Faltaban quince minutos para que mi AVE partiera de la estación de Sants de Barcelona rumbo a Madrid. Corriendo lo más deprisa que mis piernas me permitían, tirando de la maleta con todas mis fuerzas, pensaba que no llegaría. Aunque mi padre tenía una opinión diferente. —¡Tranquila, María! ¡Hay tiempo de sobra! —gritaba mientras intentaba ponerse a mi altura. —¡El control lo cierran cinco minutos antes! —Y quedan... trece minutos para que salga el tren. ¡Vamos genial! —Papá, tú siempre tan optimista. Y yo tan negativa. Lo cierto es que llegué a tiempo. Hasta me sobraron un par de minutos para despedirme de mi padre, colocar la maleta en el portaequipajes y respirar profundamente. Era el final de mi estancia en Barcelona durante el mes de agosto. Mi padre y Mara se habían empeñado en que pasara unos días con ellos en la Costa Brava, donde habían reservado sus vacaciones. Al principio, no me gustó demasiado la idea, pero terminé aceptando que aquello no estaba tan mal. Viene bien desconectar de vez en cuando de tu realidad diaria. Esa realidad que poco a poco me había ido consumiendo por los acontecimientos vividos últimamente y que, sin duda, me habían afectado en lo personal. No estaba demasiado bien. A pesar de que nadie se había dado cuenta. Ni siquiera Paloma, con quien hablaba todos los días varias veces por teléfono o a través de Skype. Ella no podía imaginar lo que pasaba por mi cabeza y mucho menos lo que estaba dejando de sentir mi corazón. Me dirigí a mi asiento y resoplé. Eché un vistazo al teléfono y comprobé que tenía un mensaje de WhatsApp de mi novia. Un mensaje cariñoso, cargado de sentimiento, en el que decía que me echaba de menos y que estaba deseando verme para abrazarme y darme millones de besos. Le respondí más o menos lo mismo, disimulando que no ocurría nada, aunque mis deseos no eran tan intensos como los suyos. Y es que aquellos días alejados de ella me habían permitido averiguar que el amor se puede apagar cuando menos te lo esperas. —Perdona, ¿me dejas pasar? Voy sentada ahí —me indicó una chica alta y morena, que se había detenido junto a mí. Me levanté y la dejé pasar. Se acomodó rápidamente en su asiento, pegado a la ventanilla y se puso unos auriculares de color rosa. La música estaba tan alta que pude identificar inmediatamente a Demi Lobato cantando su Made in USA. Intenté no prestarle demasiada atención, terminé la conversación con Paloma y saqué mis apuntes de Filosofía, la única asignatura que había suspendido en junio. El examen lo tenía en dos días y había mucho que hacer. El tren se puso en marcha e intenté concentrarme en el «maravilloso» mundo de los presocráticos. El traqueteo suave del vagón y lo insípido del temario terminaron por dormirme. Cerré los ojos y caí en un sueño plácido. —Oye, tú —escuché de repente—. ¡Oye! Abrí los ojos y la vi. Era la chica morena que estaba sentada a mi lado. Tenía su rostro frente al mío. Pude comprobar lo guapa que era. Sus ojos marrones enormes poseían un brillo especial. Y sus labios, pintados de un tono rosa pálido, resultaban de lo más apetecibles. —¿Sí? —¿Me dejas paso, por favor? Tengo que ir al baño. —Claro. Perdona. —Muchas gracias. Me volví a levantar y permití que saliera de su asiento. Cuando se alejó por el pasillo no pude evitar observar lo bien que le quedaban los shorts vaqueros ajustados. Aunque en seguida me sentí culpable y me senté de nuevo, desviando la mirada hacia la ventanilla. No soy ese tipo de personas que no se pierden ni un detalle de todo lo que se mueve. Moví la cabeza de un lado para otro y me centré de nuevo en los apuntes de Filosofía. Afortunadamente, sólo debía examinarme de esa asignatura en septiembre. Podría haber sido mucho peor, tal como sucedieron las cosas en junio. Cuando la cabeza está