KERNOK EL PIRATA
I El degollador y la bruja
II Kernok
III La buena ventura
IV El brick «El Gavilán»
V Regreso
VI La partida
VII Carlos y Anita
VIII La presa
IX Orgía
X La caza
XI El combate
XII Sigue el combate
XIII Los dos amigos
XIV La misa de difuntos
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PREFACIO
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15 enero 1831.
A través de la profunda concentración que cautiva todos los intereses en
un orden de ideas graves y elevadas, el autor de estos relatos espera
deslizarse inadvertido entre el mundo literario. Después, habiéndose
asignado fecha y lugar, como tantas honradas gentes a las que se
encuentra, pasadas nuestras largas tormentas sociales, colocadas muy alto
en la opinión de un gran número, aspira a colocarse, como ellas, en una
decente reputación negativa, nublada al silencio de la crítica y a la
oportunidad de los grandes acontecimientos, tan favorable a los espíritus
mezquinos.
Porque la carrera de esos veteranos de que hablamos ha sido plena,
entera, honrada, gracias a su ancianidad que en la literatura prueba el
mérito, casi lo mismo que un costurón prueba el valor.
El tranquilo porvenir, la dulce y perezosa quietud de esos gruesos
canónigos de la literatura, han engolosinado de tal modo al autor de este
libro, que se apresura a inscribirse como profeso, en su orden, estimando
que las mismas circunstancias llevarán sin duda un día a los mismos
resultados.
Un certificado de vida literaria es, pues, toda la ambición del autor.
Dicho esto, continuemos.
Antes de Cooper, hubiera tenido, quizá, la audacia de intentar interesar
al público francés en las costumbres, en los caracteres que no despiertan
en él ninguna simpatía. Ignorante, además, de las costumbres marítimas,
le sería verdaderamente imposible apreciar la exactitud de los cuadros
que se desarrollaran ante sus ojos.
Por la topografía de su país y gracias a su política, los americanos
estaban llamados, mejor que nadie, a comprender todo el alcance del genio
de Cooper. ¿Es que no hay en sus creaciones más que una obra de artista?
¿No existe un profundo pensamiento patriótico en el género que ha
encontrado? Este género es una expresión de los deseos, de las
necesidades, de la potencia de los Estados Unidos; es la historia de los
Estados Unidos dramatizada.
Por ello, ved si de Nueva Orleáns a Boston hay un corazón que no lata,
una frente que no se coloree, cuando se leen esas bellas páginas en las
que se pintan las luchas de esa salvaje y vigorosa América, cuya religión
fue la de permanecer libre bajo su hermoso cielo, en medio de sus ricas
selvas, sobre su suelo virgen, y de rechazar hasta su brumosa isla a la
aristocrática Inglaterra, llena de prejuicios, abrumada por sus viejos
sistemas de colonización.
A causa de nuestra indiferencia por el mar, nuestras glorias navales son
casi ignoradas en París. Bonaparte había visto que le era imposible
luchar directamente con Inglaterra. Le era necesario reunir a cada
momento todas sus fuerzas para aplastar al enemigo en el continente. Si
la marina tuvo una plaza secundaria en sus combinaciones, fue porque por
dos veces sus almirantes perdieron los navíos de Francia, y porque, para
servirnos de una de las expresiones de Napoleón, una flota no se
improvisa como un ejército. Por esta causa, a pesar de algunos admirables
combates parciales sostenidos por nuestros marinos, la fama no ha tenido
voz más que para celebrar la gloria de nuestro ejército de tierra.
Y esto fue una grave injusticia como arte y como política.
Como política, porque la mayoría de los hombres creen lo que leen, porque
los relatos de nuestras victorias marítimas, adornadas por la literatura,
poetizadas, exageradas quizás, hubiesen acabado por darnos a nosotros
mismos una idea de nuestra importancia marítima. Este sentimiento se
hubiera infiltrado entre las masas en Francia y en el extranjero; esta fe
nacional hubiese producido grandes resultados, sin duda; porque se
equivocaría, creo, el que pensase que las historias, las novelas, las
memorias sobre las conquistas de Bonaparte no han aumentado nuestras
fuerzas morales en el interior, nuestra potencia en el exterior.
Y además, ¡si se supiese de qué modo las costumbres marítimas son nuevas
y picantes! ¡qué pocas cosas hay tan singulares, curiosas y dignas de
estudio como el interior de un barco! ¿No es éste un resumen de todos los
conocimientos, de todas las artes, de todas las industrias humanas? ¿No
es una obra que prueba a cuánta altura puede elevarse nuestra
inteligencia?
Sobre todo, constituyen un campo digno de estudio esas costumbres, esos
afectos, esos odios floreciendo sobre frágiles tablas, y esos caracteres
puestos ásperamente de relieve por el aislamiento, por la concentración;
y esa fisonomía moral de un pueblo acusada allí más vigorosamente que en
parte alguna, porque, en aquella vida incesantemente peligrosa, el
hombre, menos gastado por las costumbres de una civilización decrépita,
reproduce más vivamente el tipo impreso a cada raza por la Naturaleza.
¡Y los marineros!... ¡Qué estudio para el que los comprende, para el que
sabe bucear en la profundidad de sus almas! Es un pueblo poderoso y débil
a la vez: tan pronto furioso como un soldado el día de pillaje, tan
pronto tímido e ingenuo como un niño, cuando la embarcación se mece
perezosamente en la calma; en el mar, resistente a todas las pruebas, el
marinero soporta las privaciones con un desdén, con una firmeza estoicas;
en tierra, sumergiéndose en todos los excesos, se entrega al placer con
un ardor que se puede comparar más que con el vigor de organización
desplegado en delirantes orgías: a bordo, durmiendo sobre el puente,
corriendo en lo alto de un palo; en tierra, llevando los refinamientos y
el lujo de la mesa hasta un grado inaudito, disipando en ocho días el
fruto de dos años de ahorros forzosos.
Y en efecto, el marinero, ese pobre hombre, ¿no debe olvidar en un alegre
festín, que acaba con su oro, sus largos cuartos de noche[1] durante los
cuales temblaba bajo la escarcha? ¿y esas horas de tempestad, cuando,
balanceándose sobre una verga, contemplaba sonriendo el remolino que
amenazaba tragarle? ¿y esos días miserables en que, prisionero en un
lugar estrecho y malsano, ha carecido de aire, de agua, de pan, de
esperanza y de luz?...
¡Pobre hombre, mañana ya no tendrá más oro! ¡mañana no más vino humeante
y generoso, no más muelle cama, no verá ya a la muchacha riente y loca!
¡mañana, no más alegres espectáculos que ensanchaban su franco y jovial
rostro, siempre granujiento, enrojecido, radiante!...
¡Se acabó todo!
Mañana, pobre marinero, besarás a tu vieja madre entregándola
escrupulosamente una parte sagrada de tus ahorros; porque una hermosa
hostelera de ojos brillantes, de cabellos negros, se esforzará en
elogiarte aún la calidad superior de su grog, el perfume de su tabaco y
sus platos apetitosos...
—Que me trague diez brazas de cable, si toco esta suma; ¡es la parte de
mi madre!...—dirás cerrando con rapidez el largo bolsillo de cuero.
¡Ahora vas a embarcarte de nuevo! ¡ahora te esperan una valiente fragata
y una disciplina severa!...—¡Larga velas! ¡arría velas! ¡Arriba, abajo!
¡Galleta dura, agua corrompida y algún vergazo si no andas listo!...
Y bien, ¡qué importa! él se encamina a su flotante casa cantando, sin una
lamentación, sin un suspiro. Durante esos ocho días tan brillantemente
coloreados por placeres sin número, ha hecho una provisión de recuerdos
para los dos años que pasará en el mar. Durante las largas noches
insomnes, se acordará de sus goces uno a uno; se aislará del presente
hundiéndose en sus pensamientos; encontrará en el fondo de su alma no sé
qué perfume de vino, qué sonrisa de mujer, qué vagos reflejos del tiempo
pasado que le harán olvidar la aflictiva realidad.
Tal es ese pueblo, esencialmente bueno, pero uniendo a la altivez de un
escocés la ingenua bondad de un bretón; doblando pacientemente la espalda
ante un puñetazo, pero dando una puñalada por una mirada, pasando de la
extrema alegría al extremo disgusto, pero sin perder nada de la vivacidad
de estos dos sentimientos. A bordo, con una alegría dulce y melancólica,
con una imaginación ardiente alimentada sin cesar por una vida sedentaria
y por relatos cuya grosera poesía no carece de originalidad ni de
grandiosidad, ¡ser complejo, múltiple, en fin! viviendo de anomalías y de
oposiciones, pero, por encima de todo, impregnando su vida entera de una
despreocupada e irónica intrepidez, que no le abandona nunca a pesar de
todos los peligros corridos, después de tantos años de una existencia que
no es otra cosa que un largo peligro.
Ya lo hemos dicho, Cooper, en sus admirables novelas, ha pintado a ese
hombre de una manera tan amplia como pintoresca. Ha excitado vivamente la
curiosidad, el interés por costumbres cuyos detalles contrastan rudamente
con los de nuestra vida ciudadana. Pero, desgraciadamente, la energía, la
finura del original, se debilitan casi siempre en la traducción. En
francés, ese estilo queda despojado de su nerviosa concisión. Así, y
todo, podemos admirar los grandes rasgos que caracterizan a ese talento
verdaderamente nuevo; pero los matices, el color local, la preciosa
ingenuidad de los idiomas, escapan a los que no pueden leer en inglés
esas páginas maravillosas.
Sin embargo, nosotros creemos que si uno de nuestros talentos de primer
orden, que si Víctor Hugo, de Vigny, Janin, Merimée, Nodier, Balzac, P.
L. Jacob, Delatouche, etc., quisieran cambiar un año de su vida estudiosa
por un año de existencia marítima, e intentasen entonces aplicar su
potencia, su riqueza de ejecución a la pintura del mar, tendríamos
ciertamente una gloria literaria más. Y, ¿por qué Lamartine no ha de
ensayar conducir su musa por el mismo camino donde Byron ha conducido la
suya en el segundo canto de Don Juan y en su Corsario? El temor de la
imitación no sería racional; Cooper ha pintado americanos; vosotros
podríais pintar las costumbres de los franceses, otros sitios, otros
lugares, otras costumbres, otros combates...
Todo talento que se basa en la observación exacta de la Naturaleza, ¿no
será siempre más sui generis, más personal, original, influyente?... ¿No
son así Corneille y Shakespeare, Goethe y Chateaubriand?
Pero yo me equivoco. Tenemos ya nuestro Cooper: un poeta que conmueve y
atrae por la energía de su composición, por la verdad de sus
descripciones. En presencia de sus obras el corazón se oprime... ¿Veis
esas olas enormes que estallan y se rompen contra ese navío
desmantelado... ese cielo sombrío y brumoso, esos rostros de mujeres
llorosas, palpitantes, y que contrastan de una manera tan sublime con la
actitud tranquila, fría, de un marino que manda siempre a la tempestad,
aun en el momento de perecer?
Otras veces, al contrario, vuestra alma se dilata, se ensancha... La
atmósfera es pura; ni una nube vela ese ardiente sol que desaparece en el
horizonte entre un vapor rojizo. ¡Y después, qué calma! ¡qué dulce
alegría anima a esos pescadores al dejar sus redes y sus barcas sobre esa
playa resplandeciente a los últimos rayos del sol!
¿Oís los gritos de los niños... los cantos de los marineros? ¿Veis la
noble cabeza del abuelo, del viejo marino que se hace llevar a la puerta
de su choza para gozar aún del imponente espectáculo que siempre le
emociona, aun después de tantos años?
Ese poeta, vosotros le conocéis, estoy seguro. ¿No habéis admirado el
Kent, el Colombus, la Puesta del sol en el mar?... ¿Ese poeta, pues,
vuestro Cooper, no es Gudin? ¿Acaso en sus cuadros no hay el mismo
colorido, la misma ingenuidad, la misma alteza de concepción que en las
páginas del Piloto y del Corsario rojo?
¡Ah! si alguno de los escritores que hemos nombrado oyese nuestra débil
voz, tendríamos una doble gloria en este género; poseyendo ya la poesía
pintada, gozaríamos además de algunas deliciosas poesías escritas.
En cuanto al autor de este libro, su papel es poco más o menos el de un
enano de la edad media, cuya historia quiero contaros.
«Un día, algunas bandas de salteadores y de arqueros galos, habían
sitiado la abadía de San Cutberto, en Bretaña. Su jefe, Manostuertas,
cabalgaba insolentemente a la vista de las murallas, pero, no obstante,
fuera del alcance de los tiros de los hombres de armas de la abadía.
»Viendo esto los monjes desde lo alto de las murallas, invocaban
piadosamente la intercesión de San Cutberto, cuando advirtieron, no sin
extrañeza, al enano del prior que conducía o más bien arrastraba una
ballesta prodigiosamente pesada y maciza.
»—¡Dios me valga!—exclamó el prior—; ¡el muy necio se ha atrevido a poner
mano sobre la ballesta dedicada a nuestro señor San Cutberto, en la nave
de nuestra iglesia!... sobre la ballesta, ¡gran Dios!, que ese santo hizo
caer de las manos de un gigante que la usaba para esperar a los
mercaderes lombardos y a los peregrinos que pasaban por tierras de la
abadía.
»—Pero—dijo el enano—, ¿olvidáis, señor, que esta ballesta traspasaría la
más sólida muralla de Granada a mil pasos de distancia?
»Y diciendo esto había apoyado entre las almenas el poderoso arco que
armara el gigante, pero el pobre enano ni siquiera pudo hacer mover el
rudo mecanismo que impulsaba el proyectil.
»Y el jefe de los salteadores, el condenado Manostuertas, injuriaba
siempre con sus gestos, al prior, a la abadía y a los monjes.
»Mientras que el prior se burlaba del enano porque había osado poner sus
débiles manos sobre un arma tan pesada... un caballero, vasallo del
primado, y de brazo maravillosamente fuerte, asió la ballesta que el
enano había dispuesto sobre la muralla, la cuerda de hierro se tendió, la
flecha silbó y alcanzó a Manostuertas a pesar de su armadura.
»Por la noche, los arqueros galos, espantados de la muerte de su jefe,
habían dejado libres todas las salidas de la abadía de San Cutberto.
»Y viendo las últimas lanzas de los salteadores brillar al sol poniente y
después bien pronto desaparecer en el horizonte, el pobre enano se
alababa de su loca e impotente tentativa, porque uno más fuerte que él
había valerosa y felizmente realizado su idea.»
El lector ha comprendido el sentido de este apólogo. Nosotros nos
consideraríamos muy dichosos, si algún escritor de nombre quisiera
marchar por la vía que indicamos en estos ensayos.
Eugenio Sue.
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PLICK Y PLOCK
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KERNOK EL PIRATA
Got callet deusan Armoriq.
Era un hombre duro de la Armórica.
Prov. bretón.
CAPÍTULO PRIMERO
EL DESOLLADOR Y LA BRUJA
Los desolladores e hiladores de cáñamo viven
separados del resto de los hombres...
La presencia de un loco en una casa defiende
a sus habitantes contra los malos espíritus.
Conam-Hek, Crónica bretona.
En una noche de noviembre, sombría y fría, el viento del NO. soplaba con
violencia, y las altas olas del Océano iban a estrellarse contra los
bancos de granito que cubren la costa de Pempoul, mientras que las puntas
destrozadas de aquellas rocas tan pronto desaparecían bajo las olas como
destacaban su fondo negro sobre una espuma deslumbradora.
Colocada entre dos rocas que la protegían contra los efectos del huracán,
se elevaba una cabaña de miserable apariencia; pero lo que hacía
verdaderamente horrible su aspecto, eran una multitud de huesos, de
cadáveres de caballos y de perros, de pieles ensangrentadas y de otros
despojos que anunciaban bien claramente que el propietario de aquel
chamizo era desollador.
Se abrió la puerta y apareció en ella una mujer cubierta con una manta
negra que la tapaba enteramente y no dejaba ver más que su cara amarilla
y arrugada, casi oculta por mechones de pelo blanco. Llevaba una lámpara
de hierro en una mano y con la otra trataba de resguardar la llama, que
el viento agitaba.
—¡Pen-Ouët! ¡Pen-Ouët!—gritó con un acento de cólera y de reproche—;
¿dónde estás, maldito niño? ¡Por San Pablo! ¿no sabes que se acerca la
hora en que las cantadoras de la noche[3] se disponen a errar por la
playa?
No se oyó más que el mugido de la tempestad que parecía redoblar su
furor.
—¡Pen-Ouët! ¡Pen-Ouët!—gritó una vez más.
Pen-Ouët prestó por fin oído.
El idiota estaba inclinado sobre un montón de huesos a los cuales daba
las formas más variadas y extravagantes. Volvió la cabeza, se levantó con
aire descontento, como el niño que abandona a disgusto sus juegos, y se
dirigió a la cabaña, no sin llevarse una hermosa cabeza de caballo, de
huesos blancos y pulidos, que él apreciaba mucho, sobre todo desde que
había introducido en su interior unos guijarros que resonaban de la
manera más agradable, cuando Pen-Ouët sacudía aquel instrumento de nuevo
género.
—¡Entra, pues, maldito!—exclamó su madre, empujándole con tanta violencia
que su cabeza fue a dar contra la pared, y la sangre salió.
Entonces el idiota se echó a reír a carcajadas, con una risa estúpida y
convulsiva, enjugó su herida con sus largos cabellos, y fue a dejarse
caer bajo la campana de una vasta chimenea.
—¡Ivona, Ivona, cuida de tu alma, en lugar de derramar la sangre de tu
hijo!—dijo el desollador que estaba arrodillado y parecía absorto en una
profunda meditación—. ¿No oyes, pues?...
—Oigo el ruido de las olas que golpean esa roca, y el silbido del viento.
—Di mejor la voz de los muertos. ¡Por San Juan del dedo! hoy es el día de
los difuntos, mujer, y los náufragos que nosotros...—aquí una pausa—,
podrían muy bien venir a arrastrar a nuestra puerta el
carriquet-ancou[4], con sus vestidos blancos y sus lágrimas
sangrientas—respondió el desollador en voz baja y trémula.
