sepulvedaВидеозапись интервью Луиса Сепульведа, популярного современного латинского писателя.

Луис Сепульведа — один из самых популярных и читаемых в мире в последние годы латиноамериканских писателей. Учился на театральном факультете Национального университета. В 1969 году получил стипендию на пятилетнее обучение в Московском университете, но уже через 5 месяцев его отозвали в Чили (Луис подружился с диссидентами).

 

 

Активист студенческого движения, после военного переворота 1973 года был арестован и два с половиной года проводит в заключении, где подвергается пыткам. Благодаря вмешательству немецкого отделения Международной амнистии переведен под домашний арест. Однако вскоре бежит из-под надзора и уходит в подполье, где создает театральную группу — первый очаг культурного сопротивления военно-фашистской хунте. Через год вновь арестован и за «подрывную деятельность» приговорен к пожизненному заключению, которое сокращено до двадцативосьми лет. Но, после очередного вмешательства Международной амнистии, мера присечения изменена на восьмилетнее изгнание в Швецию. Во время первой же остановке на пути в Швецию — в Буэнос-Айресе — Луис Сепульведа бежит в Уругвай. Но так как все его знакомые аргентинцы и уругвайцы находятся в заключении или убиты их диктаторскими режимами, Сепульведа отправляется сначала в Сан-Паулу, а из него — в Парагвай. Там, однако, он тоже не задерживается — у власти диктаторский режим Альфредо Стресснера — и оказывается в Кито. Вместе с Хорхе Энреке Адумом Луис Сепульведа организовал театральную группу и участовал в изучении жизни индейских племен. Там же изучил марксизм и в 1979 году присоединился к Бригаде имени Симона Боливара и принял участие в Сандинистской революции.

С тех пор Сепульведа, помимо писательства и режиссерства, занимается в основном журналистикой и защитой окружающей среды. В настоящее время проживает в Европе.

Цитаты из "Старик, который читал любовные романы"

«Если у человека нет определенной цели, он так и будет ходить по кругу, раз за разом возвращаясь на одно и то же место».

«Охотники убивают, чтобы преодолеть страх, страх, который точит изнутри их сердце и разум».

«Если, ты чувствуешь, что след зверя сам попадается тебе под ноги, то знай: тот, кого ты наметил себе в жертву, уже смотрит тебе в затылок».

«Антонио Хосе Боливар неторопливо вынул изо рта вставную челюсть, завернул ее в носовой платок и, не переставая проклинать гринго, ставшего виновником трагедии, алькальда, золотоискателей – всех тех, кто своим присутствием оскверняет девственную чистоту так любимой им амазонской сельвы, – ударом мачете срубил толстую ветку и, опираясь на нее, зашагал по направлению к Эль-Идилио, к своей хижине, к своим книгам, в которых говорится о любви – говорится словами столь прекрасными, что они порой заставляют забыть о варварской натуре человека».

«Он много раз слышал, что прожитые годы приумножают человеческую мудрость. Оставалось только ждать и верить, что эта мудрость наконец придет и принесет с собой то, что ему нужно: оставаться до конца дней в своем уме, быть способным управлять плаванием по морю воспоминаний и не попадаться в ловушки, которые память частенько расставляет перед человеком на исходе его дней».
ENTREVISTA: LUIS SEPÚLVEDA, TROTAMUNDOS Y ESCRITOR

«Soy un tipo que viaja también por y con sus recuerdos, y que regresa a las gentes que le han dado tanto sin esperar algo a cambio»

 

Pasó 7 meses con los indios shuar en la Amazonia. Fue corresponsal en Angola y Mozambique. Militó en la revolución sandinista. Recorrió la Highway 66. Conoció a Bruce Chatwin y fue amigo de Kapuscinski. Extraña a Osvaldo Soriano, su gran amigo. Conoce y ama la Patagonia como pocos. Y cuenta que todo eso empezó porque un día le dio por sintonizar emisoras en lenguas extrañas en una vieja radio RCA.

