competición profesional... me preguntaron que si estábamos interesados en
que te dieran una beca, Pedro. Le respondí que eso tenías que decidirlo tú.
Me quedé a cuadros. En primer lugar no tenía ni idea de lo que era una
Fundación; tampoco sabía lo que era un “programa de entrenamiento”; lo de los
deportistas con minusvalías, sí que lo sabía. Pero lo de la beca… eso, tampoco
sabía para qué servía. Así que no podía decidir nada porque no había entendido
casi nada.
Juan me vio la cara y me dijo:
–Los de las Fundaciones son personas que tienen mucho dinero y a veces lo
usan para ayudar a los más necesitados, Pedro. ¡Qué pasada, chaval! ¡Una
beca de atleta!
–¡No lo líes, Juan! – Lo regañó mi madre - Pedro, querido, ese señor llamó
para ofrecerte la posibilidad de que puedas entrenarte, aprender y cuidarte
como un verdadero atleta; estarás rodeado de técnicos y entrenadores
profesionales… esta Fundación se hará cargo de todos los gastos, podrás
prepararte para cumplir tus sueños, hijo. Ese Señor dijo que creen que
tienes un gran futuro, Pedro…, creen que en unos años podrás participar en
los Juegos Paralímpicos, hijo… ¡Estamos todos tan orgullosos de ti,
Pedrito!...
A medida que mi madre hablaba, fui entendiendo y se me iba haciendo un nudo
en la garganta.
Una beca... me daban una beca para entrenar... iba a ser un deportista
profesional... un atleta… iba a...
–¿Qué dices, hijo? - preguntó papá sonriendo – ¿Les decimos que sí, o
prefieres dejarlo para más adelante?
–Yo… no lo sé... – contesté y me puse a llorar hasta que me colgaron los
mocos.
–Pero, tío, hay que ver lo flojo que eres – se quejó Juan -. ¡Le dicen que le
dan una beca para hacer lo que quiere y se pone a llorar! ¡Yo estaría dando
saltos de alegría!
–¡Déjame en paz! – dije. Y me fui a mi dormitorio. No tenía ganas de hablar
con nadie.
–¿Puedo pasar?
Abuelo entró sin esperar respuesta. Yo seguía llorando. Me dieron ganas de
decirle que se fuera, que me dejara en paz, pero no pude. ¡Me sentía tan triste!
–Pedro, hijo. No te apures. No tienes por qué decidir nada ahora…
–Ya lo decidí – le dije-. Voy a decir que no.
–Mmmm… me parece bien. Es exactamente lo que yo haría de estar en tu
lugar.
–No es cierto. Tú dirías que sí.
–Depende. Si me pusiera a pensar en que podría fallar, diría que no.
Después de haber ganado dos veces… si pierdo alguna vez… ¿Qué dirían
mis amigos? ¿Y mi familia? Se desilusionaría. ¿Cómo me mirarían en el
colegio? Creo que no lo soportaría, ¿sabes? En ese caso, diría que no, por
supuesto.
–Claro.
–Pedro, ¿Has estado pensado en eso, verdad?
–¿Y quién no?
–¿Y tus sueños de ser deportista?
–Da igual, abuelo. Ya me saqué las ganas de correr…
–¿Y las ganas de competir? ¿Y la alegría de hacer lo que más te gusta, hijo?
–No te entiendo.
–¿Seguro?
Me encogí de hombros y bajé la cabeza. Por primera vez quise que el abuelo
estuviera bien lejos de mí.
–Aún recuerdo la noche en que naciste, Pedro. ¡Cómo llovía!
–Y al otro día salió el sol… ya me conozco esa historia.
–¿También recuerdas lo que había detrás de la ventana?
Sí, me acordaba. Abuelo siempre me decía lo mismo: “Ahí afuera está el
mundo, Pedrito”.
–A través de la ventana, hijo, puedes ver el mundo. Y es todo tuyo.
–Abuelo… Tengo mucho miedo.
–Lo sé, Pedro. Yo también. No es malo tener miedo. Pero el mundo sigue
ahí afuera, esperándote. No debes renunciar a él. Si es tuyo, es tuyo. Con
miedo o sin él.
–¿Vendrás conmigo a los entrenamientos, abuelo?
–A veces, sí. Otras, no. Como siempre.
–Te quiero, abu.
–Yo también te quiero.
Algún día, cuando sea grande, entenderé todo lo que me dice el abuelo cuando
se pone serio.
Me soné la nariz. Volví al comedor y le dije a mi padre que aceptaba la beca.