—¡Bah! ¿qué podemos temer? Pen-Ouët es idiota; ¿no sabes tú que los malos
espíritus no entran nunca bajo el techo que cubre a un loco? Jan y su
fuego que dan vueltas con tanta rapidez como la devanadera de una vieja,
Jan y su fuego huirían a la voz de Pen-Ouët como una alondra ante el
cazador. ¿Qué temes, pues?
—Entonces, ¿por qué desde el último naufragio, ya sabes, aquel lugre que
se estrelló contra la costa, atraído por nuestras señales engañadoras...
por qué tengo una fiebre ardiente y pesadillas espantosas? En vano he
bebido tres veces, a media noche, el agua de la fuente de Krinoëck; en
vano me he frotado con la grasa de una gaviota sacrificada en viernes;
nada, nada, me ha calmado. Por la noche tengo miedo. ¡Ah! mujer, mujer,
tú lo has querido.
—Siempre cobarde. ¿Es que no hay que vivir? ¿tu estado no te hace
horroroso a todo, Saint-Pol? y sin mis predicciones, ¿a qué nos veríamos
reducidos? La entrada en la iglesia nos está prohibida; los panaderos
casi no quieren vendernos pan. Pen-Ouët no va una vez a la población que
no vuelva molido a golpes, el pobre idiota. Y si se atreviesen nos darían
caza como a una bandada de lobos de las montañas de Arrés, y porque
nosotros aprovechamos lo que Teus[5] nos envía, tú te arrodillas como un
sacristán de Plougasnou y estás tan pálido como una muchacha que saliendo
de la velada encontrase a Teus Arpouliek con sus tres cabezas y su ojo de
fuego.
—Mujer...
—Eres más cobarde que un hombre de Cornouailles—dijo finalmente Ivona
exasperada.
Y como el más sangriento ultraje que se pueda hacer a un leonés es
compararle con un habitante de Cornouailles, el desollador agarró a su
mujer por el cuello.
—Sí—repitió con voz ronca y ahogada—, ¡más cobarde que un hijo de la
llanura!
La rabia del desollador no conoció límites, y se apoderó de su hacha,
pero Ivona se armó de un cuchillo.
El idiota reía a carcajadas, agitando su cabeza de caballo llena de
guijarros que producían un ruido sordo y extraño.
Afortunadamente, llamaron a la puerta de la cabaña, cuando estaba a punto
de ocurrir una desgracia.
—¡Abrid, voto a...! ¡abrid de una vez! El NO. sopla con una fuerza como
para descornar a un buey—dijo una voz ruda.
El desollador dejó caer su hacha, e Ivona se arregló la cabeza lanzando
sobre su marido una mirada en la que aun brillaba la cólera.
—¿Quién puede venir a esta hora a importunarnos?—dijo el hombre; después
se subió hasta una estrecha ventana, y miró.
II
KERNOK
Got callet deusan Armoriq.
Era un hombre duro de la Armórica.
Prov. bretón.
Era él, era Kernok el que llamaba a la puerta. He aquí un bravo y digno
compañero. Juzgad, si no.
Había nacido en Plougasnou; a los quince años se escapó de casa de su
padre y se embarcó en un barco negrero, comenzando allí su educación
marítima. No había a bordo grumete más ágil ni marinero más intrépido, ni
nadie tenía la mirada más penetrante para descubrir a lo lejos la tierra
velada por la bruma. Nadie apretaba con más gracia y presteza una gavia.
¡Y qué corazón! Un oficial se descuidaba su bolsa, y el joven Kernok la
recogía cuidadosamente, pero sus camaradas tenían parte en el contenido;
si robaba ron al capitán, lo partía también escrupulosamente con sus
amigos.
¡Y qué alma! ¡Cuántas veces, cuándo los negros que eran transportados del
África a las Antillas, entumecidos por el frío húmedo y penetrante de la
cala, no podían arrastrarse hasta el puente para aspirar el aire durante
el cuarto de hora que a este efecto se les concedía, cuántas veces, digo,
el joven Kernok les hacía recobrar el movimiento y la transpiración de la
piel a fuerza de golpes! Y el señor Durand, artillero-carpintero-cirujano
del brick, hacía notar juiciosamente que ninguno de los negros sometidos
a la vigilancia de Kernok padecía de aquella somnolencia y de aquella
pesadez peculiar a los demás negros. Al contrario, los suyos, a la vista
del amenazador cabo de cuerda, estaban siempre en un estado de
irritabilidad nerviosa, como decía el señor Durand, de irritabilidad
nerviosa muy saludable.
De este modo, Kernok obtuvo bien pronto la estimación y la confianza del
capitán negrero, capaz, afortunadamente, de apreciar sus raras
cualidades. El buen capitán se aficionó tanto al joven marinero, que le
dio algunas lecciones de teoría, y un día le nombró segundo de a bordo.
Kernok se mostró digno de este ascenso por su valor y su habilidad;
descubrió, sobre todo, una manera de encajonar a los negros en el sollado
tan ventajosamente, que el brick, que hasta entonces no había podido
llevar más que doscientos, pudo contener trescientos, a la verdad,
apretándolos un poco—rogándoles que se pusieran de lado en lugar de
tenderse panza arriba como bajás—, así decía Kernok.
Desde aquel día el negrero predijo a su protegido el más alto destino.
¡Dios sabe si se cumplió esta predicción!
Al cabo de algunos años, una tarde que singlaba hacia la costa de África,
el digno capitán de Kernok, que había bebido un poco más que de
costumbre, estaba del más jovial humor. A horcajadas sobre una ventana,
fumando su larga pipa, se divertía en seguir con la vista la dirección de
los espesos torbellinos de humo que lanzaba gravemente o en mirar
fijamente la rápida estela del navío, apresurando con sus deseos el
momento en que volvería a ver Francia.
Después pensaba con emoción en las bellas campiñas de Normandía, donde
había nacido; creía ver aún la choza dorada por los últimos rayos del
sol, el arroyuelo límpido y fresco, el viejo manzano, y su madre, y su
mujer, y sus hijitos que esperaban su regreso, suspirando junto a los
hermosos pájaros dorados y a las telas de vivos colores que él no dejaba
de llevarles nunca como recuerdo de sus lejanas correrías. El creía ver
todo esto, ¡pobre hombre! Su pipa, que el tiempo había vuelto negra como
el ala de un halcón, había caído de su boca entreabierta, sin que él se
diera cuenta; sus ojos se llenaban de lágrimas, su corazón latía con
violencia. Poco a poco los esfuerzos de su imaginación encaminada hacia
un mismo objeto, quizá también por la influencia del aguardiente, dieron
a esta visión fantástica una apariencia de realidad; y el buen capitán,
creyendo, en su embriaguez, que el mar era aquella riente pradera tan
deseada, tuvo la loca idea de querer ir hacia ella. Y en efecto,
poniéndose en pie avanzó hacia el líquido elemento.
Otros dicen que una mano invisible le empujó y que la estela plateada del
buque se enrojeció un momento.
Lo cierto es que se ahogó.
Como el brick se encontraba cerca de las islas de Cabo Verde, el oleaje
era fuerte y la brisa fresca, el timonel no oyó nada; pero Kernok, que
había ido a dar cuenta de la ruta al capitán, debió ser el primero en
advertir el accidente, al cual no era quizás ajeno.
Kernok tenía una de esas almas fuertemente templadas, inaccesibles a las
mezquinas consideraciones que los hombres débiles llaman reconocimiento o
piedad. No es extraño, pues, que cuando apareció en el puente no se
notara en él la menor emoción.
—El capitán se ha ahogado—dijo con calma al contramaestre—; es una
lástima, porque era un valiente.
Aquí Kernok añadió un epíteto que nosotros nos abstenemos de repetir,
pero que terminó de una manera pintoresca la oración fúnebre del difunto.
—¡Oh! ¡Kernok era lacónico!
Después, dirigiéndose al piloto, añadió:
—El mando del buque me pertenece, como segundo de a bordo; de modo que
vas a cambiar de ruta. En lugar de gobernar al SE. te dirigirás al NE.
porque vamos a virar en redondo y a dirigirnos a Nantes o a Saint-Malo.
El hecho es que Kernok había tratado de desviar al capitán difunto del
tráfico de los negros, no por filantropía, ¡no!, sino por un motivo
bastante más poderoso a los ojos de un hombre razonable.
—Capitán—le decía continuamente—, usted hace adelantos que le producen
todo lo más un trescientos por ciento; yo en su lugar ganaría lo mismo, o
más, sin desembolsar un céntimo. Su brick marcha como una dorada; ármelo
en corso, yo respondo de la tripulación; déjeme hacer, y a cada presa
oirá usted la canción del corsario.
Pero la elocuencia de Kernok no había quebrantado jamás la voluntad del
capitán, porque él sabía perfectamente que los que abrazan tan noble
profesión acaban tarde o temprano por balancearse al extremo de una
verga; y el inexorable capitán había caído al mar por accidente.
Apenas Kernok se vio dueño del buque, retornó a Nantes para reclutar una
tripulación conveniente, armar su nave y poner en práctica su proyecto
favorito.
Y para que digáis que no hay una Providencia, apenas llegado a Francia se
entera de que los ingleses nos han declarado la guerra, obtiene la
autorización competente, sale, da caza a un buque mercante y entra con su
presa en Saint-Pol de León.
¿Qué más diré? La suerte favoreció siempre a Kernok, porque el Cielo es
justo: hizo numerosas presas a los ingleses. El dinero que obtenía se
liquidaba rápidamente en las tabernas de Saint-Pol; y es en el momento de
disponerse a embarcarse de nuevo para fabricar moneda, como él decía en
su ingenuo lenguaje, cuando le vemos llamar a la puerta de la respetable
familia del desollador.
—Pero, ¡voto al diablo!, abrid de una vez—repitió sacudiendo
vigorosamente la puerta—. ¿O es que queréis quedaros agazapados como las
gaviotas en el hueco de una roca?
Por fin abrieron.
III
LA BUENA VENTURA
La bruja dijo al pirata:
«Buen capitán, en verdad,
No seré yo tan ingrata,
Y tendréis vuestra beldad.»
Víctor Hugo, «Cromwell».
Entró, se quitó su capote impermeable que chorreaba agua, lo extendió
cerca de la lumbre, sacudió su ancho sombrero de cuero barnizado, y se
dejó caer sobre una silla vieja.
Kernok podría tener treinta años; su ancha cintura y busto cuadrado que
anunciaba un vigor atlético, sus facciones bronceadas, su negra
cabellera, sus espesas patillas, le daban un aire duro y salvaje. Sin
embargo, su rostro hubiera pasado por hermoso a no ser por la constante
movilidad de sus pobladas cejas que se unían o se separaban, según la
impresión del momento.
Su traje no le distinguía en nada de un simple marinero; solamente
llevaba dos áncoras de oro bordadas en el cuello de su grosera chaqueta,
y un ancho puñal encorvado pendía de su cintura por un cordón de seda
roja.
Los habitantes de la cabaña examinaban al recién llegado con una
expresión de temor y de recelo y esperaban pacientemente que el singular
personaje hiciera conocer el objeto de su visita.
Pero él no parecía ocupado más que en una cosa, en calentarse, y arrojó
al fuego con desparpajo algunos trozos de madera en los que se veían aún
aplicaciones de hierro.
—Perros—dijo entre dientes—, ésos son los restos de un buque que ellos
habrán atraído y hecho naufragar. ¡Ah! si alguna vez El Gavilán...
—¿Qué quiere usted?—dijo Ivona cansada del silencio del desconocido.
Este levantó la cabeza, sonrió desdeñosamente, no pronunció una sola
palabra, extendió sus piernas sobre la lumbre, y después de haberse
acomodado lo mejor posible, es decir, con la espalda apoyada contra la
pared y los pies sobre los morillos.
—Usted es Pen-Hap el desollador, ¿no es cierto, buen hombre?—dijo por fin
Kernok que, con su bastón herrado atizaba el fuego con tanta fruición
como si se hubiese encontrado en el rincón de la chimenea de alguna
excelente posada de Saint-Pol—, ¿y usted la bruja de la costa de
Pempoul?—añadió mirando a Ivona con aire interrogativo.
Después, midiendo al idiota con la vista, con disgusto:
—En cuanto a ese monstruo, si lo llevaseis al aquelarre, causaría miedo
al mismo Satanás; por lo demás, se parece a usted, vieja mía, y si yo
pusiera esa cara en el mascarón de mi brick, los bonitos, asustados, no
vendrían más a jugar ni a saltar bajo la proa.
Aquí Ivona hizo una mueca de cólera.
—Vamos, vamos, bella patrona, cálmese usted y no abra el pico como una
gaviota que va a dejarse caer sobre un banco de sardinas. He aquí lo que
la apaciguará—dijo Kernok haciendo sonar algunos escudos—; tengo
necesidad de usted y del... señor.
Este discurso, y la palabra señor sobre todo, fueron pronunciados con un
aire tan evidentemente burlón, que fue preciso la vista de una bolsa bien
repleta y el respeto que inspiraban los anchos hombros y el bastón
herrado de Kernok, para impedir que la digna pareja no estallase en una
cólera demasiado largo tiempo contenida.
—Y no es—añadió el corsario—que yo crea en vuestras brujerías. Antes, en
mi infancia, ya era otra cosa. Entonces, como los demás, yo temblaba
durante la velada oyendo esos bellos relatos, y ahora, hermosa patrona,
hago tanto caso de ellos como de un remo roto. Pero ella ha querido que
viniese a hacerme decir la buena ventura antes de hacerme a la mar. En
fin, vamos a empezar; ¿está usted dispuesta, señora?
Este señora arrancó a Ivona una mueca horrible.
—¡Yo no me quedo aquí!—exclamó el desollador, pálido y trémulo—. Hoy es
el día de los muertos; mujer, mujer, tú nos perderás; ¡el fuego del Cielo
abrasará esta morada!
Y salió cerrando la puerta con violencia.
—¿Qué mosca le ha picado? Corre a buscarle, viejo mochuelo; él conoce la
costa mejor que un piloto de la isla de Batz, y yo le necesito. ¡Ve,
pues, bruja maldita!
Diciendo esto, Kernok la empujó hacia la puerta...
Pero Ivona, soltándose de las manos del pirata, repuso:
—¿Vienes para insultar a los que te sirven? Calla, calla, o no sabrás
nada de mí.
Kernok se encogió de hombros con un aire de indiferencia y de
incredulidad.
—En fin, ¿qué quieres?
—Saber el pasado y el porvenir, nada más que eso, mi digna madre; eso es
tan fácil como hacer diez nudos con el viento en popa—respondió Kernok
jugando con los cordones de su puñal.
—¿Tu mano?
—Ahí va; y me atrevo a decir que no hay otra más fuerte ni más ágil. ¡A
ver, pues, lo que lees en ella, vieja hada! Pero creo tanto en eso como
en las predicciones de nuestro piloto que, quemando sal y pólvora de
cañón, se imagina adivinar el tiempo que hará por el color de la llama.
¡Tonterías! yo no creo más que en la hoja de mi puñal o en el gatillo de
mi pistola, y cuando digo a mi enemigo: «¡Morirás!» el hierro o el plomo
cumplen mejor mi profecía que todas las...
—¡Silencio!—dijo Ivona.
Mientras que Kernok expresaba tan libremente su escepticismo, la vieja
había estudiado las líneas que cruzaban la palma de su mano.
Entonces fijó sobre él sus ojos grises y penetrantes, después aproximó su
dedo descarnado a la frente de Kernok, que se estremeció sintiendo la uña
de la bruja pasearse sobre las arrugas que se dibujaban entre sus cejas.
—¡Hola!—dijo ella con una sonrisa repugnante—; ¡hola! ¡tú, tan fuerte, y
tiemblas!
—Tiemblo... tiemblo... Si crees que es posible sentir tu garra sobre mi
piel, te equivocas. Pero, si en lugar de ese cuero negro y curtido se
tratase de una mano blanca y regordeta, ya verías entonces si Kernok...
Y balbuceaba, bajando involuntariamente la vista ante la mirada fija e
insistente de la bruja.
—¡Silencio!—repitió; y su cabeza cayó sobre su pecho; se hubiera dicho
que estaba absorta en un profundo ensueño.
Solamente de cuando en cuando la agitaba una especie de temblor
convulsivo, y sus dientes se entrechocaban. La luz vacilante del hogar
que se extinguía iluminaba únicamente con su rojiza claridad el interior
de aquel chamizo; y destacándose en el fondo la cabeza disforme del
idiota que dormitaba agazapado en un rincón, resultaba verdaderamente
espantosa. De Ivona no se veía más que su manta negra y sus largos
cabellos grises; en el exterior mugía la tempestad. Había no sé qué de
horrible y de infernal en aquella escena.
Kernok, el mismo Kernok, experimentó un ligero estremecimiento, rápido
como una chispa eléctrica. Y sintiendo poco a poco despertarse en él su
antigua superstición de niño, perdió aquel aire de incredulidad burlona
que se pintaba en sus facciones al entrar.
Bien pronto un sudor húmedo cubrió su frente. Maquinalmente asió su puñal
y lo sacó de la vaina...
Y como aquellas gentes que, medio dormidas aún, creen salir de un sueño
penoso haciendo algún movimiento violento, exclamó:
—¡Que el infierno se lleve a Melia, a sus estúpidos consejos y a mí mismo
por haber sido tan tonto en seguirlos! ¿He de dejarme intimidar por esas
mojigangas, buenas para asustar a las mujeres y a los niños? ¡No, voto a
tal! no se dirá que Kernok... ¡Ea! prometida del demonio, habla pronto;
tengo que marcharme. ¿Me oyes?
Y la sacudió fuertemente.
Ivona no respondía; su cuerpo seguía las impulsiones que le daba Kernok.
No se notaba siquiera la resistencia que hace experimentar un ser
animado. Se hubiera dicho que era una muerta.
El corazón del pirata latía con violencia.
—¿Hablarás?—murmuró, levantando la cabeza de Ivona que estaba inclinada
sobre su pecho.
Ivona quedó en la posición que la dejara, pero su mirada continuaba
siendo fija y sombría.
Los cabellos de Kernok se erizaban sobre su cabeza; con las dos manos
hacia adelante, el cuello tendido, como fascinado por aquella mirada
pálida y siniestra, escuchaba respirando apenas, dominado por un poder
superior a sus fuerzas.