En los recuerdos de viajes de Luis Sepúlveda (Ovalle, 1949), hay sobre todo hombres y mujeres. Personas antes que lugares. Así lo explica él:

En mis recuerdos no hay paisajes, o si los hay son estáticos como fotografías. Es verdad que he visto atardeceres soberbios en los cuatro puntos cardinales, o que las cataratas de Iguazú me parecen mucho más violentamente bellas que las del Niágara, o que la visión de Luxor bajo la luna en Egipto es sencillamente indescriptible, pero lo que prevalece en mi memoria son las gentes que he encontrado en el camino.

De ahí, de las personas, nace esa fuerza expresiva que caracteriza su narrativa. En esta entrevista con Teína, Sepúlveda repasa algunas de las anécdotas que forman parte del álbum de sus recuerdos ambulantes, su estadía en la selva con los indios shuar, su encuentro con grandes viajeros como Chatwin o Kapuscinski y reflexiona sobre el arte de viajar.

Pensemos una mesa. Una mesa en un bar cualquiera y un café. O mate, que creo que es más de tu gusto...
Mate, desde luego, y con buena yerba Rosamonte, de la que tiene palitos.

¿Zona de fumadores o de no fumadores?
Si no te molesta que de vez en cuando yo deje de fumar, quedemos en el rincón de los apestados: fumadores.

Empecemos por el momento en que se despertó en ti la pasión por viajar. ¿Qué lugar lo recuerdas como el primero, o al menos el primero en el que descubriste que el mundo era inmenso, que estaba lleno de gente y que debías conocerlo de primera mano? 
Curiosamente mis primeros viajes fueron más bien sedentarios. Me explico: en mi casa de Santiago de Chile había una enorme radio RCA Victor, con el perrito inclinado junto a un gramófono. A partir de los 10 años mi gran placer, mi gran contacto con el mundo, era sintonizar la radio en onda corta y buscar voces en lenguas extrañas, incomprensibles, pero que me invitaban a conocer a las gentes que las hablaban. Algún día di con las programaciones en español de radio Neederland y, ¡coño!, me contaban Holanda en mi propio idioma. De inmediato me hice socio del club de amigos de esa radio y empecé a escribirme con chicas y chicos de diferentes lugares del mundo. Nos contábamos cómo éramos, cómo eran los lugares donde vivíamos. Uno se esmeraba en las cartas, en ser nítido, en contar tu aldea sin saber ni pensar que estabas contando el universo. Y al placer de tener amigos muy lejanos, se agregaba el de ir al correo, elegir los sellos más representativos de tu cultura y enviar las cartas que eran leídas en la radio. Entonces sentías que eras tú el que estaba muy lejos.

¿Había más emisoras así?
Sí, de hecho poco después descubrí las emisiones en español de radio Moscú, y naturalmente me hice socio del club de amigos de esa emisora. A partir de ese momento, conocí gente de diferentes latitudes que compartía conmigo algo más que el placer de la comunicación; tenían una visión crítica del mundo y decían que había que hacer algo. Pero por sobre todo decían que no estábamos solos. Jamás olvidaré una noche en la que llovía torrencialmente sobre Santiago y yo, pegado a la radio, escuché que leían una carta de un estudiante salvadoreño. Decía más o menos así: «Soy un estudiante de primer año de agronomía, hoy el ejército invadió el campus universitario buscando al poeta Roque Dalton, y para que sepan por qué lo buscan les adjunto un poema de él». Era un poema vibrante, divertido, hermoso, que hablaba de las hormigas y su triste destino de nacer y trabajar para volver a nacer y trabajar. Yo supe que tenía que buscar a ese poeta, decirle que éramos hermanos, y un día lo encontré, muchos años más tarde lo encontré, y fuimos hermanos.

