Глава 13. Пробежка
El lunes volví al colegio con tantas novedades, que me pasé la mayor parte de
la mañana hablando.
Eso no le gustó mucho a la Señorita Alejandra, que me miró por encima de sus
gafas y me dijo en voz alta:
–Pedro, tu voz es como el zumbido de una mosca. Imagino que habrás
pasado un fin de semana muy emocionante pero sugiero que dejes los
comentarios para el recreo.
Nunca me habían llamado la atención en clase. Sentí que todos en el aula me
miraban, y me puse nervioso. Y cuando pongo nervioso me río; y cuando me
río me pongo cada vez más nervioso, total, que no puedo parar de reír.
Mamá dice que en eso soy igualito a mi padre.
La Seño no sabía que me viene de familia esto de la risa, por eso pensó que
me burlaba de ella y se enfadó.
Frunció el ceño. Me miró muy seria y yo me reí más. Estaba a punto de largar
la carcajada cuando la Señorita Alejandra se puso de pie. Al verla, yo intenté
hacer algo para ponerme serio y callar. Cerré los ojos, apreté la boca, inflé los
mofletes y, con mucho esfuerzo, me tragué la risa.
Fue lo peor que hice en mi vida, porque apenas me la había tragado cuando se
me escapó por detrás en forma de pedo trompetero.
El ruido que hizo se escuchó clarito en toda la clase. ¡Creí que me moría de
vergüenza!
La carcajada fue general. No hubo una sola persona en el aula que no se haya
reído de mi desgracia. Bueno, una sí hubo: la señorita Alejandra, que empujó mi
silla sin decir una sola palabra hasta la Dirección, y me pidió que meditara allí
hasta nuevo aviso.
Como nunca había meditado y tampoco sabía cómo se hacía, me puse a
pensar.
Pensando me acordé que faltaba un mes para las fiestas del barrio, y se me
ocurrió que se podría organizar una carrera de cien metros sólo para chavales.
Premio podrían poner un ordenador o una moto, además de la medalla de oro.
El ganador subiría a un podio y todo el barrio lo aplaudiría. Incluso si se invitara
al alcalde o a algún famoso, entonces saldríamos en televisión.
También se me ocurrió que yo podía ser el ganador, y entonces... entonces…
Esa tarde le comenté mi idea a Fran y le moló. Dijo que necesitaba un
ordenador y que ir al colegio en moto sería una pasada.
Sólo faltaba hablar con mi padre que era de la Comisión de Fiestas del Barrio.
Por la noche se lo propuse.
–Me parece una excelente idea, Pedro. Además sería la primera vez que se
proponga algo así. No creo que haya inconveniente – comentó mi padre.
El único problema, dijo, eran los premios; demasiado exagerados para una
carrera de barrio.
Intenté convencerlo de que los deportistas necesitan motivación, como dicen en
la tele, pero no me hizo ni caso. Eso sí, me prometió que habría premios para
los tres primeros puestos.
Dos semanas más tarde los carteles anunciando la carrera estaban pegados
por todo el barrio.
Decían que había que inscribirse con anticipación y que lo único que se
necesitaba era tener entre diez y doce años. De premio había una merienda
gratuita de chocolate con churros en la Cafetería Bombón (la que está en el
parque), juegos gratis en la Feria, y un diploma.
Fran y yo fuimos de los primeros en inscribirnos.
Decidí que era el momento de dar la noticia en mi clase.
La señorita Alejandra me felicitó por ser tan emprendedor y voluntarioso.
Después propuso a mis compañeros que fueran todos a ver la carrera.
–¿Crees que te dejarán ganar por ser inválido? – me dijo Pancho, el avestruz,
cuando nos cruzamos en el baño.
–A ver si te enteras que no soy un inválido, soy mi-nus-vá-li-do.
–Yo te llamo como me da la gana, ¿oyes?
–¡Ignorante!
–¡Imbécil! A lo único que puedes aspirar es a un premio de consuelo. Seguro
que como tu padre está en la Comisión de Fiestas, pensarás que lo tienes
chupado, chaval.
–¡No es verdad! ¡Eso lo harías tú!
–Y tú si pudieras.
–Voy a ganar por mis propios medios.
–Eso espero porque mis padres también son de la Comisión y estarán
vigilando para que no haya trampas, ¿te enteras? ¡No vas a ganar!
–Al menos lo voy a intentar.
–¡Al menos lo voy a intentar! - se burló.
–¡Piérdete!
–¡Uy! ¡Qué miedo me das!
Iba a tirarle el jabón por la cabeza pero entró el conserje y nos dijo que allí no
era lugar de reunión.
Nos fuimos cada uno por su lado.
–Nos veremos en la línea de salida – me advirtió el avestruz, antes de salir
del baño.
Ese día supe que tenía que poner toda mi energía en ganar la carrera o tendría
que dejar el colegio para siempre.
A medida que pasaban los días, me ponía más nervioso. Fran también estaba
algo histérico aunque sabíamos que nuestro plan no podía fallar.
El día anterior a la carrera Fran y yo nos reunimos para repasarlo. Era perfecto.
No tenía fallos ni estaba fuera de las reglas de la competición.
Por la noche mi madre me hizo una tila para que durmiera tranquilo; a Fran su
madre le preparó salchichas con arroz, que es su comida favorita.
Estábamos listos para competir.
La carrera se haría en una de las calles del parque.
Desde muy temprano iban llegando los vecinos.
Mi madre y mi abuelo se habían encargado de contar por todas partes que Fran
y yo participaríamos en la carrera.