—Kernok—dijo por fin la bruja con una voz débil y entrecortada—, tira,
tira ese puñal, porque hay sangre en él; sangre de ella y de él.
Y la vieja sonrió de una manera espantosa; después, poniendo el dedo
sobre su cuello:
—La has herido ahí... y sin embargo, aun vive. Pero no es eso todo... ¿Y
el capitán del barco negrero?
El puñal cayó a los pies de Kernok; se pasó la mano por su frente
ardiente y se apretó las sienes con tal fuerza, que la huella de sus
señas quedó impresa en ellas. Apenas si se sostenía y tuvo que apoyarse
contra el muro.
Ivona continuó:
—Que hayas arrojado al mar a tu bienhechor después de haberle dado de
puñaladas, pase; tu alma irá a Teus; pero que hayas herido a Melia sin
matarla, eso está mal; porque para seguirte, ella ha abandonado ese bello
país donde se crían los venenos más sutiles, donde las serpientes juegan
y se enlazan a la claridad de la luna, confundiendo sus silbidos, donde
el viajero oye, estremeciéndose, el estertor de la hiena, que grita como
una mujer a la que se estrangula; ese bello país, donde las víboras rojas
producen unas mordeduras mortales, que llevan en las venas una sangre que
las corroe.
E Ivona retorcía sus brazos, como si ella hubiese experimentado aquellas
atroces convulsiones.
—¡Basta, basta!—dijo Kernok, que sentía que su lengua se pegaba al
paladar.
—Has herido a tu bienhechor y a tu amante; su sangre caerá sobre ti, ¡tu
fin se aproxima! ¡Pen-Ouët!—llamó en voz baja.
A esta voz sorda y ronca, Pen-Ouët, al que se hubiera creído
profundamente dormido, se levantó en una especie de acceso de
somnabulismo, y se sentó en las rodillas de su madre, que tomó sus manos
entre las suyas, y, apoyando su frente contra la del idiota, dijo:
—Pen-Ouët, pregunta el tiempo que Teus le concede de vida... En nombre de
Teus, respóndeme.
El idiota lanzó un grito salvaje, pareció reflexionar un instante,
retrocedió un paso e hirió el suelo con la cabeza de caballo que siempre
llevaba.
Golpeó al principio cinco veces, después otras cinco y luego tres más.
—Cinco, diez, trece—dijo su madre, que iba contando—, trece días te
quedan aún que vivir, ¡ya lo oyes! ¡y quiera Teus enviarte a nuestra
costa, con el cuerpo lívido y frío, rodeado de algas, los ojos sombríos y
abiertos, la boca llena de espumarajos y la lengua apresada entre los
dientes! ¡Trece días... y tu alma para Teus!
—¡Pero ella, ella!—dijo Kernok, jadeante, presa de un delirio atroz.
—¡Ella!—repuso Ivona—; pero no me has pagado más que por ti. ¡Bah! seré
generosa.
Después reflexionó un momento poniéndose el dedo en la frente.
—Pues bien, ella también quedará con los miembros rígidos, la cara
azulada, la boca espumeante y los dientes apretados. ¡Oh! haréis unos
hermosos prometidos, ¡y quiera Teus que yo os vea, en una noche de
noviembre, sobre una roca negra que será vuestro lecho nupcial, con las
olas del Océano por cortinajes, con el graznido de los cuervos por canto
de bodas y el ojo ardiente de Teus por antorcha!
Kernok cayó desvanecido y dos carcajadas siniestras resonaron en la
cabaña.
En esto llamaron a la puerta.
—¡Kernok, Kernok mío!—dijo una voz dulce y fresca.
Estas palabras produjeron sobre Kernok un efecto mágico; abrió los ojos y
miró a su alrededor con extrañeza y espanto.
—¿Dónde estoy, pues?—dijo levantándose—; ¿ha sido una pesadilla, una
espantosa pesadilla? Pero no... mi puñal... esta capa... Es demasiado
cierto... ¡al infierno! ¡maldita vieja! yo sabré...
La vieja y el idiota habían desaparecido.
—Kernok, Kernok, abre ya—repitió la dulce voz.
—¡Ella—exclamó—, ella aquí!
Y se precipitó hacia la puerta.
—¡Ven—dijo—, ven!
Y saliendo de la cabaña, con la cabeza desnuda, la arrastró rápidamente,
y a través de las rocas que bordean la costa, alcanzaron bien pronto el
camino de Saint-Pol.
IV
EL BRICK «EL GAVILÁN»
¡Adelante, famoso bricbarca!
Desde el codaste hasta la gavia
No hay otro en el arsenal
Que con él se pueda igualar;
Viento en popa y adelante.
Canción del marinero.
La niebla que rodeaba los alrededores del pequeño puerto de Pempoul se
disipaba poco a poco, y el disco del sol aparecía de un rojo obscuro en
medio del cielo gris y sombrío.
Bien pronto Saint-Pol, dominado por sus grandes edificios negros y sus
campanarios de piedra, se presentó vago e incierto a través del vapor que
ascendía de las aguas, después se dibujó de una manera más precisa,
cuando los pálidos rayos del sol de noviembre arrojaron el aire espeso y
húmedo de la mañana.
A la derecha se elevaba la isla de Kalot con sus rompientes, el molino y
el campanario azul de Plougasnou, mientras que a lo lejos se extendía la
playa de Treguier, de fina y dorada arena, limitada por inmensos
peñascales que se pierden en el horizonte.
La linda bahía de Pempoul no contenía ordinariamente más que medio
centenar de barcas y algunos buques de un tonelaje más elevado.
No es extraño, pues, que el hermoso brick El Gavilán se destacase con
toda la altura de sus gavias entre aquella innoble multitud de lugres,
faluchos y botes que estaban fondeados a su alrededor.
Ciertamente! ¡no había un brick más hermoso que El Gavilán!
¿Es posible cansarse de verlo recto y ligero sobre el agua, con sus
formas esbeltas y estrechas, su alta armadura un poco inclinada hacia
atrás, que le da un aire tan coquetón y tan marinero? ¿cómo no admirar su
velamen fino y ligero, con sus amplias piezas, sus gavias y sus juanetes
tan elegantemente sesgados, y esas barrederas que se despliegan sobre sus
flancos graciosas como las alas del cisne, y esos foques elegantes que
parecen voltear al extremo de su bauprés, y su línea de veinte carronadas
de bronce, que se dibuja blanca y negra como los lados de un juego de
damas?
Y después, ¡jamás el vapor oloroso de la mirra ardiendo en pebeteros de
oro, jamás la violeta con sus hojas aterciopeladas, jamás la rosa ni el
jazmín destilados en preciosos frascos de cristal se podrán comparar al
delicioso perfume que exhalaba la cala de El Gavilán! ¡qué oloroso
alquitrán, qué brea tan suave!
¡A fe de Dios! ¡Ciertamente no había un brick más hermoso que El Gavilán!
Y si le admiráis dormido sobre sus áncoras, ¿qué diríais, pues, si le
vieseis dar caza a un desventurado buque mercante? ¡No! jamás caballo de
carrera con la boca espumante bajo el freno, ha saltado con tanta
impaciencia como El Gavilán, cuando el piloto no le dejaba precipitarse
sobre el buque perseguido. Jamás el halcón, rozando el agua con el
extremo de su ala, ha volado con tanta rapidez como el hermoso brick,
cuando, impulsado por la brisa, sus gavias y sus juanetes izados, se
deslizaba por el Océano, de tal modo inclinado, que los extremos de sus
vergas bajas desfloraban la cima de las olas.
¡Ciertamente, no hay un brick más hermoso que El Gavilán!
Y ése es el que estáis viendo, amarrado por sus dos cables.
A bordo había poca gente: el contramaestre, seis marineros y un grumete;
nadie más.
Los marineros estaban agrupados en los obenques o sentados sobre los
afustes de los cañones.
El contramaestre, hombre de unos cincuenta años, envuelto en un largo
gabán oriental, se paseaba por el puente con un aire agitado, y la
protuberancia que se notaba en su mejilla izquierda anunciaba, por su
excesiva movilidad, que mordía su chicote con furor.
Tanto es así, que el grumete, inmóvil cerca de su jefe, con el gorro en
la mano como quien aguarda una orden, observaba aquel peligroso
pronóstico con espanto creciente; porque el chicote del contramaestre era
para la tripulación una especie de termómetro que anunciaba las
variaciones de su carácter; y aquel día, según las observaciones del
grumete, el tiempo anunciaba tempestad.
—¡Mil millones de truenos!—decía el contramaestre hundiéndose el capuchón
hasta los ojos—, ¿qué infernal viento le ha empujado? ¿Dónde está? ¡Son
las diez y aun no ha venido a bordo! Y la bestia de su mujer que parte a
media noche para ir a buscarle, el diablo sabe dónde... ¡Una brisa tan
hermosa! ¡Perder una brisa tan hermosa!—repetía en tono desgarrador
mirando un ligero catavientos colocado en los obenques, y que por la
dirección que le daba el viento anunciaba una fuerte brisa del NO—. Es
preciso estar tan loco como el hombre que pone el dedo entre el cable y
el escobén.
El marmitón, impaciente de la duración de este monólogo, había intentado
ya por dos veces interrumpir al contramaestre, pero la mirada furiosa y
la movilidad excesiva del chicote de su superior se lo habían impedido.
Por fin, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, con su gorro bajo el brazo,
el cuello tendido, la pierna izquierda hacia adelante, se aventuró a
tirar de la hopalanda de su jefe.
—Señor Zeli—le dijo—, el desayuno le espera.
—¡Ah! ¿eres tú, Grano de Sal? ¿qué haces ahí, miserable, estúpido,
animal, rata de bodega? ¿Quieres que te haga curtir la piel, o que te
ponga el espinazo rojo como un rosbif crudo? ¿Contestarás, grumete de
desgracia?
A este torrente de injurias y de amenazas, el grumete no oponía más que
una calma estoica, acostumbrado, como estaba, a los arranques de su
superior.
Y, dicho sea de paso, habéis de saber que, si yo creyese en la
metempsicosis, preferiría habitar por toda mi vida en el alma de un
caballo de coche de alquiler, de un temporero, de un burro de
Montmorency, animar, en fin, a lo que hay de más miserable, que
encontrarme bajo la piel de un grumete.
Ya hemos dicho que el grumete no soltaba una palabra; y cuando el maestro
Zeli se detuvo para tomar aliento. Grano de Sal repitió con un aire más
humilde que de costumbre:
—El desayuno le...
—¡Ah! ¡el desayuno!—exclamó el contramaestre encantado de hacer caer su
furor sobre alguien—; ¡ah! ¡el desayuno! ¡Toma, perro!
Esto fue acompañado de un bofetón y de un puntapié tan violento, que el
grumete, que estaba en lo alto de la escalera del sollado, desapareció
como por encanto, y llegó al fondo de la cala resbalando con rapidez a lo
largo de los tramos de la escalera.
Llegado al final de su viaje, el grumete se levantó y dijo frotándose los
riñones:
—Estaba seguro; lo he conocido en el modo de mascar el tabaco.
Y después de un momento de silencio, Grano de Sal añadió con un aire muy
satisfecho:
—Prefiero eso que no haber caído de cabeza.
Luego, consolado por esta reflexión filosófica, fue fielmente a cuidar
del desayuno del maestro Zeli.
V
REGRESO
¡Hola! ¿de dónde viene usted, bello señor,
con la cabeza desnuda... el cinturón
colgando?... ¡Qué palidez!... amigo...
¡qué palidez!
Words-Vok.
Aunque hubiese desahogado un poco su cólera en Grano de Sal, el maestro
Zeli continuaba midiendo a zancadas el puente, levantando de cuando en
cuando el puño y los ojos al cielo, y murmuraba palabras que era
imposible tomar por una piadosa invocación.
De pronto, fijando una atenta mirada sobre la entrada del puerto, se
detuvo, asió un anteojo que había cerca de la bitácora y, aproximándolo
al ojo izquierdo, exclamó:
—Por fin, por fin, ¡qué suerte! ya está aquí, sí, es él... ¡Vaya una
manera de remar! ¡Vamos, firme, bravo, muchachos! ¡doblad, y podremos
aprovechar la brisa y la marea!
Y el maestro Zeli, olvidando que era difícil hacerse oír a dos tiros de
cañón de distancia, animaba con la voz y con el gesto a los marineros que
conducían a bordo a Kernok.
Por fin el bote se acercó al brick y atracó a estribor. El maestro Zeli
corrió a la escala a dar el silbido que anunciaba al capitán, y, con el
sombrero en la mano, se dispuso a recibirle.
Kernok subió con agilidad por la banda del brick y saltó sobre el puente.
El contramaestre quedó impresionado de su palidez y de la alteración de
sus facciones. Su cabeza desnuda, las ropas en desorden, la vaina sin
puñal que pendía a su cintura, todo anunciaba un acontecimiento
extraordinario. Por esta razón Zeli no tuvo el valor de reprochar a su
capitán una ausencia tan prolongada y se acercó a él con un aire de
interés respetuoso.
Kernok abarcó el brick con una mirada rápida y vio que todo estaba en
orden.
—Contramaestre—dijo con una voz imperiosa y dura—, ¿a qué hora es la
marcha?
—A las dos y cuarto, capitán.
—Si la brisa no cesa, aparejaremos a las dos y media. Haga izar el
pabellón y disparar el cañonazo de partida; vire al cabrestante,
desaferre, y cuando las áncoras estén a pico, avíseme. ¿Dónde están el
oficial y el resto de la tripulación?
—En tierra, capitán.
—Envíe los botes a buscarles. El que no esté a bordo a las dos, recibirá
veinte golpes de rebenque y pasará ocho días en el calabozo. ¡Váyase!
Nunca Zeli había visto a Kernok con un aire tan duro y tan severo. Así,
contra su costumbre, no hizo una multitud de objeciones a cada orden de
su capitán, y se contentó con ir prontamente a ejecutarlas.
Kernok, después de haber examinado atentamente la dirección del viento y
de las brújulas, hizo signo a su compañero de que le siguiese.
Este compañero era el que había ido a buscarle al antro de la bruja. La
voz pura y fresca que decía: «¡Kernok, Kernok mío!» era la suya; ¡cómo no
había de ser dulce su voz! ¡Era tan linda con sus facciones delicadas y
finas, sus grandes ojos velados por largas pestañas, sus cabellos
castaños y sedosos que se escapaban por debajo de las anchas alas de su
sombrero, y aquel talle tan esbelto y frágil que dibujaba un vestido de
tela azul, y aquella actitud tan viva y tan graciosa! ¡y cuando marchaba
libre y desembarazada, con el cuello erguido, la cabeza alta! ¡Ah! ¡qué
salero! únicamente que su rostro parecía dorado por un rayo de sol
tropical.
Porque era de aquel clima ardiente de donde Kernok se había traído a su
gentil compañero, que no era otro que Melia, hermosa joven de color.
¡Pobre Melia! por seguir a su amante había abandonado la Martinica y sus
bananeros y su casa de celosías verdes. Por él, hubiese dado su hamaca de
mil colores, sus madrás rojas y azules, los círculos de plata maciza que
rodeazan sus brazos y sus piernas; lo hubiese dado todo, todo, hasta el
saquito que encerraba tres dientes de serpiente y un corazón de paloma,
mágico talismán que debía proteger sus días, mientras lo llevara
suspendido del cuello.
Ya veis, pues, si Melia amaba a su Kernok.
También la amaba él, ¡oh!, la amaba con pasión, porque había bautizado
con el nombre de Melia una larga culebrina de 18, y no enviaba su
proyectil al enemigo que no se acordase de su amante. Era preciso que la
amase mucho, puesto que la permitía tocar su excelente puñal de Toledo y
sus buenas pistolas inglesas. ¡Qué más! ¡Hasta le confiaba la custodia de
su provisión particular de vino y de aguardiente!
Pero lo que probaba más que nada el amor de Kernok, era una ancha y
profunda cicatriz que Melia tenía en el cuello. Provenía de una
cuchillada que el pirata le había dado en un arrebato de celos. Y como
hay que juzgar siempre la fuerza del amor por la violencia de los celos,
se comprende que Melia debía pasar unos días de ensueño al lado de su
dulce dueño.
Bajaron los dos juntos.
Al entrar en la cámara, Kernok se arrojó sobre un sillón y ocultó la
cabeza entre las manos, como para escapar a una visión funesta.
Se había estremecido, sobre todo, al advertir la ventana por la cual su
capitán había caído al mar, como todos sabemos.
Melia le miraba con dolor: después se aproximó tímidamente, se arrodilló
tomando una de sus manos que él le abandonó y le dijo:
—Kernok, ¿qué tiene usted?, su mano arde.
Esta voz le hizo estremecer: levantó la cabeza, sonrió amargamente y
pasando sus brazos alrededor del cuello de la joven mulata, la estrechó
contra sí; su boca rozaba su mejilla, cuando sus labios encontraron la
fatal cicatriz.
—¡Infierno! ¡maldición sobre mí!—exclamó con violencia—. ¡Maldita vieja,
bruja infernal! ¿quién habrá dicho...?
Y se asomó a la ventana para respirar, pero, como rechazado por una
fuerza invencible, se alejó con horror, y se apoyó sobre el borde de su
cama.
Sus ojos estaban rojos y ardientes; su mirada, largo tiempo fija, se veló
poco a poco; y sucumbiendo a la fatiga y a la agitación, sus ojos se
cerraron. Al principio resistió al sueño, después cedió...
Entonces ella, con los ojos humedecidos por las lágrimas, atrajo
dulcemente la cabeza de Kernok sobre su seno, que se levantaba y
descendía con rapidez. El, abandonándose a este dulce balanceo, se durmió
por completo; mientras que Melia, reteniendo su aliento, y separando los
negros cabellos que ocultaban la despejada frente de su amante, tan
pronto depositaba en él un beso, tan pronto pasaba un dedo afilado sobre
sus espesas cejas que se contraían convulsivamente aun durante su sueño.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
—Capitán, todo está dispuesto—dijo Zeli entrando.
En vano Melia le hacía signos de que se callase, mostrándole a Kernok
dormido; Zeli, que no se atenía más que a la orden que había recibido,
repitió con una voz más fuerte:
—¡Capitán, todo está dispuesto!
