Глава 14. Ловушка
La cafetería Bombón está en una esquina del parque. Es toda de cristal y tiene
el techo blanco y rojo. En verano ponen una terracita y todo el barrio se va a
tomar algo allí. Dice mi madre que es la cafetería de toda la vida.
Una vez, cuando yo era pequeño, mi abuelo me contó que cuando inauguraron
el parque, alguien dejó caer un grano de cacao, que vino otro y sin darse
cuenta lo pisó. Entonces llegó la lluvia, mojó la tierra, el grano comenzó a
crecer, y un día, el cuidador del parque descubrió que en esa esquina había
florecido una cafetería. Y como había nacido de un grano de cacao, la llamaron
Bombón.
–Abuelo, ¿Esa historia te la inventaste tú, verdad? – le pregunté en esa
ocasión.
–Por supuesto, hijo. Pero, ¿A que sería bonito plantar un grano de cacao en
una maceta, y que al florecer diera tazas de chocolate caliente? – me
respondió.
Y tenía razón.
–Dos Chocolates con churros en taza grande para la mesa seis – pidió el
camarero – los atletas están hambrientos.
Fran y yo sonreímos. Los atletas éramos nosotros.
Al llegar a la Cafetería casi nos dio un ataque. No había ni una mesa libre.
Estaba llena de gente. Es que el chocolate de allí es el mejor del mundo.
Nos quedamos de pie junto a la puerta sin saber qué hacer cuando vino el
camarero y nos dijo que la Mesa Seis estaba Reservada para los Ganadores.
Al vernos entrar, la gente nos aplaudió. Al principio nos dio vergüenza, pero
después saludamos aquí y allá como verdaderos profesionales.
Estábamos saboreando los churros empapados en chocolate, cuando vimos
llegar a Pancho, el Avestruz, acompañado de sus padres.
Ninguno de los tres nos saludó. En realidad, nos miraron por encima del
hombro y se sentaron muy tiesos frente al mostrador, muy cerca de nuestra
mesa.
Pidieron un chocolate doble con nata y churros para su hijo y té con pastas para
ellos.
En el mercado se comenta que son los vecinos más elegantes y finos que hay
en el barrio.
Creo que lo dicen porque no pueden ver que el Señor Avestruz, o sea el padre
de Pancho, tan distinguido que se cree, pasa la mayor parte del invierno con un
moco verde pegado a los pelos de la nariz. Y que la madre de Pancho, que es
muy moderna, delgada y que camina como si fuera una modelo, tiene el
ombligo lleno de pelusilla. Eso lo sé yo porque estoy a la altura de su ombligo, y
como lleva camisetas cortas, pues... lo dicho, que de finos, nada de nada.
A mí no me pueden engañar con sus modales de señoritos.
Estaba terminando de masticar el último churro cuando Pancho se acercó a la
mesa.
–Quiero la revancha – me dijo.
–Yo no. Te gané en buena ley – respondí.
–Te juego un partido a diez penales. El que gane será el campeón absoluto –
me propuso.
–Dije que no.
–¿Y mpor mqué mo dmieñ tiñom am arom? – propuso Fran con la boca llena.
–¡No te metas! – le pedí.
–¡Calla tú! – me dijo Pancho - ¿Qué dices, idiota? – le preguntó a Fran que
estaba terminando de tragar.
–Que por qué no tiran diez canastas, como en el baloncesto. Me parece más
emocionante. Es que a mí eso del fútbol me parece muy gastado, ¿sabes?,
todo el mundo...
–¡Basta! El miserable por fin ha dicho algo interesante – sonrió Pancho - Que
sean diez canastas. Dentro de quince días, a la hora de gimnasia, en el
colegio.
–Dentro de quince días será sábado y los sábados no hay colegio, ¡listillo! –
le dije.
–Pues que sea dentro de catorce – se enfadó - A ver si después del partido te
quedan ganas de corregirme.
Me hice el ofendido con Fran, y dije que no era justo. Protesté un poco y
terminé aceptando.
Pancho se fue satisfecho.
Había caído en la trampa como un pajarito. ¡Qué tío tan listo es mi amigo Fran!
–Te debo una – le dije cuando Pancho estaba lejos.
–Me la pagas con otra de choco con churros – me contestó riendo.
–Vale.
Después de la clase de informática, nos fuimos al gimnasio.
Mi clase se había dividido en dos bandos: los que apoyaban al Avestruz, y la
gran mayoría que apostaba por mí.
El profe de gimnasia sería el juez.
Unos minutos después de aclarar las normas del juego se abrió la puerta y
comenzaron a entrar alumnos de otras clases.
Quién se iba a imaginar que un juego de diez canastas, iba a armar tanto jaleo
en el colegio. Hasta la Directora y algunos profes vinieron al gimnasio ese día.
Mis hermanos habían hecho un cartel que decía: ¡Todos con Pedro!
No era muy original pero me gustó de todas maneras.
Las tribunas se dividieron entre los simpatizantes de Pancho y mis fans.