A las doce menos cuarto estábamos calentando.
La Comisión de Fiestas del Barrio había puesto gradas a ambos lados de la
calle para que nadie se quedara sin ver la competición.
Éramos doce corredores. Fran y yo nos pusimos uno junto al otro. Faltaban dos
minutos para la salida cuando apareció El Avestruz. Llevaba el número trece
pegado en la camiseta.
Con El Avestruz en la línea de salida, la carrera podía ponerse difícil. Pancho es
de los que hacen cualquier cosa con tal de ganar. Cualquier cosa, menos jugar
limpio.
Me puse más nervioso, pero no de miedo, sino de rabia porque El Avestruz era
de cuidado. Fran se dio cuenta y me tocó en el hombro.
–Tranquilo, tío. Está todo bajo control.
Era verdad. Fran y yo habíamos hecho un trato: como él era fuerte y corpulento,
me cubriría las espaldas neutralizando al enemigo. Yo iría adelante.
Intentaríamos quedarnos con el primero y el segundo puesto.
A las doce en punto sonó el pitazo de salida.
Fran y yo, acostumbrados por tanto entrenamiento, apenas lo sentimos
empezamos a correr.
Pancho, en cambio, estaba distraído saludando a sus colegas que lo animaban
desde las gradas; cuando se dio cuenta, le llevábamos algunos metros de
distancia. Pero tiene las piernas larguísimas y le costó poco ponerse a nuestra
altura.
Quedó a la altura de Fran, pisándome los talones. Intentó agarrar mi silla para
frenarme. No pudo, entonces, alargó el brazo y empujó a Fran, que por primera
vez en su vida estaba atento y logró controlar la situación.
El Avestruz es un bicho traicionero. Como vio que ninguna de sus tretas había
dado resultados pilló a Fran del pantalón. Pero Fran, que es un genio, había
imaginado que Pancho haría algo así, y se había puesto un chándal de ésos
que usan los deportistas profesionales, que apenas uno tira de ellos, se abren
por los costados y caen. Y los pantalones de Fran cayeron al suelo, Pancho los
pisó, y también se cayó. Estaba tan furioso que se puso de pie y siguió
corriendo a pesar de que le sangraba la rodilla.
Fran, que había quedado en pantalón corto, decidió que era el momento de
neutralizarlo; se colocó delante de Pancho y comenzó a cerrarle el paso.
Apuré mi marcha hasta escuchar el zim, zim de mis ruedas que apenas
tocaban el suelo.
Fijé los ojos en la línea de meta.
No sentía los pasos de Fran ni de Pancho pero sabía que venían muy cerca.
Me concentré más. Dejé de pensar en las gradas, en el premio, en mis padres;
olvidé las consecuencias de no salir primero; dejé de soñar y me puse manos a
la obra.
Me dolían un poco los brazos, pero la meta estaba muy cerca.
Me incliné hacia adelante para cortar el aire, como me había enseñado mi
entrenadora, e hice girar y girar las ruedas con una fuerza que no sabía que
tenía.
Lo que sucedía detrás de mí ya no importaba. Lo único importante, era correr.
Sentir el viento en la cara.
“Cien metros se pasan volando cuando se corre con el corazón”, me había
dicho mi abuelo esa mañana, y tenía razón. Cuando quise darme cuenta, vi la
cinta amarilla delante. Dos vueltas más de rueda y habría ganado.
Entonces, me acordé de mi sueño, levanté el cuerpo, alcé los brazos, eché la
cabeza hacia atrás y rompí la cinta con el pecho.
–¡SIIIIII! – grité y entonces escuché “¡NOOOOO!”, al principio creí que era la
voz de Pancho, pero no era él quien gritaba.
Era el Señor Pío, el sereno del parque, que estaba controlando la llegada y
corría delante de mí para que no lo atropellase.
–¡Frena, Pedro! ¡Frena! – gritaba mientras corría.
Yo quise hacerlo pero con la emoción equivoqué los movimientos y la silla
siguió avanzando.
Menos mal que alguien cogió la silla por detrás y la fue frenando. Cuando por
fin dejé de moverme, vi que el Señor Pío estaba pálido y apenas si podía
respirar.
–Lo siento – dije – no sé qué me pasó.
–No pasa nada, hijo. Me alegro de que hayas ganado – respondió -. ¡PERO
LA PRÓXIMA VEZ TEN MÁS CUIDADO QUE POR POCO ME MATAS! –
gritó.
–¡BRA-VO! ¡BRA-VO! – desde las gradas la gente me vitoreaba agitando
pañuelos blancos, como en los toros.
–¡PEDRO! ¡PEDRO!
–¡TO-RE-RO!
Gritaban de todo, y yo saludaba como en las olimpíadas.
Entonces, llegaron mis padres, mis hermanos, el abuelo y todos me abrazaban
y me besaban emocionados. Hasta la señorita Alejandra vino a darme un beso.
Y también Daniela, la novia de mi hermano Juan (aunque él diga que no lo es),
se acercó, me dio un ramo de flores y me puso una corona de laurel en la
cabeza.
Salí de la pista como un torero: en andas sobre los hombros de mi padre.
Me llevó a recoger mi premio.
Fran llegó segundo. Saludamos abrazados, con nuestros diplomas en una
mano y las entradas para los juegos de Feria en la otra.
Pancho, el avestruz, había llegado tercero. Como no le gustó el resultado, se
fue sin pasar por el podio.
Peor para él, se perdería el chocolate con churros.