—¡Eh!... ¿qué hay?... ¿qué es eso?...—dijo Kernok desprendiéndose de los
brazos de la joven.
—Capitán, todo está dispuesto—repitió Zeli por tercera vez, con una
entonación aún más elevada.
—¿Y quién ha sido el necio que ha dado esa orden?
—Usted, capitán.
—¡Yo!
—Usted, capitán, al volver a bordo, hace dos horas, tan cierto como ese
quechemarín cubre su trinquete—dijo Zeli con una conmoción profunda,
mostrando por la ventana una embarcación que en efecto ejecutaba esta
maniobra.
Y Kernok dirigió una mirada a Melia, que bajaba, sonriendo, su linda
cabeza, como para confirmar la aserción de Zeli.
Entonces se pasó rápidamente la mano por la frente, y dijo:
—Sí, sí, está bien, desamarrad y hacedlo preparar todo, para aparejar;
subo en seguida. ¿La brisa no ha calmado?
—No, capitán; al contrario, es más fuerte aún.
—Ve y despacha.
El tono de Kernok ya no era duro e impetuoso, sino solamente brusco; de
modo que Zeli, viendo que la calma había sucedido a la agitación de su
capitán, no pudo por menos que pronunciar un pero...
—¿Vas a comenzar con tus peros y tus síes? Ten cuidado... ¡o te arrojo la
bocina a la cabeza!—exclamó Kernok con voz de trueno y avanzando hacia
Zeli.
Este se esquivó prontamente, juzgando que su capitán no estaba aún en una
situación de espíritu bastante apacible para soportar pacientemente sus
eternas contradicciones.
—Cálmese, Kernok—dijo tímidamente Melia—. ¿Cómo se encuentra usted ahora?
—Muy bien, muy bien. Estas dos horas de sueño han bastado para calmarme y
desechar las ideas tontas que esa maldita bruja me había metido en la
cabeza. Vamos, vamos, la brisa fresquea y nos disponemos a salir. Porque,
¿qué hacemos aquí mientras haya buques mercantes en la Mancha, galeones
en el golfo de Gascuña y ricos navíos portugueses en el estrecho de
Gibraltar?
—¡Cómo! ¿Usted partirá hoy, un viernes?
—Escucha bien lo que voy a decirte, amada mía; yo hubiera debido
castigarte seriamente por haberme decidido por tus súplicas a ir a
escuchar las fantasías de una loca. Te he perdonado; pero no me rompas
más los oídos con tu charla, o si no...
—¿Sus predicciones han sido, pues, siniestras?
—¡Sus predicciones! hago tanto caso como de... En cambio, lo que yo puedo
predecir a ese viejo mochuelo, y tú verás si me equivoco, es que tan
pronto como mis ocupaciones me lo permitan, iré con una docena de
gavieros[6] a hacerle una visita de la cual se acordará; que me parta un
rayo si dejo una piedra de su casucha y si no le pongo la espalda del
color del arco iris.
—¡Por piedad, no hable usted así de una mujer que tiene doble vista! no
parta hoy; ahora mismo una gaviota blanca y negra revoloteaba por encima
del barco lanzando agudos gritos; eso es de mal augurio... ¡no parta
usted!
Diciendo estas palabras, Melia se había arrojado a las rodillas de
Kernok, que al principio la había escuchado con bastante paciencia; pero,
cansado de oírla, la rechazó tan rudamente, que la cabeza de Melia fue a
dar contra la madera.
En el mismo instante, por una violenta sacudida que el navío experimentó,
Kernok, adivinando que el áncora había cedido al cabrestante, se lanzó
hacia el puente, con su bocina en la mano.
VI
LA PARTIDA
¡Alerta! ¡Alerta! he ahí a los piratas
de Ochali que parten.
El cautivo de Ochali.
Cuando Kernok apareció sobre el puente, se hizo un profundo silencio.
No se oía más que el ruido agudo del silbato de Zeli, que, inclinado
sobre la borda hacía amarrar el áncora, indicando la maniobra por
modulaciones diferentes.
—¿Hay que desaferrar el áncora de estribor?—preguntó al segundo, que
transmitió esta pregunta a Kernok.
—Espera—dijo éste—, y haz subir a todo el mundo al puente.
Un toque de silbato particular, repetido por el contramaestre, hizo
aparecer como por encanto a los cincuenta y dos hombres y a los cinco
marmitones que componían la tripulación de El Gavilán, y que se colocaron
en dos filas, con la cabeza alta, la mirada fija y las manos colgando.
Aquellas buenas gentes no tenían el aire cándido y puro de un joven
seminarista, ¡oh no! Se veía en sus duras facciones, en su tez curtida,
en su frente surcada, que las pasiones—¡y qué pasiones!—habían pasado por
allí, y que los honrados compañeros habían llevado ¡ay! una vida bien
tormentosa.
Además, se trataba de una tripulación cosmopolita; era como un resumen
viviente de todos los pueblos del mundo; franceses, españoles, alemanes,
ingleses, rusos, americanos, holandeses, italianos, egipcios, ¿qué sé yo?
hasta un chino que Kernok había enrolado en Manila. Sin embargo, aquella
sociedad compuesta de elementos tan poco homogéneos, vivía a bordo en
perfecta inteligencia, gracias a la rigurosa disciplina que Kernok había
establecido.
—Pasa lista—dijo al segundo, y cada marinero fue respondiendo a su
nombre.
Faltaba uno, el piloto Lescoët, un compatriota de Kernok.
—Anótale para veinte chicotazos y ocho días de calabozo.
Y el segundo escribió en su carnet: Lescoët, 20 ch. y 8 de c., con tanta
indiferencia como un comerciante que anotase el vencimiento de una letra.
Kernok entonces se subió sobre un banco, dejó la bocina cerca de él y
habló en estos términos:
—Muchachos, vamos a hacernos de nuevo a la mar. Hace dos meses que nos
estamos enmoheciendo aquí como un pontón podrido; nuestros cinturones
están vacíos; pero el depósito de la pólvora está lleno, nuestros cañones
tienen la boca abierta y no piden más que hablar. Vamos a salir
impulsados por una buena brisa NO. y a farolear por el estrecho de
Gibraltar; y si San Nicolás y Santa Bárbara nos ayudan, ¡pardiez!,
volveremos con los bolsillos llenos, muchachos, para hacer bailar a las
chicas de Saint-Pol y beber vino de Pempoul.
—¡Hurra! ¡hurra!—gritaron todos en signo de aprobación.
—¡Desamarra a estribor, larga el gran foque, iza la cangreja!—gritó
Kernok con voz estentórea, dando también la orden de aparejar, para no
dejar enfriar el ardor de la gente.
El brick, no estando ya aprisionado por sus anclas, siguió el impulso del
viento, y se inclinó sobre estribor.
—¡Larga las gavias! ¡iza, iza, bracea, bracea! ¡amarra las gavias!—gritó
aún Kernok.
Y el brick, sintiendo la fuerza de la brisa, se puso en marcha; sus
amplias velas grises se hincharon poco a poco, el viento circuló silbando
entre las cuerdas; ya Pempoul, la costa de Treguier, la isla
Santa-Ana-Ros-Istam y la torre Blanca, se borraban poco a poco, huían a
los ojos de los marineros, que, agrupados en los obenques y en las
gavias, con la mirada fija sobre la tierra, parecían saludar a Francia en
una última y larga despedida.
—¡La barra a babor! ¡la barra a babor!—gritó de pronto Zeli con espanto.
Inmediatamente la rueda del timón dio una vuelta rápida y El Gavilán se
inclinó bruscamente.
—¿Qué hay, pues?—preguntó Kernok después que fue ejecutada la maniobra.
—Es Lescoët que llega, capitán; el bote que le conduce ha estado a punto
de dejarse abordar, y lo hubiéramos aplastado como una cáscara de nuez,
si no hubiese hecho virar sobre estribor—respondió Zeli.
El rezagado, que había saltado ágilmente a bordo, se acercó con aire
confuso a Kernok.
—¿Por qué has tardado tanto?
—Mi anciana madre acaba de morir; he querido estar hasta el último
momento a su lado para cerrarle los ojos.
—¡Ah!—dijo Kernok.
Después, volviéndose hacia su segundo:
—Arregla las cuentas a ese buen hijo.
Y el segundo dijo dos palabras al oído de Zeli que se llevó a Lescoët a
un rincón.
—Hijo mío—le dijo agitando una cuerda larga y estrecha—, tenemos un hueso
que roer juntos.
—Ya comprendo—dijo Lescoët palideciendo—; ¿y cuántos?
—Una miseria.
—Bien, pero quiero saberlo.
—Ya lo verás; no tengo interés en estafarte ninguno, y además tú podrás
contarlos.
—Ya me vengaré.
—Antes siempre se dice eso, y después no se piensa en ello más que en la
brisa de la víspera. Vamos, muchacho, despachemos, porque veo que el
capitán se impacienta y sería capaz de hacerme probar la misma salsa.
Ataron a Lescoët a una escala de cuerdas, los brazos en alto y el cuerpo
desnudo hasta la cintura.
—Estamos dispuestos—dijo Zeli. Kernok hizo un signo, y la cuerda silbó y
resonó sobre la espalda de Lescoët. Hasta el sexto golpe se comportó muy
decorosamente; no se oía más que una especie de gemido sordo que
acompañaba cada zurriagazo. Pero al séptimo el valor le abandonó, y en
efecto, debía sufrir mucho, porque cada golpe dejaba en su cuerpo una
huella roja que se convertía bien pronto en azul y morada; después quedó
levantada la piel y apareció la carne viva y sangrando. Parecía que la
tortura debía ser intolerable, porque un estado de desmadejamiento
general reemplazó a la irritación convulsiva que hasta entonces había
sostenido a Lescoët.
—Se encuentra mal—dijo Zeli con el gratel levantado.
Entonces, el señor Durand, el-calafate de a bordo, se aproximó, tomó el
pulso al paciente; después, ensayando una mueca, se encogió de hombros e
hizo un signo significativo a maestro Zeli.
El gratel funcionó de nuevo, pero su sonido ya no era seco y restallante
como cuando caía sobre una piel lisa y pulida, sino sordo y mate como el
ruido de una cuerda que golpease una boya.
Es que la espalda de Lescoët estaba en carne viva; la piel caía en
jirones hasta el punto de que el contramaestre se ponía la mano ante los
ojos para que no le salpicase la sangre a cada golpe.
—Y veinte—dijo con un aire de satisfacción mezclado de pesar, como una
joven que da a su amante el último de los besos prometidos.
O, si lo preferís, como un banquero que cuenta su última pila de escudos.
El propio Zeli se llevó a Lescoët, que no daba señales de vida.
—Ahora—dijo Kernok—, un buen emplasto de pólvora de cañón y de vinagre
sobre esos rasguños, y mañana no tendrá nada.
Después, dirigiéndose al timonel:
—Corre una buena bordada al SO.; si se ve una vela, avísame.
Y descendió a su cámara para reunirse con Melia.
VII
CARLOS Y ANITA
...Ese tumulto espantoso, esa fiebre
devoradora... es el amor...
O. P.
Aver la morte innanzi gli occhi per me.
Petrarca.
La dulce influencia de los climas meridionales aun se hacía sentir,
porque el buque San Pablo se encontraba a la altura del estrecho de
Gibraltar. Empujado por una débil brisa, con todas sus velas extendidas,
desde el contrajuanete hasta los foques de estay, venía del Perú y se
dirigía a Lisboa con pabellón inglés, ignorando la ruptura de Francia y
de Inglaterra.
El departamento del capitán lo ocupaban don Carlos Toscano y su esposa,
ricos negociantes de Lima, que habían fletado el San Pablo en el Callao.
La modesta cámara de antes estaba desconocida, tanto eran el lujo y la
elegancia desplegados por Carlos. Sobre las paredes grises y desnudas se
extendían ricos tapices que, separándose por encima de las ventanas,
caían en pliegos ondulantes. El piso estaba cubierto de esteras de Lima,
trenzadas de lina y blanca paja, y encuadradas en amplios dibujos de
colores llamativos. Largas cajas de caoba roja y pulimentada contenían
camelias, jazmines de Méjico y cactos de espesas hojas. En una linda
jaula de limonero y de enrejado de plata revoloteaban unos hermosos
pájaros de cabeza verde, de alas purpuradas con reflejos de oro, y
bonitas cotorras de Puerto Rico, con todo el cuerpo azul, un penacho de
color de naranja y el pico negro como el ébano.
El aire era tibio y embalsamado, el cielo puro, el mar magnífico; y, sin
el ligero balanceo que el oleaje imprimía al barco, se hubiera podido
creer que se estaba en tierra.
Sentado sobre un rico diván, Carlos sonreía a su esposa, que aun tenía
una guitarra en la mano.
—¡Bravo, bravo, Anita mía!—exclamó él—, jamás se ha cantado mejor el
amor.
—Es que jamás se ha experimentado mejor, ángel mío.
—Sí, y para siempre...—dijo Carlos.
—Para la vida...—contestó Anita.
Sus bocas se encontraron y él la estrechó contra él en un abrazo
convulsivo.
Cayendo a sus pies, la guitarra despidió un sonido dulce y armonioso,
como el último acorde de un órgano.
Carlos miraba a su mujer con esa mirada que va al corazón, que hace
estremecer de amor, que hace daño.
Y ella, fascinada por aquella mirada ardiente, murmuraba cerrando los
ojos:
—¡Gracias!... ¡gracias!... ¡Carlos mío!
Después, uniendo sus manos, se deslizó dulcemente a los pies de Carlos, y
apoyó la cabeza sobre sus rodillas; su pálido semblante estaba como
velado por sus largos cabellos negros; solamente a través de ellos
brillaban sus ojos, lo mismo que una estrella en medio de un cielo
sombrío.
—Y todo esto es mío—pensaba Carlos—, mío sólo en el mundo, y para
siempre; porque envejeceremos juntos; las arrugas surcarán esa cara
fresca y aterciopelada; esos anillos de ébano se convertirán en bucles
argentinos—decía él pasando su mano por la sedosa cabellera de Anita—, y
vieja, abuela ya, se extinguirá en una serena tarde de otoño, en medio de
sus nietos, y sus últimas palabras serán: «Voy a unirme contigo, Carlos
mío». ¡Oh! sí, sí, porque yo habré muerto antes que ella... Pero, de aquí
allá, ¡qué porvenir! ¡qué hermosos días! Jóvenes y fuertes, ricos,
dichosos, con una conciencia pura y el recuerdo de algunas buenas
acciones, habremos vuelto a ver nuestra bella Andalucía, Granada y su
Alhambra, su mosaico de oro, de arquitectura aérea, sus pórticos, nuestra
hermosa quinta con sus bosques de naranjos frescos y perfumados, y sus
pilones de mármol blanco en los que duerme una agua límpida.
—Y mi padre... y la casa donde he nacido... y la celosía verde que yo
levantaba tan a menudo cuando tú pasabas, y la vieja iglesia de San Juan,
donde por primera vez, mientras yo oraba, murmuraste a mi oído: «¡Anita
mía, te amo!»... ¡Y ya ves si la Virgen me protege! en el momento en que
tú me decías: «¡Te amo!», yo acababa de pedirte tu amor, prometiendo una
novena a Nuestra Señora—repuso Anita, porque su esposo había acabado por
pensar en voz alta—. Escucha, Carlos mío—suspiró—, júrame, ángel mío, que
dentro de veinte años diremos otra novena a la Virgen para darle gracias
por haber bendecido nuestra unión.
—Te lo juro, ¡alma de mi vida!, porque dentro de veinte años aún seremos
jóvenes de amor y de dicha.
—¡Oh! sí, nuestro porvenir es tan risueño, tan puro, que...
No pudo acabar, porque una bala enramada, que entró silbando por la popa,
le destrozó la cabeza, partió a Carlos en dos, e hizo añicos los cajones
de flores y la jaula.
¡Qué dicha para los periquitos y las cotorras, que huyeron por las
ventanas batiendo alegremente las alas!
VIII
LA PRESA
...¡Vil metal!
Burke.
...¡Es posible!
Balzac.
—¡Diablo! ¡hermoso tiro! Ya ves, maestro Zeli..., la bala ha entrado por
encima del coronamiento y ha salido por la tercera porta de estribor.
¡Pardiez! ¡Melia, haces maravillas!
Así decía Kernok, con un largo anteojo en la mano, y acariciando la
culebrina aún humeante que él mismo acababa de apuntar contra el San
Pablo, porque este navío no se había apresurado a izar su pabellón.
Esta era la bala que había matado a Carlos y a su esposa.
—¡Ah! ¡qué suerte!—repuso Kernok viendo el pabellón inglés que se
desarrollaba en lo alto de uno de los palos del San Pablo—, ¡qué suerte!
se da a conocer... ¡y dice de qué país es! pero no me equivoco... un
inglés; es un inglés, y el perro se atreve a señalarlo ¡y no tiene un
cañón a bordo! ¡Zeli, Zeli!—gritó con voz de trueno—, haz largar todas
las velas del brick y preparar los remos; dentro de media hora estaremos
cerca de él. Usted, oficial, toque zafarrancho de combate, envíe a los
hombres a sus piezas y distribuya los sables y las picas de abordaje.
Después, lanzándose hacia una carronada:
—¡Muchachos! si no me equivoco, ese navío llega del mar del Sud; en esa
popa corta y achatada, en ese porte, reconozco una navío español o
portugués que se dirige a Lisboa, ignorando sin duda que hemos declarado
la guerra a los ingleses. ¡Allá él! Pero ese perro debe tener piastras en
el vientre. Pronto lo veremos, ¡pardiez! ¡Muchachos! el casco sólo vale
veinte mil piastras; pero, paciencia, El Gavilán extiende su alas y bien
pronto mostrará sus uñas. ¡Vamos, muchachos! ¡remad, remad firmes!
Y animaba con la voz y con el gesto a los marineros que, encorvados bajo
los largos remos del brick, doblaban la velocidad que le daba la brisa.
Otros marineros se armaban precipitadamente de sables y puñales, y el
maestro Zeli hacía disponer los garfios de abordaje.
Kernok, después de haber tomado todas sus disposiciones, descendió al
sollado y encerró a Melia que dormía en la hamaca.