¿Por qué esa pasión por la radio?
Tal vez por mis abuelos paternos, que eran españoles y seguían los informativos buscando la alegría que nunca tuvieron: oír que el cabrón de Franco había muerto. Tal vez lo heredé de ellos, es posible. Aunque lo más probable es que Santiago me ahogaba, me asfixiaba. Es una ciudad, como muy bien la define una canción de Silvio Rodríguez, «rodeada de símbolos de invierno». La cordillera de Los Andes siempre está ahí, como un muro de piedra durante los veranos, como un iceberg infinito en los inviernos, pero siempre está ahí  repitiendo que estamos condenados a vivir en un agujero entre las montañas. Yo quería salir de ahí, y las primeras escapadas fueron mediante los libros: Salgari, Stevenson, Verne, Melville, Jack London; sólo leía traducciones, pues los escritores de lengua española me resultaban aburridos, tristes, pedantes. Pero un día, cuando había cumplido quince años, cayó en mis manos un libro de un escritor chileno llamado Francisco Coloane, y la contraportada me dejó sin aliento. Ponía que el autor había nacido en un barco mientras sus padres navegaban por los canales patagónicos, que había sido cazador de lobos marinos, ballenero, explorador en la Antártica, farero en el Cabo de Hornos.

No tiene mucho que envidiar a la contraportada de tus novelas. Cito textualmente: Luis Sepúlveda ha recorrido desde muy joven casi todos los territorios posibles de la geografía y las utopías, de la selva amazónica al desierto de los saharauis, de las celdas de Pinochet al barco de Greenpeace [...]
Me he movido, es cierto, pero sin la intención de ser catalogado como «un viajero», pues cuando leo eso en las solapas de los libros me suena a Phileas Fogg, a señor con Salacoff. Pero estaba hablándote de mi encuentro con el primer libro de ese coloso llamado Francisco Coloane. Leí varias veces aquel libro titulado El chilote Otey y otros relatos, y de cada lectura salí más sorprendido porque me contaba de personajes que tenían el mismo valor de los personajes de Salgari, que padecían de las mismas canalladas que hacían sufrir a los personajes de Stevenson, que eran tan recios e implacables como el capitán Nemo de Verne, obcecados como los de Melville, nobles como los de London. Y esos personajes estaban en mi país, en los territorios lejanos a los que no llegaba el tren. Y Coloane hizo que me enamorase de una región: la Patagonia.

¿Este fue tu primer viaje?
Sí. Cuando cumplí los 16 años pedí que me regalasen una mochila.


A LA PATAGONIA EN UN CAMIÓN DE SANDÍAS
¿Fue una especie de viaje iniciático?
Nunca he creído en los viajes iniciáticos, ni en los libros iniciáticos, ni en ninguna superchería por el estilo. Me he movido mucho por el mundo, y si hay algo que recuerdo con emoción es un día en que, a los 16 años, con mi mochila a la espalda, me planté a la salida sur de la carretera panamericana a «hacer dedo» —autostop— y un camión se detuvo.

—¿Para dónde va chiporrito? —preguntó el camionero
—A la Patagonia —respondí.
—Eso queda muy lejos, pero lo acerco unos cien kilómetros, suba.

Aquel día empezó el resto de mi vida. Algunos escritores a los que respeto sostienen que somos lo que hemos leído. Yo agrego que también somos lo que hemos andado, visto, comido, bebido, amado, sufrido, gozado, reído, llorado.

Mi primer día de viaje terminó en un enorme campo de sandías. El camionero que me llevó hasta ahí, un gran tipo, me presentó a otro, y este, a cambio de ayudarle a cargar el camión, me ofreció llevarme otros doscientos kilómetros más al sur. Esa noche dormí entre los temporeros, nómadas del campo que recorrían el país de cosecha en cosecha. Dormí al aire libre bajo un cielo diáfano en el que brillaban millones de estrellas. He dormido bajo las estrellas en los cuatro confines del mundo, pero ninguna noche se iguala a esa primera porque estaba absolutamente borracho de libertad.