Al otro día fuimos hasta la Fundación, que resultó ser una casa enorme que olía
a cera y con ascensores gigantes que decían “Buenos Días” y “Hasta luego”.
El señor que nos atendió, nos contó que la dirección de mi colegio había
enviado una carta y documentación sobre mí. Las carreras, mis notas del cole,
todo. Y que habían pedido que me tomaran en cuenta para una beca deportiva.
Que una comisión estudió mi caso y que sin lugar a dudas merecía una
oportunidad para formarme... y bla, bla, bla. Todas esas cosas que dicen los
adultos cuando se hacen los importantes. Después nos explicó en qué consistía
la beca, lo de los exámenes médicos y también nos mostró el gimnasio, la
piscina cerrada y el resto de las “instalaciones”.
Yo me sentía como si fuera un jugador de primera división conociendo la sede
de su nuevo equipo.
Al terminar la reunión estábamos súpercontentos. Papá propuso que
comprásemos pastelitos de chocolate y crema para llevar a casa y festejar con
Leo, Juan y el abuelo. Mamá estuvo de acuerdo. Cuando llegamos a casa dijo
que en lugar de comerlos en la cocina lo haríamos en la salita, porque era un
día especial, y que a ella no le importaba nada que pudiéramos ensuciar la
mesita de laca. Eso sí, le puso un mantel de hule y encima otro de tela “por si
acaso”.
–No te preocupes que si se ensucia yo la limpio, mami – le dije para
tranquilizarla. Ella sonrió con cara de alivio, encantada de que yo me
ocupase personalmente de su mesa preferida.
Es verdad que cuando recién la compraron pensé que era una porquería inútil o
algo parecido. Con el tiempo me di cuenta de que sin ella en la salita, mi vida
sería muy aburrida. Es que mamá la puso justo delante del sofá grande. Y en el
sofá grande se sientan Juan y Daniela. Allí se pasan las horas dándose besos
sin enterarse de nada. Dicen que se juntan para estudiar, pero ¡qué va!, si
siguen así van a perder el curso.
Mi abuelo dice que es normal lo de los besos. Yo creo que a él todo lo que
hacemos sus nietos le parece normal o divertido. Aunque ayer por la tarde no le
divirtió nada lo que yo estaba haciendo.
–¿Otra vez sacando brillo a la mesa, Pedro? – me preguntó abuelo al entrar
en la salita y verme sacándole brillo a la mesa.
–Sí… – dije, y sentí que me ardían las orejas.
Juan y Daniela que estaban besándose en el sofá, saludaron al abuelo y
continuaron como si nada.
–La mesa está lo suficientemente limpia – me dijo–. Ven conmigo.
–¿Ahora?... – protesté.
Me miró.
–Sí, abuelo – dije y salí pitando.
¡Me había descubierto! Estaba seguro. ¡Con la cara que me puso…!
Me hizo un gesto con la cabeza. Le seguí.
En la cocina estaba mi madre preparando la merienda.
–¡Vaya, lo has encontrado! Pedro, ¿dónde te habías metido?– dijo mamá.
–En la salita, limpiando – comentó el abuelo.
Yo no dije nada.
–Te lo dije, papá. Pedro está muy participativo.
–Mmm, ya lo he visto.
–Está cada día más colaborador. ¿Verdad, hijo?
Puse cara de santo y sonreí.
–Fíjate, papá – siguió hablando mi madre sin darse cuenta de que mi abuelo
tenía el ceño muy fruncido – que desde que se enteró de mi problema de
espalda, y sin que nadie le pidiese nada, pasa el paño a la mesa de la sala.
¡Mi mesa nunca ha estado tan brillante! ¿Verdad?
Cuánto más hablaba mi madre, más serio se ponía mi abuelo. Supe que en
cualquier momento abriría la boca para contarle a mamá lo que había
descubierto, y entonces yo, estaría frito.
¿Qué diría mi madre si se enterase de que en el brillo de la mesa, yo le miraba
las bragas a la novia de mi hermano?
Mejor que siguiera pensando que mi esmero en pulir la mesita era para que
ella no se agachase, ¿no?
Me puse nervioso. Cerré los ojos y tragué saliva. “¡No me descubras, abuelo! -
Pensé - Te prometo que no volveré a entrar en la sala cuando estén ellos.”
Al abrirlos, me encontré con la mirada de mi abuelo fija en mí. Me observó un
momento, asintió con la cabeza y comentó:
–Es verdad, Lucía. ¡Hay que ver cuánto se esmera Pedro para que a ti no te
moleste la espalda!
Me guiñó el ojo y sonrió. Menos mal que al abuelo y a mí nos gusta tener
nuestros secretos.