Marcos Patricio Concha Valencia  "La ruleta de la vida"

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Mis manos temblaron incontrolables, los dedos se aferraron a la taza de café buscando un apoyo imposible. La cuchara repiqueteó amenazando caer al piso alfombrado. Me incliné para depositar la taza en el suelo pero la fina porcelana quedó esparcida.
Escuché el silencio de las conversaciones diferidas, las miradas se atropellaban con curiosidad, divisé ademanes para acudir en mi ayuda, pero yo, ya huía de esa reunión de egresadas que resucitaba fantasmas desaparecidos en el olvido hacía ya treinta años. El colegio para señoritas no fue la mejor elección de mis padres. Un momento atrás había acompañado al baño a María Pía, mi hada madrina de los años adolescentes. Le pedí su cartera para usar sus cosméticos mientras ella ocupaba el baño. Algunos billetes se asomaban, no resistí la tentación y en un segundo los puse bajo mi blusa.
Al volver, María Pía, distraídamente me decía:
— ¿Recuerdas a Fernando Andrés? Aquel que nos seguía como un perrito faldero. Lo encontré esquiando el invierno pasado. Preguntó si todavía trabajabas como secretaria en el Ministerio ése.
En el amplio espejo observé mi cara macilenta que rebelde no aceptaba los cosméticos. Mi figura era un alma en pena comparada con la exuberancia de mi amiga. Le sonreí a través del espejo para distraerla cuando abrió su cartera.
De vuelta en el salón, sólo pude concentrarme en el dinero que sería mi salvación. Nadie se dio cuenta que temblaba mi cuerpo y el sudor comenzaba a inundar mis sienes y el cuello.
Afuera del hotel le ordené al conductor del taxi:
— ¡Rápido, al Casino!
Recostada en el asiento trasero, un poco más tranquila, sonreí recordando el estupor de la Josefa cuando le conté que Roberto tenía su propia empresa, exportando un millón de dólares mensuales, casa en el campo, en la playa y pronto haríamos un año sabático en Oceanía. Ya sabrá que estamos separados hace cinco años y se encuentra sin trabajo.
Cuatro verdes y tres rojos, llevaba la cuenta de los semáforos. Si ganan los verdes la primera apuesta en la ruleta será al negro, pensé. —Dígame un número del uno al treinta y seis, le pedí al chofer.
— Trece —contestó sin imaginación.
Los avisos luminosos de las tiendas ya cerradas, jugaban enviándose mensajes a través de las calles y veredas desiertas. Frente a la sucursal del Banco que había cerrado mi cuenta corriente y establecido una demanda en mi contra, me invadió un estremecimiento involuntario. En algún lugar de la pieza de la pensión había dejado la citación judicial. La fecha no la recordaba o no me importaba. Pronto pagaría todas mis deudas; sólo necesitaba un gran golpe de suerte.
— Buenas noches señora Paulina —me saludó un guardia de seguridad. La música y las luces intermitentes de las tragamonedas calmaron mis nervios como si hubiese bebido un elixir mágico. Era como entrar a un parque de diversiones donde el mundo exterior desaparecía y comenzaba una nueva vida plena de emociones.
Ochenta dólares le había sacado a María Pía. Me detuve frente a una máquina que guiñaba sus luces multicolores ofertando diez a uno. Bajé la palanca y al son de un acorde, las guindas, los sietes, las barras giraron como ruedas de la fortuna para encontrarse en un mismo destino. Dos guindas escupieron cuatro monedas. Un augurio para una noche gloriosa me dije. A mi alrededor hombres y mujeres hacían tres movimientos: apostar, bajar y recoger, como cumpliendo una condena diabólica. Cerca, una mujer saltaba con los brazos levantados al compás de un timbre estridente: la máquina vibraba dejando caer decenas de monedas en la bandeja que apenas podía contenerlas. Recordé, cuando recibí siete mil de una sola vez. Robertito recibió su moto y Marcelita viajó a Buenos Aires.
— ¡Rojo el doce! —anunció el croupier de una mesa cercana a la entrada del amplio salón. Un tumulto se agolpaba en las mesas de ruleta, punto y banca, black jack y veintiuna. Los observadores de pié, en silencio respetaban la emoción de los jugadores, mirando embelesados las cartas que se deslizaban en el tapete verde.
— No va más, —se escuchó la voz cuando ocupé un lugar en la mesa de ruleta.
Antes de comenzar las apuestas pensé que la ruleta era como la vida: negro y rojo representaban la muerte y la vida, el odio y el amor, la pobreza y la riqueza. Impar y par, la injusticia y la justicia. Ganas o pierdes. Eliges un camino y la rueda veleidosa te demuestra que la felicidad y el amor estaban en otra dirección. Un jugador omnipotente juega tu suerte sin tu consentimiento. Una bolita decidió en el momento de tu concepción si serías inteligente, simpática, fuerte, tonta, antipática o débil.
— Cambie en fichas de a cinco —le entregué los setenta dólares al hombre de la banca.
Acaricié las fichas que serían el último intento de reflotar mi vida del pantano en que había caído.
La adrenalina aumentó y tuve vértigos, la presión sopló mis oídos y el pulso se aceleró como siempre me sucedía. Lancé fichas al rojo, mayor, impar y tercera docena.
— No va más, —se anticipó la voz a la caída de la bolita.
— ¡Rojo el veintisiete! —quedó resonando en mis oídos por algunos segundos, hasta que la paleta dejó caer una cantidad de fichas frente a mi puesto.
Dejé en su lugar las apuestas anteriores y puse siete fichas en el veintisiete. Saqué el pañuelo anudado en una de sus esquinas y comencé a aplanarlo como tantas veces lo había hecho. Una camarera cambió el cenicero y me dejó el trago acostumbrado.