Tardé casi una semana en llegar hasta Puerto Montt, a unos 1.100 kilómetros de Santiago. Ahí terminaban las vías del ferrocarril y frente al inmenso golfo de Reloncaví divisé a lo lejos los contornos de las primeras islas del archipiélago de Chiloé. Empezaba la parte marítima de la Patagonia, luego estaban los archipiélagos de Las Guaitecas, Adelaida, más de tres mil islas y cientos de canales que comunicaban con el continente y el Pacífico.

En la Isla Grande de Chiloé, y mientras viajaba hacia Quellón en un camión cargado de bombonas de gas, todo me parecía nuevo: las formas de hablar, de moverse, de vestir, el viento frío y siempre presente. Cada vez que puedo regreso, y siempre me asombro tal como la primera vez, igual que no deja de asombrarme el paso de una formación de delfines o de cachalotes en el canal de Messier, o las violentas sacudidas del ferry cuando entra en el fiordo de Aysen. Entonces alguno comenta en voz alta: «Está movida la mar, pues». Y otro, o yo mismo, respondo: «Así no más es, pues». Y soy tan feliz como el primer día.

Hay recuerdos que valen todo un viaje, que se quedan grabados en la memoria para siempre. ¿Cuáles de esos momentos no cambiarías por nada?
Me complace que los recuerdos sean como un caleidoscopio, que se ordenen o surjan sin aviso, con ese maravilloso orden aleatorio que tiene la memoria, pues definitivamente eso es lo que nos salva. Si la memoria fuese perfecta en su orden y no recreara los recuerdos (la memoria es pura ficción), si no funcionara de esa manera dulcemente anárquica, creo que los suicidas serían la mayoría indiscutible.


CUATRO SABORES RESCATADOS A LA MEMORIA
Si tuvieras que elegir cuatro sabores entre ese caleidoscopio de recuerdos, ¿cuáles serían?

(1) Una taza de leche caliente en el círculo polar ártico.
Me quedo con una bienvenida en una casa de los samens —mal conocidos como lapones— en el Círculo Polar Ártico. Una mañana de primavera salí en una motopulka —una moto con esquíes— a pasear, sin oír a los que me decían que no era una buena idea, pues había aire de tormenta. Y así ocurrió: empezó una ventisca de nieve y a los pocos minutos no veía nada. Perdí la orientación, la brújula giraba enloquecida debido a que la tormenta era, además, magnética y, cuando pensé en regresar, descubrí que se habían borrado mis huellas. No había ni atrás ni adelante, ni arriba ni abajo, todo era blanco, lo que se llama way out; así que decidí seguir en lo que interpreté como una línea recta, a fuerza de mantener fijo el manubrio.

A las dos horas me quedé sin gasolina. Por fortuna escuché unos ruidos extraños, como mugidos de toros con muy mala leche, y busqué de dónde venían. Muy cerca, un rebaño de renos se movía lentamente, y me metí entre ellos para tener su calor. Eran enormes, mugían y hacían entrechocar las cornamentas para mantener la unidad del rebaño. Ellos me llevaron hasta el olor a humo primero, y luego hasta la casa pintada de un rojo irreal en medio del panorama blanco.

«Ojalá entiendan inglés, o alemán, o francés, o italiano, o portugués, que son los idiomas con los que me defiendo», pensaba mientras avanzaba hacia la puerta. Me abrió la puerta una niña vestida como un personaje de Selma Lagerloff, saludó «Höy», respondí lo mismo, y al hacerlo vi que, además de otros dos chicos y un hombre enorme, había también una mujer, bellísima, de ojos indudablemente del sur. Era una antropóloga chilena que me ofreció un tazón de leche caliente, y una amistad para toda la vida.