Los de Pancho comenzaron a decir versos contra mi tribuna. Los de mi lado les
respondieron. Chicas y chicos gritaban y se hacían gestos, de un lado y del
otro. Si seguían así, el partido terminaría a los golpes.
Fran estaba en primera fila, serio. Parecía que no se enteraba de nada. De vez
en cuando se comía las uñas.
Decidí no mirar ni escuchar a nadie porque me ponía nervioso.
El último en entrar fue el conserje. Cerró la puerta.
El profesor de gimnasia hizo sonar el silbato pidiendo silencio.
–¡Por favor! ¡Por Favor, silencio!
Los ánimos se fueron calmando.
–Me parece muy bien que hayáis decidido acompañar a vuestros
compañeros en este juego – dijo – pero esto no es un circo, sino deporte.
Podéis animar a vuestro favorito siempre y cuando seáis respetuosos. Si
escucho algún comentario fuera de lugar o noto alguna actitud agresiva,
desalojaré el gimnasio. ¿Está claro?
Quedaron todos en silencio.
–Vosotros dos, acercaos – nos llamó el profe -. Ya conocéis las reglas.
Tiraré una moneda para ver quién comienza. ¿Listos?
–¡Listos! – respondimos.
–¡Qué gane el mejor!
Tiró la moneda.
Mientras miraba a la moneda dar vueltas en el aire, me acordé de lo que me
había dicho mi abuelo antes de salir de casa: “Usa tus ventajas, Pedro. Usa el
ingenio para desconcertar al oponente. Pero sobre todo, disfruta del juego...”.
El primer saque fue para El Avestruz. Encestó sin rozar el aro.
Después me tocó a mí, que fallé para alegría de los amigos de Pancho que
comenzaron a gritar y a cantar. Me zumbaba la cabeza.
Hice un esfuerzo y volví a concentrarme.
Comencé a jugar sin prestar atención a las tribunas.
Pancho hizo picar la pelota. Se la quité en el segundo rebote.
Con el balón en mi poder intenté acercarme al aro. Pancho quiso robármelo
pero no pudo. Desde que quedamos para jugar ese partido estuve entrenando
varias horas al día con mis hermanos. Con ellos aprendí a esquivar, burlar y
pasar la pelota por debajo de los brazos o entre las piernas de mis adversarios.
A medida que avanzaba el partido, El Avestruz se iba poniendo más agresivo e
intentaba dejarme fuera de juego. De todas maneras, conseguí nueve canastas.
Pero en un descuido, El Avestruz me quitó el balón y ¡zas! Otra cesta a su
favor.
¡Estábamos empatados!
De pronto todos los allí presentes dejaron de gritar.
Sentí que me sudaban las manos.
“Tengo que imaginar que estoy en el patio de casa, como me dijo el abuelo...” –
pensé.
Cogí el balón y comencé a rodar.
En el gimnasio el silencio era absoluto.
Pancho se me puso delante. Lo esquivé con un giro cerrado. Avancé unos
metros y sentí que intentaba cogerme de la camiseta. Giré mis ruedas con más
velocidad. Por el rabillo del ojo lo vi venir. Seguí acercándome hacia el aro.
Esperé a tenerlo cerca y... ¡tiré la pelota!
El Avestruz, al ver mi jugada estiró su brazo con clara intención de desviar el
balón y evitar el tanto. Rozó la pelota con la punta de los dedos y... en la
desesperación, se enredó en sus piernas dando de nariz en el suelo.
La pelota hizo un semicírculo perfecto y entró limpiamente en el aro.
–¡DOBLE! – gritó el profe.
–¡DOBLE! – gritaron todos los de mi tribuna.
Lo que decían a gritos los hinchas de Pancho no lo puedo repetir porque si se
entera mi madre, seguro que me corta la lengua.
Me quedé quieto observando la canasta. ¡No lo podía creer! ¡Había conseguido
encestar la décima!
Me temblaban las manos.
Miré hacia la tribuna y vi que mis compañeros estaban bajando como hormigas
hacia la cancha. Venían hacia mí corriendo. Quise salir de allí, pero no fui lo
suficientemente rápido. Llegaron todos a la vez, me tocaban, me abrazaban,
me daban golpes en la espalda. ¡Me estaban haciendo puré!
No sé cómo pero el profe consiguió apartarlos de mí. Entonces vi a la directora
y a la Señorita Alejandra sonriendo.
Me felicitaron y dijeron que estaban orgullosas de ambos. ¡Cómo si El Avestruz
las pudiera escuchar! ¡Se había esfumado y no lo encontraron por ninguna
parte!
Lo que más me sorprendió es que a la salida del cole estaba Daniela, la novia
de mi hermano Juan, y otras chavalas de su clase, esperando para saludarme.
Daniela me abrazó y me dio un beso. Las otras, ¡me pidieron autógrafos!
Los de mi clase me miraban con cara de bobos.
Es que son guapísimas, y están en sexto.