Todo estaba dispuesto a bordo de El Gavilán: el capitán del desgraciado
San Pablo, creyendo que el brick de Kernok era un navío de guerra, sin
dejar de gemir por la desgracia ocurrida a bordo, izó el pabellón inglés,
esperando ponerse así bajo su protección.
Pero cuando vio la maniobra de El Gavilán, cuya marcha era aún acelerada
por los largos remos, no le quedó duda alguna y comprendió que se trataba
de un corsario.
Huir era imposible. A la débil brisa que soplaba por ráfagas, había
sucedido una calma chicha, y los remos del pirata le daban una ventaja de
marcha positiva. No había que pensar tampoco en defenderse. ¿Qué podían
hacer los dos malos cañones del San Pablo contra las veinte carronadas de
El Gavilán, que enseñaban sus gargantas amenazadoras?
El prudente capitán se puso, pues, al pairo, esperó los acontecimientos,
ordenó a la tripulación que se prosternase de rodillas e invocase a San
Pablo, el patrón del navío, que no podía dejar de manifestar su poder en
una ocasión semejante.
Y siguiendo el ejemplo del capitán, la tripulación dijo un Páter.
Pero El Gavilán avanzaba siempre.
Dos Ave.
Se oía ya el ruido de los remos que batían el agua cadenciosamente.
Cinco Credo.
¡Válgame Dios! es que la voz, la gruesa y terrible voz de Kernok resonaba
en los oídos de los españoles.
—¡Oh! ¡oh!—decía el pirata—, se pone al pairo, arría su pabellón, el
bribón está atemorizado; ya es nuestro. Zeli, haz armar la chalupa y la
canoa grande; yo voy a hacerme cargo de cómo está aquello.
Y Kernok, poniéndose las pistolas a la cintura, y armándose de un largo
cuchillo, se plantó de un brinco en la embarcación.
—Y si es una emboscada, si el navío hace un solo movimiento—gritó al
segundo—, forzad los remos y poneos a distancia de garfio.
Diez minutos después, Kernok saltaba sobre el puente del San Pablo con
sus pistolas en la mano y el cuchillo entre los dientes.
Pero lanzó una tal carcajada, que su excelente hoja le cayó de la boca.
La causa de su risa era el ver al capitán español y a su tripulación
arrodillada ante una grosera imagen de San Pablo, que se golpeaban el
pecho reiteradamente. El capitán, sobre todo, besaba una reliquia con
fervor siempre creciente, y murmuraba: «San Pablo, ora pro nobis...»
Pero San Pablo ¡ay! no se daba por entendido.
—Acaba con tus monerías, viejo cuervo—dijo Kernok cuando hubo acabado de
reír—, y llévame a tu nido.
—Señor, no entiendo—respondió temblando el desgraciado capitán.
—¡Ah! es verdad—dijo Kernok—; tú no entiendes el francés.
Y como Kernok poseía de todas las lenguas vivientes justamente aquello
que se relacionaba y era necesario a su profesión, repuso socarronamente:
—El dinero, compadre.
El español intentó balbucear aún un no entiendo.
Pero Kernok que había agotado todos sus recursos oratorios, reemplazó el
diálogo por la pantomima y le puso bajo la nariz el cañón de su pistola.
A esta invitación, el capitán lanzó un profundo, un doloroso, un
desgarrador suspiro, e hizo signo al pirata de que le siguiese.
En cuanto al resto de la tripulación, los marineros del brick los habían
agarrotado para que no les estorbasen en sus operaciones.
La entrada del local, donde estaba depositado el dinero de don Carlos, se
encontraba bajo la estera que cubría el piso. De modo que Kernok se vio
obligado a pasar por la habitación donde yacían los restos sangrientos de
los dos esposos. El pobre capitán apartó la vista y se puso la mano sobre
los ojos.
—¡Toma!—dijo Kernok dándole con el pie al cadáver—; ésta es la obra de
Melia. ¡Pardiez! ¡hermosa labor! ¡Ah!... pero el dinero... el dinero,
compadre, eso es lo importante.
Abrieron el pañol; entonces Kernok estuvo a punto de desmayarse a la
vista de centenares de toneles con aros de hierro, sobre cada uno de los
cuales se leía: Veinte mil piastras (cincuenta mil francos).
—¡Es posible!—exclamó—. ¡Cuatro, cinco... quizá diez millones!
Y en su alegría, abrazaba al segundo, abrazaba a los marineros, abrazaba
al capitán español, abrazaba a todo el mundo, hasta los cadáveres
ensangrentados de Carlos y de Anita.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Dos horas después, una embarcación conducía a bordo de El Gavilán los
últimos toneles de dinero, resto de los despojos del San Pablo, donde
Kernok había dejado a diez de sus hombres, la tripulación española
agarrotada sobre el puente y el capitán amarrado al palo mayor.
—Muchachos—dijo Kernok—, yo os doy esta noche nopces et festin, como se
dice, y después, si sois juiciosos, una sorpresa.
—¡Caray! ¡voto a tal! capitán, seremos juiciosos, juiciosos como
vírgenes—dijo el maestro Zeli haciéndose el amable.
IX
ORGÍA
Hic chorus ingens
...Colit orgia.
Avienus.
—¡Vino! ¡voto a tal! ¡vino!
Las botellas chocan entre sí, los frascos se rompen, los juramentos y los
cantos estallan por todas partes.
Es tan pronto el ruido sordo que hace un pirata borracho cayendo sobre el
suelo, como la voz temblorosa de los que aun tienen el vaso en una mano y
con la otra se agarran a la mesa.
—¡Vino aquí, grumete, vino, o te aplasto!
Y los hay que luchan entre ellos pie contra pie, frente contra frente. Se
estrechan, se enlazan; el uno resbala y se cae; se oye el crujido de un
hueso que se rompe, y las imprecaciones reemplazan a la risa.
Otros están acostados ensangrentados, con el cráneo abierto, a los pies
de alegres compañeros que cantan con voz de trueno una delirante canción
báquica.
Los de más allá, en el último grado del embrutecimiento y de la
embriaguez, se entretienen en machacar entre dos balas la mano de un
marinero a quien la borrachera ha matado.
Y una porción de juegos más, a cual más original y delicado.
Los gemidos, los gritos de rabia y de loca alegría se confunden y se
acuerdan.
El puente está enrojecido de sangre o de vino. ¡Qué importa! El tiempo
huye rápido a bordo de El Gavilán: todo es locura, arrebato, delirio. De
prisa, de prisa, gozad de la vida, que ella es corta. Los malos días son
frecuentes; ¡quién sabe si el de hoy no tendrá mañana para vosotros!
Divertíos, pues, asid el placer allá donde le encontréis.
No es ese placer moderado, decente, de alas doradas y azules, que se
parece a una joven tímida y dulce; ese placer delicado que gusta de
sacudir su cabeza fresca y rubia ante los mil espejos de un boudoir, o de
desflorar con sus labios rosados una copa llena de un licor helado; ese
sibarita, en fin, que no quiere a su alrededor más que flores, perfumes y
pedrería, mujeres jóvenes y amables, música melodiosa y vinos exquisitos.
¡No, pardiez! se trata de ese otro placer robusto y bestial, de ojo de
sátiro, de risa de demonio, que llena las tabernas y los bodegones, que
bebe y se emborracha, muerde y desgarra, golpea y mata y después rueda y
se retuerce entre los restos de una comida grosera, lanzando una
carcajada que parece el aullido de un chacal.
De prisa, de prisa, gozad de la vida, porque os digo que es corta. Gozad,
pues, de la vida a bordo de El Gavilán.
Era ya noche cerrada; los faroles que guarnecían los empalletados
esparcían una viva claridad sobre el puente del buque, que Kernok había
hecho cubrir de mesas para festejar su afortunada presa.
A la comida sucedieron las diversiones. El grumete Grano de Sal, después
de haberse frotado de alquitrán de los pies a la cabeza, había encontrado
conveniente revolcarse sobre un saco de plumas, de modo que, al salir de
allí, parecía un volátil de dos pies, sin alas.
Y qué placer el verle dar zancadas, voltear, saltar, danzar, enardecido
por los aplausos de la tripulación, y excitado por los latigazos que el
maestro Zeli le administraba de cuando en cuando para conservar su
agilidad.
Pero de pronto uno de aquellos hombres, un bromista, creo que era un
alemán, queriendo que la fiesta fuese completa, aproximó una mecha
encendida al penacho de estopa que se balanceaba con gracia sobre la
frente de Grano de Sal...
Después el fuego se comunicó de la estopa a los cabellos, de los cabellos
a las plumas, y el acróbata improvisado, el desgraciado Grano de Sal,
absorbió tanto calórico, que su piel se resquebrajó y crujió bajo su
ardiente envoltura.
Al principio todos reían, hasta derramar lágrimas, a bordo del Gavilán.
Sin embargo, como el grumete lanzaba gritos espantosos, una buena alma,
un alma compasiva, porque las hay en todas partes, lo agarró y lo arrojó
al mar diciendo: «Voy a apagarlo.»
Afortunadamente Grano de Sal nadaba como un salmón; e incluso tuvo la
coquetería de prolongar el baño, paseándose alrededor del brick como un
tritón o una náyade, a vuestra elección; por fin entró por la porta de
popa, diciendo con su acostumbrado estoicismo: «Prefiero eso que haber
sido quemado vivo; a pesar de todo, me he divertido de lo lindo.»
Se oyó un tiro de pistola; después un grito penetrante salió de la cámara
de Kernok; Zeli se precipitó hacia ella; no era nada, una miseria.
Figuraos que Kernok, un poco excitado por el grog, había elogiado mucho
su habilidad a Melia.
—Te apuesto—le decía—que de un pistoletazo te hago saltar el cuchillo que
tienes en la mano.
Melia no dudaba de la habilidad de su amante, pero había querido eludir
la prueba.
—¡Cobarde!—había gritado Kernok—; ¡pues bien! para enseñarte, voy a
romper el vaso en que bebes.
Y diciendo esto había empuñado una pistola, y el vaso de Melia, roto por
la bala, había saltado en mil pedazos.
Cuando Zeli entró, Kernok, con la cabeza inclinada hacia atrás, y la
pistola aún en la mano, reía del espanto de Melia, que, pálida y trémula,
se había refugiado en un rincón de la cámara.
—¡Y bien! Zeli—dijo el pirata—; ¡y bien! mi viejo lobo de mar, ¿tus
señoritas se divierten por allá arriba?
—Le respondo de ello, mi capitán; pero esas damas esperan la sorpresa.
—¿La sorpresa? ¡Ah! es verdad; escucha...
Y dijo dos palabras al oído de Zeli. Este retrocedió con aire de
extrañeza, abriendo su enorme boca.
—¡Cómo!... ¿Usted quiere...?
—Claro que lo quiero. ¿No es una sorpresa?
—Y famosa por cierto... Voy, capitán.
Kernok subió también al puente con Melia. A su presencia se sucedieron
nuevos gritos de alegría.
—¡Hurra por el capitán Kernok, hurra por su mujer, hurra por El Gavilán!
Un cohete partió del San Pablo, que estaba al pairo a dos tiros de fusil
del brick. Después de describir una curva, cayó en una lluvia de fuego.
—Capitán, ¿ha visto usted ese cohete?—dijo el segundo.
—Ya sé lo que es, valiente mío. Vamos, vamos, muchachos, haced circular
el ron y la ginebra. Un vaso para mí y otro para mi mujer.
Melia quiso rehusar, pero, ¿cómo resistir a su dulce amigo?
—¡Vivan los camaradas y los bravos hijos del capitán de El Gavilán!—dijo
Kernok después de haber bebido.
—¡Hurra!—contestó la tripulación en voz fuerte y sonora.
La orgía había llegado a su apogeo. Los marineros se habían agarrado de
la mano y daban vueltas con rapidez alrededor del puente, cantando a
gritos las canciones más obscenas y más crapulosas.
Bien pronto llegó el maestro Zeli con los diez hombres que Kernok había
dejado antes a bordo del San Pablo.
No quedaba a bordo del navío español más que sus tripulantes atados y
agarrotados sobre el puente.
—Todo está dispuesto—dijo Zeli—; cuando el segundo cohete parta, capitán,
es que la mecha...
—Está bien—dijo Kernok interrumpiéndole—. Muchachos, os he prometido una
sorpresa si os portabais bien. Vuestro juicio y vuestra moderación han
excedido a lo que yo esperaba; voy, pues, a recompensaros. Ya veis ese
navío español: aparejado y equipado como está, vale muy bien... treinta
mil piastras... ¡yo pago cuarenta mil, muchachos, yo! lo compro sobre mi
parte de la presa, a fin de tener el placer de ofrecer a la tripulación
de El Gavilán un castillo de fuegos artificiales con acompañamiento de
música. Ya se ha dado la señal. ¡Que cada uno ocupe el sitio que le
agrade más!
Y todos los tripulantes, al menos los que estaban en estado de servirse
de piernas y de ojos, se agruparon en las cofas y en los obenques.
El segundo cohete había partido del San Pablo y el fuego comenzaba a
desarrollarse...
Esta era la sorpresa que Kernok preparaba a su gente; había enviado al
maestro Zeli a bordo del navío español, para retirar la poca pólvora que
pudiese quedar, disponer las materias combustibles en la cala y en el
sollado y agarrotar lo más sólidamente posible a los desgraciados
españoles, que no sospechaban nada.
Era, pues, el San Pablo que ardía; la noche era negra, el aire tranquilo,
el mar como un espejo.
De pronto, un humo negro y bituminoso salió por las escotillas del navío
con numerosos haces de chispas.
Y un grito penetrante... espantoso... que resonó a lo lejos, salió del
interior del San Pablo, porque su tripulación veía la suerte que le
estaba reservada.
—Ya empieza la música—dijo Kernok.
—Desafinan endiabladamente—respondió Zeli.
Bien pronto el humo, de negro que era, se convirtió en rojo vivo y por
fin cedió el sitio a una columna de llamas, que, elevándose en
torbellinos de la escotilla principal, proyectó sobre las aguas un largo
reflejo de color de sangre.
—¡¡Hurra!!—gritaron los del brick.
Después, el incendio aumentó; el fuego, saliendo de las tres escotillas a
la vez, se unió y se extendió como una vasta cortina de fuego, sobre la
cual la armadura y el cordaje del San Pablo se dibujaban en negro.
Entonces, los gritos de los españoles agarrotados en medio de aquel
horno, fueron tan atroces que los piratas, como a pesar suyo, lanzaron
aullidos salvajes para ahogar la voz desgarradora de aquellos
infortunados.
El incendio estaba entonces en toda su fuerza. Bien pronto las llamas
corrieron a lo largo del aparejo; los palos, no estando ya sostenidos por
las cofas, crujieron y cayeron sobre el puente con un estruendo horrible;
por todas partes se veían jarcias incendiadas, y aquel inmenso foco de
luz parecía aún más deslumbrante en medio de la noche sombría.
Los españoles ya no gritaban...
De pronto, la llama, hizo un amplio agujero en uno de los costados del
buque, el palo mayor se abatió sobre el mismo lado, el San Pablo dio una
fuerte bandada, se inclinó sobre estribor, y el agua entró a borbotones
en la cala.
Poco a poco, el casco del navío se fue hundiendo, fuera del agua no
quedaba más que el palo de mesana, el único que había quedado en pie,
aislado sobre el agua, y que alumbraba como una antorcha fúnebre...
después el palo desapareció para elevar un momento aún su blandón
inflamado; pero bien pronto el agua se atorbellinó a su alrededor y no se
vio más que un ligero humo rojizo, después nada... nada más que la
inmensidad... la noche...
—¡Toma! ya ha terminado—dijo Kernok—; el San Pablo se nos ha llevado
nuestro dinero.
—¡Viva el capitán Kernok, que da tan hermosas fiestas a su gente!—gritó
Zeli.
—¡Hurra!—contestaron todos.
Y los piratas, fatigados, se lanzaron sobre el puente; Kernok dejó a El
Gavilán al pairo hasta el amanecer, y fue a gustar de algunos instantes
de reposo, con la satisfacción de un hombre opulento que se encierra en
su alcoba después de haber dado una fiesta suntuosa a sus invitados.
Después el pirata murmuró casi dormido ya:
—Deben estar contentos, porque he hecho muy bien las cosas: ¡un navío de
trescientas toneladas y tres docenas de españoles! creo que no se puede
pedir más; sin embargo, no es conveniente que se acostumbren; eso va bien
de cuando en cuando, porque, después de todo, es bueno reír un poco.
X
LA CAZA
¡Away!... ¡Away!...
Byron.
¡Adelante!... ¡Adelante!
Todo dormía a bordo de El Gavilán; únicamente Melia había subido al
puente, agitada por una vaga inquietud. Aunque la noche fuese aún
sombría, un resplandor pálido que asomaba por el horizonte, anunciaba la
proximidad del crepúsculo. Bien pronto, amplias fajas de un rojo vivo y
dorado surcaron el cielo, las estrellas palidecieron y desaparecieron, el
sol se anunció por un incendio lejano y luego se elevó lentamente sobre
las aguas azules e inmóviles del Océano, que pareció cubrir de un velo de
púrpura.
La calma continuaba siendo completa y el brick permanecía en la misma
situación que desde la noche. Melia meditaba sentada en un banco, con la
cabeza oculta entre las manos; pero cuando la levantó, el día, ya
bastante adelantado, le permitió distinguir todos los objetos que la
rodeaban, y se estremeció de horror y de asco.
Se veía a los marineros acostados entre los platos y los restos del
festín de la noche, y todo en el desorden más completo; las brújulas
derribadas, las jarcias y las cuerdas confusamente mezcladas, armas y
vasos hechos añicos, toneles desfondados dejando correr sobre el puente
ríos de vino y de aguardiente... Aquí, bravos camaradas dormidos, en las
posiciones más extravagantes, y oprimiendo aún una botella de la que no
quedaba más que el cuello, parecidos a esos fieros guerreros musulmanes,
que, ya muertos, aun conservaban el puño de la daga. Allá, dormía un
pirata con el cuello bajo la rueda del timón, de modo que, al menor
movimiento de rotación, su cabeza debía quedar indefectiblemente
destrozada.
Un verdadero amanecer de orgía, ¡y de orgía de pirata!