ocupada en otros asuntos, es muy difícil concentrarse en otros asuntos. Especialmente, en exámenes. Mis notas bajaron considerablemente, pero salvé la situación. A los pocos minutos de haberse marchado, mi compañera de viaje regresó. En esa ocasión no hizo falta que me pidiera paso ni permiso para pasar. Me incorporé una vez más y ella se situó en el asiento de la ventanilla. —¿Problemas con Filosofía? —me preguntó por sorpresa. —¿Qué? —Te ha quedado Filosofía, ¿no? —insistió—. O has suspendido, o eres una tía muy rara. —¿Por qué dices eso? —Nadie de nuestra edad, en su sano juicio, estaría leyendo algo sobre los presocráticos voluntariamente. En eso tenía razón. Si no es por obligación jamás habría puesto interés en nada por el estilo. Es más, ni siquiera sabría quiénes son los presocráticos. Aun estudiándolos no estaba muy segura de lo que aportan. —Es la única que he suspendido —contesté ruborizada, algo que ella notó. —No te preocupes. Si a mí me han quedado cinco. —¿En primero? —No. En segundo. Así que me he quedado sin hacer selectividad. —Lo siento. —No tienes nada que sentir. Si no he aprobado, ha sido porque no he estudiado nada —reconoció, al tiempo que se recogía el pelo con una gomilla—. No ha sido un año fácil para mí. Demasiados cambios. Cambios. Esa palabra me sonaba de algo. Si yo le contara a esa chica mi vida en el último año, sabría lo que son cambios. —A veces, las cosas no salen como uno pretende que salgan —señalé sin querer ponerme demasiado intensa—. Aunque siempre se presenta una segunda oportunidad para todo. —Bah. Eso solamente es una frase hecha, sin ningún rigor. Una frase vacía que has escuchado o has leído por ahí. Y sin decirme nada más, se puso los auriculares y desvió su mirada hacia el paisaje despreocupándose de mí. Como si yo no estuviera o no fuera lo suficientemente importante como para continuar hablando conmigo. Aquello me fastidió. No sé muy bien por qué, pero me molestó su actitud prepotente. Esa chica había sido agradable hasta ese instante y, sin embargo, había terminado tratándome con arrogancia. Como si los cambios en su vida hubieran sido más complicados que los míos y sus palabras fueran dogma. Todo lo que tenía de guapa también lo tenía de insolente. Estuve tentada de responderle, de explicarle que aquélla no era forma de tratar a alguien. Pero no lo hice. Mi timidez lo impidió. Así que volví a los presocráticos e intenté olvidarme de aquella chica. El AVE continuó su camino hacia Madrid, a más de trescientos kilómetros por hora. Buscaba aislarme del mundo. Hasta me coloqué los cascos que dan en el tren y puse la música a todo volumen, a pesar de que no era de mi gusto. Todo por no pensar en la presuntuosa que tenía a mi lado. Sin embargo, no podía evitar mirarla de reojo de vez en cuando. ¿Por qué tenía que ser tan guapa? Una de esas veces, la chica se dio cuenta de que estaba fijándome en ella. Sonrió pícara y yo giré rápidamente la cabeza hacia el otro lado. —Oye —dijo en voz alta para que pudiera escucharla a pesar de los auriculares—. ¡Ey! ¡Tú! No le hice caso hasta que me golpeó el hombro con los dedos para llamar mi atención. Suspiré, la observé detenidamente y abandoné los cascos sobre mis rodillas. —¿Qué quieres? —¿Sabes que tienes unos ojos muy bonitos? Aquello me descolocó tanto como su anterior desplante. Y también hizo que me pusiera nerviosa. Tardé un par de segundos en reaccionar. —Gra... gracias —tartamudeé—. Pero no es mi color natural. Son lentillas verdes. —Me da lo mismo del color que sean. Son bonitos y punto. —Si tú lo dices... La joven sonrió una vez más. Subió los pies hasta el asiento y se hizo un ovillo en torno a sus rodillas. —Yo también llevo lentillas —admitió—. Soy bastante miope. Así que ya tenemos otra cosa en común. ¿Otra cosa