(2) Yuca de los labios de una muchacha shuar.
En 1978 viví siete meses con los shuar, en la Amazonia, y cuando tras ser primero un inútil al que había que proteger, pasé luego a ser uno más entre los hombres de la selva, el síndico o cacique decidió cederme a su hija mayor porque «no estaba bien que un hombre viviera sin mujer». Era una muchacha de 17 ó 18 años, pequeña como todas las shuar, pero esbelta. Tenía una larga cabellera negra, espesa, con el flequillo que le caía casi encima de los ojos. Varias vueltas de collar eran su única vestimenta, y acudió a mi choza como en un juego. Hizo fuego para mí. Asó unos trozos de yuca y luego de mascar un trozo para quitarle las hebras duras e insípidas, me ofreció la pulpa humedecida con su saliva de mujer sabia y amorosa.

(3) Mate con un hombre muerto.
En mi memoria está viva la cegadora luz andina de Ujina, a casi cinco mil metros de altura, en la frontera de Bolivia y Chile. Ahí, una mañana de frío lacerante, invité a compartir mi desayuno —mate y galletas— a un hombre que, junto a otro montado en un burro, esperaba frente a un casa de barro que ostentaba un rótulo de «Notaría». Aceptó unos mates, masticó unas galletas y, cuando le dije que llamara a su compañero, respondió: «No puede venir, señor, porque mi compadre está muertito». Y así era: ese hombre y su compadre muerto habían viajado dos días para que el notario supiera que eran socios sin embargo de la muerte, y que la mitad de las llamas que pastoreaban en los páramos andinos debía ponerse a nombre de la viuda. El rostro seco de ese hombre, rajado por mil marcas del frío andino, me acompaña siempre como el rostro de la nobleza y la rectitud.

(4) Y ron para tocar el cielo a la salud de Sandino.
En julio de 1979, exactamente el 19 de julio de ese año, al atardecer me encontraba sentado en la escalinata que conduce a la catedral de Managua. Los sandinistas habían derrocado al dictador Anastasio Somoza y yo estaba ahí entre los sobrevivientes de la última Brigada Internacional, la Simón Bolívar, y compartía entre veinte o más una petaquita de ron nica, y unos cigarros atroces que hacían los indios misquitos. Había alegría, mas no euforia, pues todas las guerras cansan y duran más de lo que uno pensaba. La mayoría de los combatientes eran muy jóvenes, celebraban la esperanza y lo que harían de su país en medio de la más limpia y pura utopía; eran ajenos a la guerra fría o a los planes que ya se tejían en Washington. En esos momentos uno sólo piensa en sus muertos y a ratos le resulta injusto haber sobrevivido.

Junto al grupo de brigadistas había un viejo nicaragüense, un hombre mayor, de aspecto fatigado y que fumaba aferrado a su fusil Garand. Me senté junto a él, viendo cómo la plaza se llenaba y cómo del teatro Rubén Darío colgaban un enorme retrato de Sandino con su inconfundible sombrero Stetson. «¿De dónde eres, compa?», preguntó. «Del sur, compa», respondí, y enseguida quise saber qué era lo que sentía en ese momento de victoria. «Tengo 68 años y siento lo que toda la vida he querido sentir: tocar el cielo con las manos, compa».


CONVERSACIONES CON CHATWIN Y KAPUSCINSKI
Conociste a Bruce Chatwin y Ryszard Kapuscinski, dos de los más famosos narradores de viajes del siglo XX ¿Qué podrías decir sobre ellos?
A Bruce Chatwin lo conocí casualmente en Barcelona. Alguien le dijo que yo sabía bastante acerca de Butch Cassidy y Sundance Kid, y así nos encontramos en la terraza del viejo café Zurich, cuando el Zurich era lo que fue y no la mierda de diseño que es hoy día. No fuimos amigos. Le admiraba y le admiro como escritor, pero no comparto la forma o la idea que él tenía del viaje. Creo que era muy inglés, so very british, y en el fondo viajaba para confirmar sus hipótesis; y si por casualidad la realidad no coincidía con sus hipótesis, pues se jodía la realidad. Obviamente que tenía todo el derecho del mundo a escribir sobre y como quisiera, y es así por ejemplo que viajó por la Patagonia y no vio nada.