Melia comenzó por bendecir a la Providencia porque había protegido con
tanta solicitud a toda aquella honrada sociedad, que el brick mecía sobre
las aguas; porque, gracias a la incuria que de momento reinaba a bordo,
si una tempestad se hubiese elevado durante la noche, todo se hubiera ido
a rodar, El Gavilán, Kernok, la tripulación y los diez millones, ¡qué
lástima!
Por esto quería rezar. ¡La pobre joven encontraba a bordo tan pocas
ocasiones de elevar su alma al Ser Supremo! Para rezar, se arrodilló y
volvió involuntariamente los ojos hacia la línea vaporosa y azulada que
ceñía el horizonte; pero no rezó. Su mirada, dejando de vagar, se fijó en
un punto al principio incierto, pero que bien pronto pareció distinguir
mejor; en fin, poniéndose las manos encima de las cejas, para aislarse
mejor de los rayos del sol, permaneció un instante contemplativa, después
sus facciones adquirieron una viva expresión de temor, y en dos saltos se
plantó en la cámara de Kernok.
—Estás loca—decía el pirata subiendo al puente con un paso aún pesado y
vacilante—; pero si me has despertado por nada...
—Mire—respondió Melia presentándole un anteojo con una mano, mientras que
con la otra designaba un punto blanco que se veía en el horizonte.
—¡Maldición!—gritó Kernok después de haber mirado atentamente, y llevó
vivamente el aparato al ojo izquierdo—. ¡Mil rayos!
Y frotó el vidrio del anteojo como para asegurarse de que veía claramente
y de que ninguna ilusión de óptica le engañaba. No, no se engañaba... ...
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
(Aquí un crescendo de todo lo que podáis escoger de más vigorosamente
imprecativo en el glosario de un pirata.)
Apenas este torrente de maldiciones y de juramentos hubo salido de su
boca, Kernok se armó de un espeque. Un espeque es un palo de madera de
unos cinco o seis pies de longitud y de cuatro pulgadas de
circunferencia. El espeque sirve para maniobrar la artillería de a bordo.
Kernok cambió provisionalmente este destino, porque empleó el suyo en
despertar a la gente. Y los golpes de espeque, gloriosamente acompañados
de juramentos capaces de pulverizar al buque, fueron cayendo como lluvia
de granizo, tan pronto sobre el puente, como sobre los marineros
dormidos. Así, cuando el capitán hubo acabado su ronda, casi todos los
hombres estaban en pie, frotándose los ojos, la cabeza o la espalda, y
preguntaban, dando unos bostezos horrorosos:
—¿Qué pasa, pues?
—¡Que qué pasa!—gritó Kernok con voz de trueno—; ¡que qué pasa, perros!
pues que un barco de guerra; una corbeta inglesa que fuerza su aparejo
para alcanzarnos... una corbeta que tiene sobre El Gavilán la ventaja de
la brisa, porque el viento es más fuerte allá abajo, y sólo nos llegará
con ese inglés ¡que mal rayo parta!
Y todas las miradas se volvieron hacia el punto que Kernok designaba con
el extremo del anteojo.
—¡Ocho, diez, quince portas!—exclamó—; una corbeta de treinta cañones;
¡muy bonito! y por añadidura, de la escuadra azul.
Llamó a Zeli.
—Oye, Zeli, no se trata de hacer tonterías; haz colocar los remos y
ponerlo todo en orden lo más pronto posible; viremos en redondo y
despejemos el campo; El Gavilán no tiene el pico ni los espolones
bastante duros para recrearse con semejante presa.
Después echó mano de la bocina:
—¡Cada uno a su sitio para largar las gavias y los foques! ¡En línea para
largar los juanetes y los contrajuanetes, a aparejar las barrederas altas
y las bajas! y vosotros, muchachos, a los remos; si podemos tomar el
viento, El Gavilán no tiene nada que temer. Ya sabéis ¡pardiez! que
tenemos diez millones a bordo. ¡De modo que, elegiréis entre ser colgados
en las vergas del inglés, o entre volver a Saint-Pol con los bolsillos
llenos, a beber grog y a hacer bailar a las muchachas!
La tripulación le comprendió perfectamente; la alternativa era
inevitable; así, gracias a las velas de que estaba cargado y a sus
vigorosos remeros, El Gavilán comenzó a hacer tres nudos.
Pero Kernok no se engañaba sobre la marcha de su buque; veía bien que la
corbeta inglesa tenía sobre él una ventaja real, puesto que venía con el
viento. Por lo tanto, obrando como un capitán prudente, ordenó hacer
zafarrancho de combate, abrir el pañol de la pólvora, llenar los
depósitos de balas, subir al puente las picas y las hachas de abordaje,
velando en todo con una actividad increíble y pareciendo multiplicarse.
La corbeta inglesa avanzaba, avanzaba siempre...
Kernok hizo llamar a Melia, y la dijo:
—Querida amiga, probablemente se calentará el horno; vas a bajar
inmediatamente a la cala, sin menearte más que lo haría un cañón sobre su
afuste... ¡Ah! y a propósito, si notas que el brick hace algún movimiento
y desciende, es que nos vamos a fondo. Ya me comprendes... y más bien
espero eso que no ver a una marsopla fumar en pipa. Vamos basta de
lloros, bésame, y que no vuelva a verte hasta después del baile, si es
que no dejo la piel.
Melia se puso talmente pálida, que se la hubiera podido tomar por una
estatua de alabastro...
—Kernok... déjeme a su lado—murmuró, y arrojó sus brazos al cuello del
pirata, que se estremeció un momento y después la rechazó.
—¡Vete!—exclamó—; ¡vete!
—¡Kernok!... ¡déjame velar por tu vida!—dijo echándose a sus pies.
—Zeli, líbrame de esta loca y bájala a la cala—dijo el pirata.
Y como fuese a apoderarse de Melia, ella se desprendió violentamente, y
se aproximó a Kernok, con el color animado y la vista brillante.
—Al menos—dijo—, toma este talismán; póntelo y protegerá tu vida durante
el combate; su efecto es cierto; fue mi abuela quien me lo dio. Ese
mágico talismán es más fuerte que el destino... Créeme, póntelo.
Y ella tendía a Kernok un saquito suspendido de un cordón negro.
—¡Atrás esa loca!—dijo Kernok encogiéndose de hombros—; ¿me has oído,
Zeli? ¡a la cala!
—Si tú mueres, que sea por tu voluntad; pero al menos yo compartiré tu
suerte. Ahora, nada, nada en el mundo protegerá mi vida; ¡vuelvo a ser
mujer como tú eres hombre!—exclamó Melia que arrojó el saquito al mar.
—¡Excelente muchacha!—dijo Kernok siguiéndola con la vista mientras que
dos marineros la bajaban al sollado por medio de una silla atada a una
larga cuerda.
Y la corbeta inglesa se aproximaba siempre...
Zeli se aproximó a Kernok.
—Capitán, la corbeta nos toma la delantera.
—¡Bien lo veo, viejo tonto! nuestros remos no hacen nada y fatigan
inútilmente a los hombres; hazlos retirar, cargar los cañones con dos
balas, colocar los garfios de abordaje, los pedreros en las gavias. Haz
también arriar las barrederas; si la brisa nos ayuda, nos batiremos sobre
las gavias; es el mejor portante de El Gavilán.
Cuando la maniobra fue ejecutada, Kernok arengó a sus hombres en la
siguiente forma:
—Muchachos, he ahí una corbeta que tiene las costillas sólidas; estrecha
tan de cerca a El Gavilán, que no podemos esperar escaparnos de ella;
además, tampoco es necesario. Si nos hacen prisioneros, seremos colgados;
si nos entregamos, también; combatamos, pues, como bravos marineros, y
quién sabe si, como dice el proverbio, apretando los talones, salvaremos
los calzones. ¡Voto a tal! muchachos, El Gavilán ha echado a pique a un
gran buque sardo de tres palos en las costas de Sicilia, después de dos
horas de combate; ¿por qué ha de temer a esa corbeta del pabellón azul?
Pensad también que tenemos diez millones que conservar. ¡Pardiez!
¡muchachos, diez millones, o la cuerda!
El efecto de esta peroración fue inmediato, y toda la tripulación gritó a
la vez:
—¡Hurra! ¡Muerte a los ingleses!
La corbeta se hallaba entonces tan próxima que se distinguían
perfectamente sus amuras y su aparejo.
De pronto se elevó una ligera humareda, brilló un relámpago, resonó un
ruido sordo y una bala silbando pasó cerca del bauprés de El Gavilán.
—La corbeta empieza a hablar—dijo Kernok—, es nuestro pabellón el que
quiere ver, ¡la curiosa!
—¿Cuál hay que izar?—preguntó Zeli.
—Este—contestó Kernok—, porque hay que ser galante.
Y empujó con el pie una vieja chaqueta de marinero, cubierta de manchas
de vino y de alquitrán.
—¡Es raro!—dijo el contramaestre, y el guiñapo subió majestuosamente
hasta lo alto de la driza.
Se supone que la broma pareció un poco pesada a los de la corbeta, porque
dos cañonazos partieron casi inmediatamente y las balas hicieron
bastantes destrozos en el aparejo de El Gavilán.
—¡Oh! ¡oh! ya nos incomodamos... no hay que hacerse de rogar—dijo
Kernok—. ¡A mí, Melia!—y se precipitó sobre la culebrina que él había
bautizado con este nombre, tomó medidas y apuntó—: ¡Ahí va eso!—e hizo
jugar la batería.
—¡Bravo!—exclamó cuando el humo se hubo disipado y pudo apreciar el
efecto del disparo—, ¡bravo! Mira, Zeli, mira, ya tiene su mastelero de
foques destrozado: esto promete, muchachos, esto promete; pero es cuando
El Gavilán le arañe sus costados con los garfios de abordaje, cuando
reirá el inglés.
—¡Hurra, hurra!—gritó la tripulación.
La corbeta no respondió al disparo de Kernok, reparó prontamente sus
averías, y se dejó ir sobre el corsario.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Entonces estaba tan cerca, que se oían las voces de mando de los
oficiales ingleses.
—Muchachos, a vuestras piezas—dijo Kernok precipitándose hacia un banco
con la bocina en la mano—; a vuestras piezas, y ¡voto a tal! no hagáis
fuego sin que os lo manden.
XI
EL COMBATE
¡El abordaje!... ¡El abordaje!...
Unos se suspenden de las jarcias,
otros se lanzan hacia los
obenques.
Víctor Hugo, «Navarin».
—¡Maestro Durand, balas!—¡Maestro Durand, acaba de declararse una vía de
agua!—¡Maestro Durand, mi cabeza, mi brazo, mire cómo sangra!
Y el nombre del maestro Durand, el artillero-cirujano-calafate de a
bordo, resonaba desde el puente a la cala, dominando el ruido y el
tumulto inseparables de un combate tan encarnizado como el que se libraba
entre la corbeta y el brick; y, en efecto, a cada andanada que enviaba,
El Gavilán temblaba y crujía en su armazón, como si hubiese estado a
punto de abrirse.
—¡Maestro Durand, balas!—¡La vía de agua!—¡Mi pierna!—repetían voces
confusas.
—Pero ¡con mil diablos! un instante; no puedo hacerlo todo; llevar balas
arriba, reparar abajo una avería, curar vuestras heridas... Es preciso
empezar por lo primero, y después se ocuparán de vosotros, montón de
vocingleros; porque, ¿para qué sois buenos ahora? sois tan inútiles como
una verga sin velas y sin relingas.
—¡Maestro, balas! ¡pronto, balas!
—¡Balas! ¡santo Dios, qué cañonazos! si vais tan de prisa durante un
cuarto de hora, las gargantas de nuestros cañones se secarán pronto.
Tomad, hijos míos, y cuidadlas bien, son las últimas.
Entonces el señor Durand abandonó el saco de artillero para tomar el
martillo del calafate, y se precipitó hacia la bodega para tapar la vía
de agua.
—¡Voto a tal! sufro mucho—decía el maestro Zeli.
Estaba tendido en tierra en el fondo del sollado, iluminado apenas por un
farol cuidadosamente cerrado; el muslo derecho estaba casi separado del
tronco; en cuanto al izquierdo, una bala se lo había llevado.
A su alrededor gemían otros heridos, confundidos todos sobre el suelo,
esperando que el señor Durand pudiese abandonar el martillo por el
cuchillo.
—¡Voto a tal! tengo sed—continuó el maestro Zeli—; me siento débil;
apenas si oigo hablar nuestros cañones; ¿es que están constipados?
Al contrario, las andanadas eran más fuertes y más frecuentes que nunca;
lo que ocurría es que el oído del maestro Zeli estaba ya debilitado por
la proximidad de la muerte.
—¡Oh! tengo sed—dijo—y frío, ¡yo que tanto calor tenía hace un momento!
Después, volviéndose a un compañero:
—Fíjate tú, polaco, ¿es que quieres quedarte tieso como ese que tienes al
lado? ¡Oh! ¡el cochino! ¡qué feo es! ¡Toma! ahora pone los ojos en
blanco.
Era uno que expiraba en las últimas convulsiones de la agonía.
—Durand, ¿vendrás de una vez?—gritó de nuevo Zeli—; ven a ver mi pierna,
viejo mío.
—Al instante estoy para ti; otro martillazo nada más, y la avería que
tenemos en la línea de flotación habrá desaparecido del todo... Bueno, ya
te ha llegado el turno; ¿es que no somos cuñados?
—Sí, un poco—respondió Zeli.
El señor Durand descolgó el farol y lo aproximó al maestro Zeli que
esbozó una entre mueca y sonrisa, muy orgulloso de la sorpresa que iba a
dar a Durand.
—¡Toma!—dijo el cirujano-calafate-artillero—, ¿dónde está tu otra pierna,
farsante?
—Allá arriba, sobre el puente, quizás aún... Vamos, desembarázame de
ésta, porque me incomoda mucho. Parece que me han atado una bala de
treinta y seis al pie. ¡Oh! y tengo sed, siempre sed.
Mientras examinaba la pierna del maestro Zeli, el señor Durand sacudió
tres o cuatro veces la cabeza y silbó, muy bajo, es verdad, el aire del
Botón de rosa, para acabar diciendo:
—Estás... fastidiado, viejo mío.
—¡Ah! pero, ¿de veras?
—Sí, sí.
—Entonces, si tú eres un buen muchacho, toma mi pistola y levántame la
tapa de los sesos.
—Iba a proponértelo.
—Gracias.
—¿No tienes ningún encargo que hacerme?
—No. ¡Ah! sí; toma mi reloj; se lo darás a Grano de Sal.
—Bien. Vamos...
—¡Ah! me olvidaba; si el capitán no revienta allá arriba, dile de mi
parte que ha mandado como un valiente.
—Bien. Vamos...
—¿De modo que tú crees que estoy lo que se llama...?
—Sí, a fe de hombre, y ya comprenderás que yo no querría hacer una mala
partida a un amigo.
—Es verdad. Pero a pesar de eso siempre... Brrr... ¡Qué frío! Casi no
puedo hablar... Me parece que mi lengua pesa tanto como un pedazo de
plomo. Toma, ahora estoy mareado... Adiós, viejo. Otro apretón de
manos... Vamos, ¿estás dispuesto?
—Sí.
—Perfectamente. ¡Fuego! eso me curará...
Cayó.
—Pobre b...—dijo el señor Durand.
Esta fue la oración fúnebre del maestro Zeli.
El señor Durand hubiera deseado quizá terminar todas sus operaciones tan
caballerescamente, pero sus otros clientes, espantados de la violencia
del tópico, que había, no obstante, dado tan buenos resultados en el
maestro Zeli, prefirieron emplasto de estopa y de grasa, que el honrado
doctor aplicaba indistintamente a todo y para todo, con un suplemento de
consuelos para los moribundos. Tan pronto era: «¡Bah! Después de
nosotros, el fin del mundo». O bien: «La próxima campaña debía ser ruda,
el invierno frío, el vino malo»; y una multitud de otras gracias
destinadas a endulzar los últimos momentos de los pobres piratas, que
tenían el cuidado de abandonar una honorable existencia sin saber
demasiado a dónde iban.
El señor Durand fue interrumpido bruscamente en sus cuidados espirituales
y temporales por Grano de Sal, que cayó como una bomba en medio de siete
agonizantes y de once muertos.
—¿Vienes a estorbarme en mi trabajo, perro?—dijo el doctor.
Y el grumete recibió con esta admonición una bofetada que hubiera
abrumado a un rinoceronte.
—No, maestro Durand; al contrario, es que piden municiones allá arriba,
porque acaban de enviar la última granada; y no crea usted, la corbeta
inglesa ha quedado rasa como un pontón, pero sigue haciendo un fuego de
mil demonios... ¡Ah! Mire, una bala se me ha llevado un dedo. Vea usted,
maestro Durand...
—¿Y quieres que yo pierda el tiempo en mirar tu rasguño, bribón, perro?
—Gracias, señor Durand; lo cierto es que vale más eso, que tener un brazo
de menos—dijo Grano de Sal envolviendo precipitadamente en estopa lo que
le quedaba del dedo—. Pero mire—añadió—, ahí llega un parroquiano,
maestro.
Era un herido que descendía al sollado; como estaba mal atado, cayó sobre
el suelo, quedando muerto.
—Otro que ya está curado—dijo el maestro Durand que estaba absorto
pensando cómo remediar la falta de balas.
—¡Municiones!... ¡municiones!—gritaban muchas voces con un acento de
terror.
—¡Voto a tal! ¡aun cuando debiéramos cargar los cañones con grumetes, se
hará fuego contra los ingleses!—exclamó el maestro Durand subiendo
rápidamente al puente.
Grano de Sal le siguió, no sabiendo si la intención que el doctor había
manifestado de emplearle como proyectil, era una broma o no. Pero, fiel a
su sistema de consolarse, se dijo:
—Preferiría eso a ser colgado por los ingleses.
XII
SIGUE EL COMBATE
¡Silencio! todo ha terminado, todo
se lo ha tragado el abismo. La espuma
de los altos mástiles ha cubierto la cima.
Víctor Hugo, «Navarin».
—¡Y bien! ¡o vienen balas, o somos hundidos como perros!—gritó Kernok al
maestro Durand tan pronto como le vio aparecer sobre el puente.