en común? ¿A qué se refería exactamente? En ese momento no comprendía qué quería decir. Pero no tardó en solucionar mis dudas. —Odio a los presocráticos. Bueno, a ellos y a todos los filósofos de la historia de la humanidad —continuó diciendo—. No entiendo por qué tenemos que estudiar las teorías de unos tíos que llevan muertos cientos de años y que no paraban de soltar tonterías mientras fumaban a saber qué sustancias psicotrópicas. No podía decir que no estaba de acuerdo con su personal manera de entender la Filosofía. Era una asignatura que nunca me había gustado y que siempre me había costado comprender. Aunque mi opinión no era tan radical como la de aquella joven que, en los pocos minutos que la conocía, ya me había dejado muy clara una cosa: no se andaba con rodeos ni medias tintas. Era directa y contundente. Lo que pensaba, lo decía sin miramientos. —Tienes bastante razón. —¿Bastante? La tengo toda. —Si tú lo dices... —¡Otra vez con el «si tú lo dices»! —protestó subiendo el tono de voz—. Te falta sangre. —No me falta sangre. —¡Claro que sí! ¡Eres una horchata con lentillas! —¡Y tú una...! Me contuve antes de insultarla. Pero no me faltó demasiado para perder definitivamente los papeles. En cambio, a ella pareció agradarle mi arranque de ira. —¡Muy bien! ¡Así mucho mejor! ¡Desahógate! —¡No me quiero desahogar! —¡Tienes que hacerlo! ¡Vamos! ¡Estás deseando gritar cómo te sientes! Me intentaba provocar. Y no estaba dispuesta a que lo consiguiera. Sobre todo tras darme cuenta de que la gente que estaba sentada a nuestro alrededor nos estaba observando. —Estoy bien —le respondí tranquilizándome y bajando la voz—. No voy a gritar. —Okey, horchata con lentillas. No grites. —No me llames así. —Demuéstrame que no te mereces que te llame de esa manera. —No tengo que demostrar nada. Ni siquiera te conozco. —Es verdad, ni nos hemos presentado —comentó alzando la mirada al techo del tren—. Me llamo Laura. Encantada. Laura. Ahora ya sabía el nombre de aquella joven tan extraña, con esa personalidad tan fuera de lo común. Aunque ni se lo había preguntado. —Yo soy María. Meri —contesté, más por reflejo que porque quisiera ser complaciente con ella. —Te sienta bien ese nombre. Le pega a tu cara. —¿Por qué dices eso? —Ya sabes..., por... la virgen. La virgen María —añadió con una sonrisa, que ya me empezaba a resultar familiar. No me podía creer que me estuviera diciendo aquello. De nuevo intentaba provocarme. ¡No la soportaba! Pero no iba a caer en la trampa. No quería gritar ni alterarme otra vez. Así que apreté los dientes y busqué mentalmente algo ingenioso con lo que enfrentarme a ella. Sin embargo, cuando iba a hablar, el AVE se detuvo en seco. El frenazo fue brusco, tanto que ambas salimos disparadas hacia adelante y tuvimos que poner las manos en el asiento frente al nuestro para no terminar en el suelo. También el resto de los pasajeros del vagón se sobresaltó. —¿En qué tómbola le han dado el carnet de conductor de trenes a este maquinista? —exclamó Laura recomponiéndose. Las dos miramos por la ventana preocupadas. No apreciamos nada raro. Ni humo, ni daños en los vagones... Ni una sola señal de lo que había sucedido. La gente murmuraba y se preguntaba qué sucedía. Hasta que por fin el revisor entró en el coche y nos informó de que había un problema en la locomotora. No nos aseguraba si estaríamos parados diez minutos o una hora. Sólo nos indicó que estaban haciendo lo posible para repararla. —Bueno, me parece que vamos a tener que pasar más tiempo juntas del que imaginabas —me dijo Laura levantándose—. Vamos a cafetería, te invito a un refresco. |
До отправления поезда на Мадрид с барселонского вокзала Сантс оставалось пятнадцать минут. Я perder los papeles – выйти из себя, потерять над собой контроль |