Sí, eso parece. Tanto los patagones como los aborígenes australianos se quejaron de la falta de veracidad de los libros de Chatwin que los retrataban...
En la Patagonia es un estupendo libro, lo recomiendo, pero está construido sobre anécdotas que otros —y yo mismo— han escuchado mil veces en las pulperías, tomando mate o como testigos de una buena partida de truco. Como Chatwin no hablaba español, se saltó el detalle fundamental que hace muy interesantes a los habitantes del mundo austral, esto es, el ejercicio constante de la más sana   hermenéutica, pues los patagones disfrutan escuchando y entendiendo los argumentos del otro. En cambio, Chatwin prefirió visitar a los galeses, que fueron y son una miserable etnia de racistas avaros en medio de un universo muy generoso y fraterno. No hay fiesta patagona en la que no se narre y se ría con la historia del plesiosaurio, y molesta que para los europeos Chatwin sea el inglés inteligente que descubrió esa historia.

¿Y qué imagen conservas del narrador polaco?
Con Kapuscinski sí tuve una bella aunque breve amistad. Para mí, él es el cronista mayor del siglo XX. Es tan bueno como periodista, tan certero en su percepción del hecho que define el presente, y que será olvidado, ignorado, evitado, tal vez tildado de «romántico» por los nuevos periodistas o comunicadores, o profesionales mediáticos que confunden el presente con la actualidad, y que están convencidos de que Google es una enciclopedia. Kapuscinski tuvo sus pares en periodistas enormes como los alemanes Rudolph Augstein y Erich Kuby —ilustres monstruos a los que no se ha traducido una línea al español—, como el italiano Gianni Mina, maestro de maestros, o el español Ignacio Ramonet, del que también fue muy amigo, y al que un cagatintas de La Voz de Galicia se permitió censurar. Recuerdo nuestra última charla en una trattoria de Turín. Kapuscinski estaba muy preocupado por la situación en Polonia, donde hasta la izquierda confundía la democracia con la libertad de mercado.

Chatwin afirmaba que los hombres somos nómadas por naturaleza, que no hemos nacido para la vida sedentaria. Kapuscinski —más pragmático— entendía el viaje como la experiencia necesaria para ser un buen periodista, pues le hacía conocer otras culturas y entender diferentes puntos de vista. ¿Cuál es tu excusa?
Viajo para reencontrar gentes, situaciones, esperanzas compartidas. Ahora voy a Argelia y sé que hay muchos lugares de interés cultural, hasta turístico, pero me interesa la frontera, y de ahí seguir hasta donde viven los grandes olvidados: los habitantes de la República Árabe Saharahui Democrática, que siempre agradecen si les recordamos que no están solos. En enero de 2008 voy al sur del mundo, a la Patagonia, a colaborar con gentes que tienen un interesante proyecto de vida, de desarrollo armónico, sostenible, y que está en peligro, pues el gobierno chileno ha autorizado unas explotaciones auríferas que significan el fin de una forma de vivir. Hay muchos motivos para viajar y supongo que algunos son respetables. Por mi parte, no lo hago para probarme nada: me conozco muy bien, estoy en paz conmigo —asunto bastante difícil—, y me agrada mirarme al espejo cada mañana y decirme «Hasta ahora has sido un tipo decente, sigue así».

Como Kapuscinski fuiste periodista en África. ¿Cómo recuerdas esa época?
Fui corresponsal en Angola y Mozambique durante los años duros de los 80. Vi mucha mierda, demasiada muerte en vano, mucho racismo transformado en ciencia de la información, de tal manera que mis viajes están desprovistos de áureas autocontemplativas. Como dije, no creo en los viajes iniciáticos, porque cada viaje es el comienzo de un misterio y no siempre empieza con el primer paso.