—¡No queda ni una!—dijo el doctor rechinando los dientes.
—¡Que mil millones de rayos se lleven al brick! ¡y no tener nada, nada,
para recibir a los ingleses que van a abordarnos! ¡Mira! ¡voto a tal!
¡mira!...
Y diciendo esto, Kernok empujó a Durand contra el empalletado, que caía a
pedazos. En efecto, aunque la corbeta estuviese horriblemente averiada,
se adelantaba viento en popa sobre el brick con un jirón de vela de su
mesana, mientras que El Gavilán, que había perdido todas sus velas, no
podía evitar el abordaje que el inglés quería intentar, y que había de
serle ventajoso porque eran más.
—¡Ni una bala! ¡ni una bala! ¡San Nicolás! ¡Santa Bárbara, y todos los
santos del calendario, si no venís en mi auxilio—gritó Kernok en un
estado de espantosa exasperación—, juro hacer añicos vuestras hornacinas
del mismo modo que rompo este compás! ¡Y que un rayo me pulverice si
queda piedra sobre piedra de una sola de vuestras capillas en toda la
costa de Pempoul!
Y el pirata, echando espumarajos por la boca, había arrojado contra el
suelo una brújula.
Parece que los santos que Kernok implorara tan brutalmente, quisieron
portarse como corresponde a gente canonizada. Los hombres hubieran
castigado al temerario; los semidioses acudieron en su auxilio,
demostrando así que su creencia etérea era superior a nuestras
inteligencias estrechas y rencorosas.
Así, apenas Kernok había terminado su singular y horrible invocación,
que, herido por una idea súbita, por una idea de las alturas, quizás,
exclamó rugiendo de alegría:
—¡Las piastras!... ¡voto a tal! muchachos, ¡las piastras!... carguemos
nuestras piezas hasta la boca: esa metralla vale tanto como la otra. El
inglés quiere moneda; la tendrá, y bien caliente, tanto que, saliendo de
nuestros cañones, parecerán más bien lingotes de bronce que buenos
escudos de España... ¡Subid las piastras!... ¡las piastras!
Esta idea electrizó a la tripulación. El maestro Durand se precipitó
hacia el pañol y bien pronto aparecieron tres barriles sobre el puente,
unos ciento cincuenta mil francos aproximadamente.
—¡Hurra! ¡Muerte a los ingleses!—gritaron los diez y nueve piratas que
quedaban en estado de combatir, ennegrecidos por la pólvora y por el
humo, y desnudos hasta la cintura para maniobrar con más facilidad.
Y una especie de alegría feroz y delirante los exaltó.
—Esos perros de ingleses no podrán decir que somos avaros—exclamó uno—;
porque esa metralla les pagará con creces el cirujano que les cura.
—Ya se ve que combatimos con una dama. ¡Voto a tal! ¡cuánta galantería!
¡balas de plata!...—dijo otro.
—Yo no pediría más que una carga como esa para divertirme en
Saint-Pol—añadió un tercero.
Y efectivamente, echaban el dinero en los cañones a puñados, hasta
ahogarlos. De este modo pasaron cincuenta mil escudos.
Apenas todas las piezas estuvieron cargadas, cuando la corbeta, que se
encontraba cerca del brick, maniobró de modo de meter su bauprés en los
obenques de El Gavilán; pero Kernok, por un movimiento hábil, evitó el
choque y luego se dejó derivar por el inglés.
A dos tiros de pistola, la corbeta envió su última andanada, porque ella
también había agotado sus municiones; también se había batido bravamente
y también había hecho prodigio de valor durante las dos horas del
encarnizado combate. Desgraciadamente, el oleaje impidió a los ingleses
apuntar bien, y toda su andanada pasó por encima del corsario, sin
hacerle daño.
Un marinero del brick hizo fuego antes de la orden.
—¡Perro aturdido!—exclamó Kernok, y el pirata rodó a sus pies, abatido de
un hachazo.
—Sobre todo—añadió—, no hagáis fuego hasta que estemos casi tocándonos;
en el momento en que los ingleses vayan a saltar sobre nuestro puente,
nuestros cañones les escupirán en el rostro, y ya veréis cómo eso les
molesta; ¡estad seguros!
En aquel instante mismo, los dos navíos se abordaron. Los tripulantes
ingleses que quedaban estaban en los obenques y sobre los empalletados,
con el hacha a punto, el puñal entre los dientes, prestos a lanzarse de
un brinco sobre el puente del brick.
Un gran silencio reinaba a bordo de El Gavilán.
—Away! goddam, away! lascars—gritó el capitán inglés, hermoso joven de
veinticinco años que, habiendo perdido las dos piernas, se había hecho
meter en un barril de salvado, para contener la hemorragia y poder mandar
hasta el último momento—. Away! goddam!—repitió.
—¡Fuego, ahora, fuego sobre el inglés!—aulló Kernok.
Entonces todos los ingleses se lanzaron sobre el brick.
Los doce cañones de estribor les vomitaron en la cara una granizada de
piastras, con un estruendo espantoso.
—¡Hurra!—gritaron los piratas.
Cuando el espeso humo se hubo disipado y se pudo apreciar el efecto de
aquella andanada, no se vio ya a ningún inglés, a ninguno... Todos habían
caído al mar o sobre el puente de la corbeta, todos estaban muertos o
espantosamente mutilados. A los gritos del combate sucedió un silencio
sombrío e imponente; y aquellos diez y ocho hombres, únicos
supervivientes, aislados en medio del Océano, rodeados de cadáveres, no
se miraban sin cierto espanto.
El mismo Kernok fijaba los ojos con estupor en el tronco informe del
capitán inglés; porque la metralla se le había llevado un brazo. Sus
hermosos cabellos rubios estaban teñidos de sangre; no obstante, la
sonrisa aparecía en sus labios... Es que había muerto sin duda pensando
en ella, en ella que, bañada en lágrimas, vestiría largos hábitos de luto
al saber su glorioso fin. ¡Afortunado joven! Tenía quizá también a su
anciana madre para llorarle, para llorar al que había mecido en sus
brazos cuando niño. ¡Era quizás un porvenir brillante que se malograba,
un nombre ilustre que se extinguía en él! ¡Qué pesar debía producir su
muerte! ¡Cuánto debían llorarle! ¡Dichoso, tres veces dichoso joven! ¡qué
no debía a la culebrina de Kernok! con una bala había hecho un héroe
llorado en los tres reinos. ¡Qué hermosa invención la de la pólvora!
Tal debía ser, poco más o menos, el resumen de las reflexiones de Kernok,
porque permaneció risueño y tranquilo a la vista de aquel horrible
espectáculo.
Sus marineros, al contrario, se habían mirado largo rato con una especie
de extrañeza estúpida. Pero, pasado este primer movimiento, el natural
indiferente y brutal se adueñó otra vez de ellos, y todos, en un impulso
espontáneo, gritaron:
—¡Hurra! ¡Viva El Gavilán y el capitán Kernok!
—¡Hurra! ¡muchachos!—dijo él—. Y bien, ya lo veis; El Gavilán tiene el
pico duro; pero ahora hay que pensar en reparar las averías. Según mi
estima, debemos estar por el lado de las Azores. La brisa fresquea;
vamos, muchachos, limpiemos el puente. Y en cuanto a los heridos... en
cuanto a los heridos—repitió golpeando maquinalmente el empalletado con
su hacha—, les harás llevar a la corbeta, maestro Durand—dijo
bruscamente.
—¿Para...?—preguntó éste con aire interrogativo.
—Ya lo sabrás—respondió Kernok con aire sombrío, frunciendo sus espesas
cejas.
El maestro Durand fue a cumplir las órdenes del capitán, murmurando:
—¿Qué querrá hacer? Es raro...
—¡Aquí, grumete!—gritó Kernok a Grano de Sal que estaba enjugando con
aire de tristeza el reloj que le había legado el maestro Zeli, porque
estaba cubierto de sangre.
El marmitón levantó la cabeza; las lágrimas brillaban en sus ojos. Avanzó
hacia el terrible capitán, pero sin el menor temor. Una idea fija le
dominaba, y era el recuerdo de la muerte de Zeli, al cual era bien
adicto.
—Vas a bajar a la cala y decir a mi mujer que puede venir a besarme:
¿oyes?—dijo Kernok.
—Sí, capitán—respondió Grano de Sal; y una gruesa lágrima cayó sobre el
reloj.
En el acto desapareció por la escotilla.
Kernok subió con agilidad a las gavias y examinó el aparejo con la más
escrupulosa atención; las averías eran numerosas, pero no inquietantes, y
con la ayuda de los palos y de las vergas de recambio, comprendió que
podría continuar su ruta y llegar al puerto más inmediato.
Grano de Sal volvió a subir al puente, pero solo.
—¡Y bien!—dijo Kernok—; ¿dónde está mi mujer, animal?
—Capitán, es que...
—¿Qué es? ¿hablarás, perro?
—Capitán... está en la cala...
—Ya lo sé. ¿Por qué no ha subido, bribón?
—¡Ah! ¡caramba! capitán... es que está muerta...
—¡Muerta! ¡muerta!—dijo Kernok palideciendo; y por la primera vez su
rostro expresó el dolor y la angustia.
—Sí, capitán, muerta, muerta por una bala que ha entrado por debajo de la
línea de flotación; y lo más raro es que el cuerpo de la señora ha tapado
justamente el agujero que el cañonazo había hecho, sin lo cual el agua
hubiese entrado y el brick se habría ido a pique. De todos modos, la
señora ha salvado a El Gavilán, y vale más eso que...
Grano de Sal, que había bajado los ojos al comenzar su narración, no
pudiendo sostener la mirada chispeante de Kernok, se aventuró a levantar
la cabeza.
Kernok ya no estaba allí; se había precipitado en la cala, y miraba, con
los ojos secos, los brazos cruzados, los puños convulsivamente apretados;
porque, según la relación del grumete, la cabeza y una parte de la
espalda de Melia, empotradas en el agujero producido por la bala, habían
impedido al proyectil ir más lejos.
¡Pobre Melia! hasta la muerte había sido útil a su Kernok.
El pirata permaneció solo unas dos horas, encerrado en la cala al lado de
los restos de Melia. Allí desahogó su dolor, porque cuando subió al
puente, su rostro estaba impasible y frío. Solamente, un poco antes de su
regreso, un grito doloroso se había oído y una masa informe había
desaparecido entre las aguas. Era el cadáver de Melia.
Durante este tiempo, el maestro Durand había hecho conducir los heridos a
bordo de la corbeta inglesa.
—Pero, ¿por qué no nos dejan a bordo del brick?—preguntaban con
insistencia al buen doctor.
—Hijos míos, yo no sé nada; tal vez porque aquí son mejores los aires, y
en las heridas graves hay que cambiar de aires, ya se sabe.
—Pero, maestro Durand, vea usted que se llevan para el brick todos los
palos y todas las vergas de recambio de la goleta. ¿Cómo vamos, pues, a
navegar?
—Quizá por el vapor—respondió el señor Durand, que no podía resistir el
placer de hacer un chiste.
—¡Cómo! Usted se va, maestro Durand, y vosotros también, camaradas. ¿Y
nosotros? ¿y nosotros?... ¡Maestro Durand!... ¡Maestro Durand!
Así decían los heridos, bastante fuertes para gritar, pero no para andar,
viendo al señor Durand y a sus compañeros que se embarcaban en la canoa.
—Lo más probable es que no sea para hacernos tomar el aire para lo que
nos envían aquí—dijo un parisiense que tenía un brazo de menos y un
balazo en la columna vertebral.
—¡Pues bien! ¿para qué nos han enviado aquí, parisiense?—preguntaron
muchas voces con inquietud.
—¿Para qué?... con objeto de que reventemos aquí, mientras ellos se
reparten nuestra parte de presa. ¡Eso está muy mal hecho! Unicamente, si
hubieran tenido un poco de corazón, habrían hecho un agujero en la cala
para que nos hundiésemos... en lugar de dejarnos aquí para que nos
devoremos como fieras. Esto será por el estilo del Colin que yo vi en el
Mont-Thabor, en casa del señor Franconi—aquí su voz comenzaba a
debilitarse—, porque acabo de oírles decir que ya no quedan víveres a
bordo de la corbeta, y a eso se debe principalmente el que nos hayan
dejado de lado. Sin embargo, es sensible morir cuando se es rico; porque
con mi parte de la presa, me hubiera divertido de lo lindo en París...
¡Dios! ¡la Cabaña!... ¡el Vauxhall!... ¡el Ambigú!... ¡y las señoritas!
¡Ah! sí, ¡es mortificante! porque ahora, en el tiempo de atar un gratel
ya estaré cocido... ya no tengo sensación en las piernas... Es por
vosotros por quienes lo siento... porque vosotros no sois muy tiernos,
corderos míos... Estaréis endiabladamente duros, y para comeros hará
falta una famosa salsa...
Sus restantes palabras no pudieron entenderse, y cinco minutos después
estaba muerto. El parisiense había adivinado la verdad; es imposible dar
cuenta de las maldiciones de que Kernok y demás cofrades fueron objeto.
Un herido inglés, que conocía el francés, comunicó a sus compañeros el
destino que les esperaba. El barullo aumentó, y cada uno juraba y
blasfemaba en su lengua. ¡Vaya un barullo! un barullo capaz de despertar
a un canónigo. Pero todos aquellos desgraciados estaban demasiado
gravemente heridos para poder levantarse; y, además, carecían de botes...
Hubo muchos que, rodando, se dejaron ir hasta los empalletados, y de allí
se arrojaron al mar, preveyendo todo el horror de la suerte que estaba
destinada a sus compañeros.
—Ya se han quedado allí—dijo el maestro Durand a Kernok cuando hubo
vuelto a bordo.
—Bien—respondió Kernok—; la brisa sopla del Sud. Con esta mesana por vela
y los juanetes en lugar de las gavias, podemos continuar la ruta. Orienta
hacia el NNE.
—¿Así—dijo el maestro Durand mostrando la corbeta que se balanceaba
desmantelada—, abandonamos a esos pobres diablos?
—Sí—respondió Kernok.
—Pues no deja de ser un procedimiento bien poco delicado.
—¡Ah! es verdad... ¿Sabes los víveres que nos quedan a bordo, gracias al
festín que os he dado, salvajes? ¡Pues bien! no nos queda más que una
caja de galleta, tres toneladas de agua y una caja de ron; porque en un
día habéis echado a perder los víveres de tres meses.
—Tanta culpa es de los de aquí, como de los que quedan allá.
—Me... río; tenemos aún, quizá, ochocientas leguas que hacer y diez y
ocho hombres que mantener; además, éstos deben ser los primeros, porque
se hallan en estado de trabajar.
—Los que deja usted en la corbeta van a reventar como perros o a comerse
los unos a los otros; porque mañana, pasado mañana... tendrán hambre.
—Me... río, ¡que revienten! Vale más que sean los que están medio muertos
que no nosotros, que aun tenemos mucho que hacer.
Los marineros del brick oían esta conversación y comenzaron a murmurar:
—No queremos abandonar a nuestros camaradas.
Kernok paseó sobre ellos su mirada de águila, puso su hacha bajo el
brazo, se cruzó las manos a la espalda y dijo con voz imperiosa:
—¿Eh? vosotros... ¿no queréis...?
Se hizo un profundo silencio.
—¡Sois unos animales bien singulares!—exclamó—. Sabed, pues, canallas,
que estamos a ochocientas millas de tierra; que hemos de contar al menos
con quince días de navegación, y que si guardamos los heridos a bordo se
beberán toda nuestra agua y nos harán tanto servicio como los remos a un
navío de tres puentes.
—Eso es verdad—interrumpió el artillero-cirujano-calafate—, nada bebe
tanto como un herido; son lo mismo que los borrachos, siempre tienen la
boca seca.
—Y cuando estemos sin agua y sin galleta, ¿será el señor Kernok el que os
dará lo que falte? Nos veremos obligados a comer nuestra carne y a beber
nuestra sangre, como tendrán que hacer ellos; ¡vaya un alimento perro!
Eso os tienta, ¿no es cierto, bergantes?... mientras que si tratamos de
arribar a Bayona o a Burdeos, podemos ver de nuevo Francia y vivir como
buenos burgueses con nuestra parte de presa, que no será pequeña, puesto
que también nos repartiremos la de esos...—añadió Kernok designando a los
heridos de la corbeta.
Este argumento calmó victoriosamente los últimos escrúpulos de los
recalcitrantes.
—En fin—terminó Kernok—, esto será así porque yo lo quiero; ¿está claro?
Y al primero que abra la boca se la cerraré yo; ya sabéis que acostumbro
cumplir lo que prometo. Conque, en marcha, muchachos.
Los diez y ocho hombres que componían entonces la tripulación,
obedecieron en silencio y dirigieron una última mirada a sus compañeros,
a sus hermanos, que lanzaban gritos espantosos viendo al brick alejarse.
Después, como la brisa soplaba mucho, El Gavilán se encontró bien pronto
lejos del lugar del combate. Pero al día siguiente se levantó una
horrible tempestad, enormes montañas de agua parecían a cada momento
querer tragarse al buque que, capeando el temporal, huía ante el tiempo.
En fin, después de una penosa travesía, El Gavilán recaló en Nantes,
donde reparó sus averías, y después, de acuerdo con los deseos de Kernok,
se hizo de nuevo a la mar para fondear una vez más en la bahía de
Pempoul.
Allí se formó una comisión para verificar la legalidad de la presa.
Entonces Kernok juró, con todos sus juramentos, que en lo sucesivo iría a
desembarcar a Santo Tomás, ¡porque aquellos cormoranes de administradores
habían pescado en sus aguas! Estas fueron sus propias expresiones.
XIII
LOS DOS AMIGOS
¿Un alma tan rara y ejemplar no
costaría más de matar que un alma
popular o inútil?
Montaigne, lib. II, c. XIII.
Es una excelente posada la del Áncora de Oro, en Plonezoch. Cerca de la
puerta se elevan dos hermosas encinas, verdes y frondosas, que dan sombra
a las mesas, siempre atractivas, de tan lustrosas que están; y como el
Áncora de Oro está situada en la plaza mayor, no se encuentra un golpe de
vista más animado, sobre todo a la hora del mercado, durante las hermosas
mañanas de julio.