— Suerte, —me dijo en un susurro.
Antes de escuchar “rojo el veintisiete” no supe si vi la bolita en el casillero o la imaginé. Las fichas de quinientos y cien dólares se amontonaron junto a mí. La gente comenzó a observarme, algunos sin remilgos me apuntaban con gestos en su cara. Era mi noche. Era la oportunidad de ganar lo que merecía. Dejé pasar varias vueltas, ya tenía para abonarle al prestamista que me había amenazado con enviarme a la cárcel al día siguiente. Recordando al taxista, clavé la mirada sobre el trece en el prado de las esperanzas y los sueños y repetí la martingala anterior dejando, caer una ficha de quinientos en el número. La yema de mi pulgar enrojecía al contacto del nudo cabalístico. La bolita blanca comenzó a golpear inocente los azares de diamante; saltando con cabriolas de alborozo cayó en el casillero.
— ¡Negro el trece!
La gente se agrupó junto a mí como si un gran imán las atrajera; clavaban la vista en mis manos como si fueran varitas mágicas. Calculé unos veinte mil dólares ganados, algunas fichas gruesas y rectangulares eran de mil. Imaginé la cara de rechazo de mi ejecutiva de cuentas, cuando a la mañana siguiente me sentara frente a ella y antes de saludarme me dijera:
— Señora, usted tiene cerrado el crédito y está demandada. No me haga perder el tiempo.
Invitaría a tomar té a todas mis amigas que ya no me hablaban. Les devolvería su cochino dinero que tanto les dolía.
Repetí el trece con fichas de poco valor. No me preocupó cuando anunció “negro el cuatro”. El croupier era un dios dirigiendo la suerte de sus feligreses. De vez en cuando pasaba su mano por la cruz dorada como un plutón opulento. El hombre de la banca manejaba la paleta con destreza para conceder y quitar tesoros.
— Si no el trece, entonces el veintiuno —creí escuchar dentro de mí.
Sin pensarlo dos veces, llené de fichas el número, sus alrededores y cada una de sus posibilidades de ganar. El público repetía cada una de mis apuestas. Al “no va más”, se hizo un silencio. Repicó la bolita, hipnotizando a los empleados y al público.
Con voz quebrada que no pudo reprimir, se escuchó:
— ¡Rojo el veintiuno!
Una ovación de triunfo reprimido inundó la sala. La gente me palmoteaba, levantaba sus pulgares en signo de aprobación, como si yo la estuviese vengando de un dios veleidoso. Agradecida le extendí unas cuantas fichas al empleado de la banca y se escuchó un marcado y sonoro:
— Gracias. Profesionales.
La recuperación de los muebles, la casa, los autos desfilaban alegremente por mi imaginación. Al fin dueña del mundo. Nuevamente considerada por la familia, amistades y compañeros de trabajo.
Decidí no continuar. Dos agentes de seguridad me ayudaron a trasladar las fichas a un elegante salón privado. El público me hacía calle para dejarme pasar. Me sonreían, me sentía importante, querida, inteligente, poderosa, y lo más importante: amada.
Me recibió un cajero amable y sonriente que al cabo de un rato me dijo:
— La felicito señora, son trescientos cincuenta y nueve mil doscientos cuarenta y tres dólares. Estamos autorizados para entregarle un cheque o abrirle una cuenta corriente. Puede retirar parte del dinero o dejar todo en custodia en una caja de fondos a su entera disposición.
— Un cheque a mi nombre por el total, estará bien —respondí emocionada, dándome la importancia que correspondía a la ocasión.
Tomé conciencia del tiempo en un reloj que marcaba un poco más de las tres de la madrugada. Deseé que corriera aceleradamente para reiniciar la vida que había perdido en busca de la felicidad. El cajero, ceremonioso, salió a despedirme dejándome en la sala de juego. El público se había olvidado de mí. Una que otra persona me miraba distraídamente. Ya no me ofrendaban sus sonrisas. Todos me daban la espalda preocupados de sus apuestas.
Junto a la última mesa, antes de salir me detuve para comprobar que tenía mi pañuelo anudado. Allí estaba, lo palpé como agradeciéndole. Cubría dos fichas de a cinco que había guardado al empezar. Las espaldas de los jugadores no impidieron que me hiciera un espacio frente a la mesa. Deposité una moneda en el trece, la paleta la recogió después de escuchar “negro el dos”. Me acomodé y al siguiente pase aposté al veintiuno, la paleta volvió a recogerla. Saqué un billete de a cien y lo cambié en fichas de a veinte. Pronto hice llamar al cajero amable, pidiéndole un crédito por cinco mil, luego por diez mil. Nuevamente llamé la atención del público, pero esta vez me miraban con pena observando como desperdigaba las fichas en el tapete de las ilusiones perdidas. A pesar de mi desesperación me sentía admirada. A las cinco de la mañana el cajero me anunció con la misma sonrisa:
— Lo lamento señora. Se terminó su crédito.
No quedaban fichas en mi lugar. La cartera estaba vacía, sólo permanecía el sucio pañuelo.
La camarera me sirvió un café al ver mi semblante a punto de desmayarme. Mis manos temblaban. Cayó la taza estrepitosamente quebrándose en mil pedazos. Caminé entre tragamonedas como si flotara en una nube negra. Salí a la calle. Un taxi me pestañeó sus luces en vano. Giré hacia la izquierda y apuré el paso por la vereda. Amanecía. Los avisos luminosos se desvanecían. En una bolsa de basura abandonada unas cucarachas entraban y salían. Alguna vez había leído que en la cárcel se apostaba a las carreras de cucarachas.