Cada viaje es nuevo...
Sí. Mira, en 1999 conocí en París a un escritor mongol, Gaisan Tchinang, que escribe en alemán, pues se educó en la desaparecida RDA. Había leído un libro suyo, me gustó, y él conocía otro libro mío traducido al alemán. Hablamos durante horas, en alemán, hasta que, con una cordialidad muy oriental, me preguntó si me molestaría que cambiásemos de idioma y nos pasáramos al español: lo hablaba a la perfección tras cuatro años en Cuba. Gaisan Tchinang me contó que, más que escritor, era agrónomo, y más que agrónomo, caravanero. Su familia era caravanera y hacía la ruta de la seda desde mucho antes que Marco Polo pisara Mongolia. Me invitó, y dos años más tarde me uní a su caravana de trescientos camellos. Durante el viaje, Gaisan Tchinang me explicó que esa ruta milenaria siempre era nueva, porque el viento se encarga de borrar sistemáticamente todas las referencias. Cada viaje que emprendo es así: nuevo, y lo hago pensando en los versos simples y sabios de una tonadilla popular chilena: «Dos puntas tiene el camino y en las dos alguien me aguarda».


TRES PREGUNTAS FÁCILES
¿A qué lugar deseas volver?             
La Patagonia. Me gusta su gente, sus lentos rituales sociales, su espíritu de pioneros (también lo encontré en Labrador, pero los canadienses creen en dios y los patagones creen en ellos mismos), su ceremoniosa manera de ser amigos. Cada uno tiene sus manías y sus placeres. Me resulta incomparable la sensación de bienestar que produce escoger un caballo —un matungo fuerte y peludo—, familiarizarse con él, ensillarlo, descubrir hasta dónde quiere que ajuste la silla de montar, entender si es de brida corta o larga, si necesitas las espuelas o no, y una vez que entre jinete y caballo todo está claro, largarse sin rumbo fijo, galopar bajo el cielo bajo y gris sintiendo el viento en la cara, detenerse al borde de un lago, o mejor de un ventisquero y ahí, al pie del glaciar, beber agua fría y darle de beber al caballo de tus manos. Esa es la mejor metáfora de la libertad. Esa es la libertad.

¿A qué lugar volviste?
Hace un par de años escribí y dirigí una película. La filmamos cerca de Salta, en el norte argentino, y un día del rodaje me encontré con un querido fantasma del pasado: el hotel Estación, frente a la estación de trenes de la ciudad. En 1977 me alojé en ese hotel sin estrellas: había salido de la cárcel en Chile y tenía asilo político en Suecia; sin embargo, en el aeropuerto de Buenos Aires decidí quedarme en Sudamérica. Tras deambular por Uruguay, Brasil y Paraguay, me encontraba en Salta para coger el tren a La Quiaca y de ahí a La Paz, en Bolivia. Mi economía me daba apenas para pagar el hotel y comer una vez al día, pero la patrona del hotel era generosa con las empanadas, el puchero y también con el vino áspero pero reconfortante de Cafayate.

Era una gorda adorable, y una tarde luego de cenar me invitó a matear con ella en la cocina. No hay ritual más hermoso que el del mate. Ahí, de pronto, me miró fijamente y dijo: «¿Sabés lo que te falta, chilenito? Llorar, hijo. Tenés que llorar?». Y lloré, mientras ella me acariciaba la cabeza lloré, lloré por Allende y mis compañeros muertos, lloré por mi compañera que estaba clandestina en Chile y no sabía si viva o muerta, por mi hijo que se quedó solo, lloré por mi carrera de director de teatro truncada, lloré por mis sueños traicionados. Lloré, y cuando salí de Salta me sentía tan fuerte como un toro y juré que alguna vez regresaría a ese hotel, pero no a llorar sino a reír.