Por eso dos honrados compañeros, dos apreciadores de aquella hermosa
localidad, habían echado raíces ante una de aquellas mesas tan lustrosas
y tan limpias; hablaban de esto y de lo de más allá, y la conversación
debía ser ya larga, porque buen número de botellas vacías formaban un
imponente y diáfano reducto alrededor de los interlocutores.
El uno podía tener sesenta años, feo, moreno, grueso, con largas y
blancas patillas que hacían un raro contraste con su tez bronceada.
Llevaba un holgado frac azul grotescamente cortado, un ancho pantalón de
tela y un chaleco escarlata con botones de áncoras, y al que le faltaban
por lo menos seis pulgadas para llegar a la cintura; finalmente, un
inmenso cuello de camisa rígido y almidonado se levantaba amenazador por
encima de las orejas de este personaje. Además, anchas hebillas de plata
brillaban en sus zapatos, y un sombrero charolado, impertinentemente
ladeado, acababan de darle un aire coquetón y calavera que contrastaba
singularmente con su edad avanzada. Por lo demás, se veía que iba vestido
de etiqueta y que le incomodaban sus adornos.
Su amigo, de un traje menos afectado, parecía mucho más joven. Una
chaqueta y un pantalón de tela componían todo su atavío, y una corbata
negra, negligentemente anudada, permitía ver un cuello nervioso que
soportaba un rostro risueño y abierto.
—Se acerca San Saturnino—dijo golpeando ligeramente su pipa sobre la mesa
para hacer salir toda la ceniza—, se acerca San Saturnino, y hará veinte
años que El Gavilán—aquí llevó una mano a su gorra de lana de cuadros
azules y rojos—, que nuestro pobre brick fondeó por última vez en la
bahía de Pempoul al mando del difunto señor Kernok.
Y suspiró sacudiendo la cabeza.
—¡Cómo pasa el tiempo!—contestó el hombre del cuello alto echándose al
coleto un enorme vaso de aguardiente—; me parece que fue ayer: ¿no es
eso, Grano de Sal? Y si te llamo Grano de Sal entre nosotros, es porque
tú me lo has permitido, muchacho. Esto me recuerda los tiempos pasados.
Y el viejo se echó a reír dulcemente.
—¡Voto a tal! no se moleste usted, señor Durand; usted es uno de los
antiguos, un amigo del pobre señor Kernok.
Y de nuevo levantó los ojos al cielo suspirando.
—¡Qué quieres, muchacho! cuando llega la hora de desamarrar—dijo el señor
Durand sorbiendo, con un largo resoplido, una gota de aguardiente que
quedaba en el fondo de su vaso—, cuando el cable cede, el áncora se va al
fondo. Es lo que decía yo siempre a mis enfermos, a mis calafates, o a
mis artilleros, porque tú sabes...
—Sí, sí, ya lo sé, maestro Durand—respondió prontamente Grano de Sal que
temblaba a la idea de oír al ex artillero-cirujano-calafate comenzar de
nuevo el relato de sus triples hazañas—; pero eso es más fuerte que yo, y
se me parte el corazón cuando pienso que aun no hace un año estaba ese
pobre señor Kernok allá abajo en su granja de Treheurel y que todas las
noches fumábamos una pipa con él.
—Es verdad, Grano de Sal. ¡Dios de Dios! ¡qué hombre! ¡y le querían en
toda la comarca! Un desgraciado marinero le pedía algo, y lo obtenía al
instante. En fin, desde hace veinte años que se había retirado de los
negocios para vivir de sus rentas, todos se hacían lenguas de su caridad.
Y después, ¡qué respetable cara con sus largos cabellos blancos y su frac
marrón! ¡qué aire más bondadoso cuando llevaba a la espalda a los hijos
del viejo Cerisoët, el artillero, o les hacía barquitos de corcho!
Solamente yo le hacía siempre un reproche a ese pobre Kernok, se había
aficionado demasiado a la gente de sotana.
—¡Ah! ¡porque era mayordomo de la parroquia! Y además, por pasar el
tiempo. Pero no podrá usted dejar de confesar que infundía respeto en su
banco de encina, con sus guantes blancos y su pechera, el día de la
fiesta de la parroquia de San Juan.
—Yo prefería verle en el puente, con un hacha en la mano y su bocina en
la otra—respondió el ex artillero-cirujano-calafate llenando su vaso.
—Pues, ¿y en la procesión, señor Durand? cuando presumía con su cirio,
que quería llevar siempre como una espada, a pesar de las lecciones del
monaguillo... Pero lo que desolaba sobre todo al señor cura es que el
capitán Kernok mascaba tanto, que durante la misa escupía sobre todo el
mundo.
—Le desolaba... le desolaba... es por eso por lo que embruteció a mi
camarada para hacerle dejar al presbiterio veinte fanegas de sus mejores
prados.
Aquí Grano de Sal alargó inverosímilmente el labio inferior guiñando los
ojos, miró al maestro Durand con el aire más picaresco, más malicioso,
más burlón que fuera posible imaginar, moviendo negativamente la cabeza.
—¡Caray! ¡si lo sabré yo!—repitió el maestro Durand casi ofendido de la
pantomima del antiguo grumete.
—Vamos, vamos, tranquilícese usted—repuso éste—, no es al cura a quien ha
hecho esta donación.
Aquí una pausa, y la extrañeza del maestro Durand se manifestó por un
excesivo enarcamiento de sus cejas y por la absorción de un glorioso vaso
de vino.
—Es—dijo Grano de Sal—, a la sobrina del cura, ¡eh!
—¡Ah! el viejo farsante, el viejo farsante—murmuró el maestro Durand
lanzando una carcajada homérica—; ya no me extraña que fuese mayordomo y
que comulgase con tanta frecuencia.
Y se entregó con Grano de Sal a unos arrebatos de alegría tan ruidosa;
que unos perros comenzaron a ladrarles.
—Lo más mortificante es que—continuó Grano de Sal—toda la fortuna del
capitán Kernok vuelve al Gobierno. Como no había hecho testamento...
—¿Cómo había de pensarlo? ¿Es que podía prever ese accidente?
—Usted le vio después... después de la cosa... ¿no es cierto, señor
Durand? porque yo había ido a Saint-Pol.
—Seguramente que le vi. Figúrate tú, muchacho, que vienen a decirme:
«Señor Durand, se siente olor de quemado en casa del señor Kernok; ¡pero
de una chamusquina más rara!» Eran las ocho de la mañana y nadie se
atrevía a entrar en su habitación; ¡son tan bestias! Me decido yo a
entrar, muchacho, y... ¡Ah! ¡Dios mío! échame de beber, porque me pongo
malo cada vez que lo recuerdo.
Se repuso un poco después de un largo trago de aguardiente, y continuó:
—Entro, y figúrate tú qué espectáculo: el cuerpo de mi pobre viejo Kernok
cubierto de una ancha llama azulada que le corría de la cabeza a los
pies, lo mismo que cuando arde un ponche. Yo me aproximé y le eché agua;
¡bah! aún ardía más fuerte, porque estaba casi cocido.
Grano de Sal palideció.
—¡Esto te extraña, hijo mío! pues bien, yo se lo había predicho.
—¡Usted!...
—Sí. El bebía demasiado aguardiente, y yo le decía siempre: «Mi viejo
camarada, tú acabarás por una concustion invantánea—dijo el maestro
Durand con importancia, apoyando cada palabra e hinchando los carrillos.
Quería decir una combustión instantánea, solución exacta y verdadera de
la muerte de Kernok, dada por un médico de Quimper, hombre muy entendido,
al que se había enviado a buscar un poco demasiado tarde.
—¿Y eso no le hace temblar, señor Durand?—dijo Grano de Sal que veía con
pena al ex artillero-cirujano-calafate tomar la misma dirección que su
difunto capitán.
—Yo, es diferente, muchacho; yo mezclo el aguardiente con vino, mientras
que él lo bebía puro.
—¡Ah!...—respondió Grano de Sal poco convencido de la temperancia del
señor Durand.
—¡Toma!—dijo éste—, ahí tienes uno que morirá en la piel de un bandido,
si es que no le desuellan vivo.
Y señalaba a un hombre alto y delgado, con uniforme azul bordado, que
atravesaba la plaza.
—¡Cuánto daría por estar a bordo con ese perro de Plick, él con los
brazos atados a una cuerda de obenques y la espalda desnuda... yo con un
buen rebenque en la mano! ¡Cuando pienso que por haber pasado por las
manos de ese miserable de comisario nuestra parte de presa ha disminuido
en nueve décimos; que en lugar de los sesenta mil francos con que vivo
desde hace veinte años podría tener un millón, y que a ese pobre Kernok
no le tocaron más que doscientos mil francos de las toneladas de plata
que recogimos a bordo del buque español!
—¡Bah!—dijo Grano de Sal—, un poco más, un poco menos, es igual. Yo estoy
bien contento de haber abandonado el oficio con lo que tengo y de haberme
comprado un quechemarín para el cabotaje. Pero desde que no veo al pobre
señor Kernok, parece que me falta algo.
—A propósito—dijo el señor Durand—, creo que se acerca la hora de la misa
que hacemos decir en San Juan a ese pobre viejo.
Grano de Sal sacó un reloj lo menos de una pulgada de grueso.
—Tiene usted razón, señor Durand, son las diez.
Después, alargándole el reloj, atado con cuidado a una larga cadena de
acero reforzada con un cordón negro:
—Vea, ¿lo reconoce usted?—dijo al maestro.
—¡Si lo reconozco!... es el que el pobre Zeli me dio para que te lo
entregase el día del combate de El Gavilán contra la corbeta. ¡Pobre
Zeli! Aun le veo, tendiéndome la mano y diciéndome: «¡Toma!... esto es
para Grano de Sal... Adiós... viejo... no te olvides». ¡Voto a tal!—dijo
el viejo emocionado—, esto me da más pena ahora, cada vez que me acuerdo,
que en el momento en que ocurrió. ¡Pobre Zeli!
Y la cabeza del señor Durand cayó entre sus manos callosas y arrugadas.
Grano de Sal parecía absorto en un doloroso recuerdo mirando su reloj.
—Son cinco litros de vino y una botella de aguardiente—dijo el posadero,
con su gorra en la mano, e inquieto de la prolongada permanencia de los
dos marinos.
—Lo que sobre para ti—dijo Grano de Sal arrojándole una moneda de oro.
Y dando el brazo al viejo Durand, se encaminó con él hacia la capilla de
San Juan.
XIV
LA MISA DE DIFUNTOS
...Golpea los aires como el toque funesto
Que pide a los vivos las primas para los muertos
Cuando un frío ataúd es lo único que queda
De la que sonrió a nuestros primeros esfuerzos.
S. Delaunay, «Ob. inéditas».
Figuraos una ensenada entre dos montañas, en la cual una multitud de
embarcaciones bretonas, de velas rojas y cuadradas, han abordado varando
sobre un hermoso fondo de arena de una blancura deslumbrante.
En el fondo, el mar, cuyas ondas azules, después de haber prolongado los
contornos de la bahía, van a morir sobre frescas praderas cortadas por
setos de rosales silvestres y por oxiacantos floridos que esparcen a lo
lejos su perfume.
Aquí y allá algunas encinas seculares sostienen un techo de rastrojos
cubierto de lindas matas azules y de clemátidas, que penden en largas
guirnaldas.
Dan animación a este paisaje, aquí una cabra levantada sobre sus patas
traseras que parece suspendida de los verdes festones; allá una pequeña
carreta tirada por grandes bueyes, y el chirrido ronco y continuo de la
rueda y la canción salvaje del Dragoubras, y el aspecto ágil del montañés
de Arrés que monta en pelo a uno de esos caballitos negros, de pelo
rizado, de ojo brillante, de patas nerviosas, que franquean los salientes
de la costa con tanta ligereza como un camello.
Después, en medio de aquella colina, cuya pendiente es casi insensible,
se ven los edificios consagrados a San Juan. Aquí la iglesia gótica, con
sus arcos y sus ojivas, sus altas y delgadas columnas, sus frontones
esculpidos como un encaje, contrasta singularmente con el pesado
campanario de plomo que eleva su techumbre gris y sombría por encima del
obscuro verdor de los abetos y alerces.
Los toques redoblados de todas las campanas de la iglesia de San Juan,
anuncian la ceremonia de que hemos hablado, un servicio fúnebre por el
alma del difunto señor Nicolás-Bárbara-Kernok, propietario de Treheurel.
Porque toda la población de la comarca, donde el digno anciano era
adorado, había abandonado sus trabajos para ir a rendir un postrero
homenaje a su respetable bienhechor.
Era necesario ver la multitud que se apretujaba bajo los pórticos de la
iglesia, las jóvenes con su corpiño escarlata bordado de azul y con sus
cofias, las viejas con sus capas que las tapaban por completo, los
hombres con sus birretes negros, de los que se escapaban largos cabellos
que caían hasta su ancho cinturón de cuero, del que pendía un largo
cuchillo.
Todos esperaban que las puertas fuesen abiertas.
Bien pronto llegaron Grano de Sal y el maestro Durand. A su vista todas
las cabezas se inclinaron; ellos respondieron con un saludo protector a
estas muestras de deferencia.
Por fin, se abrió la puerta; y entre apreturas, empellones y codazos,
cada cual se colocó en su sitio.
El sol enviaba alegremente sus dorados rayos a través de las vidrieras de
colores de la capilla, e iba a reflejar sus mil maticos sobre el banco
pulimentado y negro de encina, cargado de pesadas esculturas, banco en el
cual se sentaba Kernok en los días solemnes. ¡Ah! ¡y con qué dignidad
tranquila y majestuosa ostentaba en él su pechera y su frac marrón! ¡con
qué destreza ocultaba su chicote a la vista del cura! ¡con qué aire de
compunción cerraba los ojos, fingiendo rezar y recogerse, cuando la
plática del sacerdote le sumía en la más agradable somnolencia!
Y era preciso que el recuerdo de aquella figura venerable estuviese aún
bien presente en el pensamiento de Grano de Sal y del señor Durand,
porque permanecieron un buen rato inmóviles ante el banco.
—Me parece estarle viendo aún—dijo el señor Durand.
—Y a mí también—respondió Grano de Sal.
Un rumor sordo anunció la llegada del señor Karadeuc, el párroco.
Primero ofició y después subió al púlpito.
Los fieles aprovecharon este momento para estornudar, sonarse, toser,
bostezar, suspirar, volverse de un lado y de otro...
Después se hizo el silencio... ¡el más profundo silencio!
El predicador avanzó hasta el borde del púlpito, apoyó en él sus manos
huesudas y velludas; sus ojos brillaban bajo sus espesas cejas rojas y su
boca esbozaba una singular sonrisa... después comenzó:
«Mis queridos hermanos, apprehendi te ab extremis terræ et a longinquis
ejus vacari te; elegi te, et non abjeci te; ne timeas, quia ego tecum
sum.»
Como el auditorio se componía de sencillos habitantes de la baja Bretaña,
este exordio hizo poco efecto.
«Sí, hermanos míos, lo que quiere decir: Te he tomado de la mano para
traerte de los lugares más alejados del mundo; te he llamado de los
puntos más distantes; te he elegido y no te he rechazado; no temas nada,
porque yo vengo a ti.
»Porque, hermanos míos, estas palabras pueden aplicarse al virtuoso, al
digno, al respetable anciano que todos lloramos... en una palabra, a
Nicolás Kernok, antiguo negociante.»
Aquí el señor Durand dio un primer codazo a Grano de Sal, que,
apretándose la nariz con el pulgar y el índice, dejó escapar una especie
de mugido sordo, como una risa ahogada.
«¡Ay! hermanos míos—continuó el cura—, ese antiguo negociante, el digno
Kernok, era también un cordero alejado del redil. Ese cordero se
encontraba también en países lejanos... y la Providencia le tomó por la
mano.»
—¡Por la pata!—dijo el viejo Durand.
—¡Mire que comparar al capitán a un cordero!—dijo Grano de Sal poniéndose
la gorra delante de la cara.
Sin embargo, el predicador continuó:
«La Providencia le ha dicho también: Elegi, non abjeci te... te he
elegido y no te he rechazado, aunque tu vida haya sido agitada.»
—Llama agitada a aquello—murmuró Durand dando un segundo codazo a Grano
de Sal que le respondió con la misma energía, es decir, con otro codazo
capaz de hundir dos costillas al artillero-cirujano-calafate. ¡Oh! los
dos se comprendían.
«...Sí, hermanos míos, agitada. Pero después de haber navegado en un mar
proceloso, la popa de su esquife ha conseguido una orilla de paz y de
reposo.»
—¡La popa, la popa!—dijo Durand con aire despreciativo—; ¡la proa, la
proa, sacristán!
El cura lanzó una mirada de indignación a Durand y repitió con
obstinación:
«Pero la popa de su esquife consigió por fin la orilla de paz y de
reposo, donde ese virtuoso, ese digno, ese respetable anciano hizo brotar
la flor de la caridad y de la religión.»
¡Qué bestia es ese cura!—murmuró Grano de Sal.
—Bestia como un arenque—contestó Durand encogiéndose de hombros.
«...Así, hermanos míos—continuó el predicador—, uníos a mí para dar las
gracias al Rey de los reyes por haber coronado al que todos lloramos con
una aureola de su eternidad.»
—Amén—respondieron los asistentes.
—Oye, Grano de Sal: ¿ves tú al capitán Kernok tocado con una
aureola?—dijo el maestro Durand.
Pero Grano de Sal ya no le escuchaba, porque el cura había descendido del
púlpito para dirigirse al cementerio donde reposaba Kernok; pronto
llegaron ante la tumba.
El rostro de Grano de Sal se había vuelto severo y sombrío, tenía la
gorra entre sus manos, y Durand le apretaba el brazo mientras se enjugaba
los ojos.
Entonces el cura dijo algunas oraciones, que fueron repetidas a coro por
los asistentes arrodillados, y luego todos se retiraron.
Sólo quedaron Durand y Grano de Sal.
Y el sol había desaparecido hacía ya rato detrás de las montañas de
Tregnier, mientras que los dos amigos aun continuaban sentados cerca de
la tumba de Kernok, mudos y pensativos, con la cabeza oculta entre las
manos.
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