25 años más tarde lo hice. El viejo hotel se caía a pedazos, de la estación ya no salían trenes a Bolivia, salvo el turístico Tren a las nubes, la dueña había muerto y las habitaciones se alquilaban a los pobres de los pobres. En el cuarto que yo ocupara, vivía una pareja con dos niños. Pedí permiso para entrar y les conté mi historia concluyendo en que quería hacer una fiesta, con vino, con empanadas, con mucha alegría. Y la hicimos. Invitamos a todos los que vivían, a los actores de mi película, a los técnicos, y esa noche reímos. Cómo reímos esa noche bajo las estrellas fraternas de Salta. Así que, ¿quién soy? Un tipo que se mueve y que viaja también por y con sus recuerdos, y que regresa a las gentes que le han dado tanto sin esperar algo a cambio.

¿A qué lugar no volverías nunca?
No regresaré jamás a la profunda América, a esa región de PPP: palurdos, patriotas y protestantes. Hice el viaje de costa a costa, en coche, en un hermoso Cadillac 72 que compré de tercera o cuarta mano en Chicago y que vendí en San Francisco. Quería conocer el vértigo cinematográfico de la Highway 66, y durante cinco días recorrí lugares miserables, de miseria humana, de ignorancia absoluta, de desconfianza total, de miedo al forastero, miles y miles de poblados-caravanas, chabolas sobre ruedas sin aire, inmovilizados en un atroz presente eterno de estupidez y patriotismo. Miles y miles de sujetos grasientos que no leen otra cosa que la Biblia en versión Walt Disney, pues la original no podrían entenderla, y cuyas chabolas metálicas solamente conocen un adorno: la bandera yanqui. No hay peor viaje que recorrer los Estados Unidos por dentro, que visitar las entrañas de la bestia. Durante aquel viaje, en una gasolinera compré un paquete con 24 banderitas yanquis que usé, de la primera a la última, para limpiarme el culo. Es el único recuerdo grato de ese viaje que no repetiré jamás.

Para acabar, me gustaría que nos recomendases tus libros de viajes favoritos...
No me atrevo a recomendar libros de viajes, pero cito algunos que son parte de esa biblioteca personal. Empiezo con las formidables crónicas de Ibn Batutta, sigo con otros libros de crónicas de Eduardo Blanco Amor, un gallego con una percepción tan ingeniosa como sutil de todo lo que veía. Soy fan de los libros de viajes de Javier Reverte, para mí el mejor del género entre los escritores de lengua española. Hace algunos años el escritor mexicano Gonzalo Celorio publicó El viaje sedentario, uno de los libros de viajes más hermosos que he leído. Y desde luego no puedo olvidar los lacerantes libros de Walter Benjamín, que tienen la visión pesimista del perdedor que sabe por qué pierde.

Cuando viajo siempre me acompañan uno o dos libros de Osvaldo Soriano, tomado al azar del librero o recomprado en cualquier parte. Soriano —el Gordo es mi hermano más querido— es el premio que me doy cuando me siento bien, cuando estoy contento. Si viajo a lugares en que se hablan idiomas que conozco, busco autores de ahí y vaya si he tenido sorpresas agradables. Es imposible entender Mozambique sin haber leído Tierra sonámbula, de Mia Couto, pero en su versión original que reúne dieciocho dialectos. No se puede entender el estado de Acre, en Brasil, sin haber leído Gálvez, emperador do Amazonia, de Marcio Souza. De la misma manera, si uno no ha leído cualquier libro de Henning Mankel no entiende nada de Escania. Curiosamente, para entender la franja de tierra maldita y caliente que es la frontera entre México y Yanquilandia, hay que leer San Isidro fútbol y Demasiado corazón del italiano Pino Cacucci. Y para entender cómo se empieza y se desarrolla un buen viaje real y literario por la Patagonia, la joya bibliográfica se titula Viaje a la Patagonia con final de novela, del argentino Mempo Giardinelli.

Alberto Torres Blandina
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