perfectaБенито Перес Гальдос - Донья Перфекта. Глава 22

Capítulo XXII
¡«Desperta»!

—Respecto a lo de las partidas —dijo doña Perfecta cuando concluyeron de beber—, sólo te
digo que hagas lo que tu conciencia te dicte.
—Yo no entiendo de dictados —repuso el centauro—. Haré lo que sea del gusto de la
señora.
—Pues yo no te aconsejaré nada en asunto tan grave —repuso ella con la
circunspección y comedimiento que tan bien le sentaban—. Eso es muy grave, gravísimo, y
yo no puedo aconsejarte nada.
—Pero el parecer de usted...
—Mi parecer es que abras los ojos y veas, que abras los oídos y oigas... Consulta tu
corazón... yo te concedo que tienes un gran corazón... Consulta a ese juez, a ese consejero
que tanto sabe, y haz lo que él te mande.
Caballuco meditó, pensó todo lo que puede pensar una espada.
—Los de Naharilla Alta —dijo Vejarruco— nos contamos ayer y éramos trece,
propios para cualquier cosita mayor... Pero como temíamos que la señora se enfadara, no
hicimos nada. Es tiempo ya de trasquilar.
—No te preocupes de la trasquila —dijo la señora—. Tiempo hay. No se dejará de
hacer por eso.
—Mis dos muchachos —manifestó Licurgo— riñeron ayer el uno con el otro, porque
uno quería irse con Francisco Acero y el otro no. Yo les dije: «Despacio, hijos míos, que
todo se andará. Esperad, que tan buen pan hacen aquí como en Francia».
—Anoche me dijo Roque Pelomalo —manifestó el tío Pasolargo—, que en cuanto el
señor Ramos dijera tanto así, ya estaban todos con las armas en la mano. ¡Qué lástima que
los dos hermanos Burguillos se hayan ido a labrar las tierras de Lugarnoble!
—Vaya usted a buscarlos —dijo el ama vivamente—. Lucas, proporciónale usted un
caballo al tío Pasolargo.
—Yo, si la señora me lo manda, y el señor Ramos también —dijo Frasquito González—,
iré a Villahorrenda a ver si Robustiano, el guarda de montes, y su hermano Pedro quieren
también...
—Me parece buena idea. Robustiano no se atreve a venir a Orbajosa porque me debe
un piquillo. Puedes decirle que le perdono los seis duros y medio... Esta pobre gente, que
tan generosamente sabe sacrificarse por una buena idea, se contenta con tan poco... ¿No es
verdad, señor don Inocencio?
—Aquí nuestro buen Ramos —repuso el canónigo—, me dice que sus amigos están
descontentos con él por su tibieza; pero que en cuanto le vean determinado se pondrán
todos la canana al cinto.
—Pero qué, ¿estás determinado a echarte a la calle? —dijo la señora—. No te he
aconsejado yo tal cosa, y si lo haces es por tu voluntad. Tampoco el señor don Inocencio te
habrá dicho una palabra en este sentido. Pero cuando tú lo decides así, razones muy
poderosas tendrás... Dime, Cristóbal, ¿quieres cenar?, ¿quieres tomar algo...?, con
franqueza...
—En cuanto a que yo aconseje al señor Ramos que se eche al campo —dijo don
Inocencio mirando por encima de los cristales de sus anteojos—, razón tiene la señora. Yo,
como sacerdote, no puedo aconsejar tal cosa. Sé que algunos lo hacen, y aun toman las
armas; pero esto me parece impropio, muy impropio, y no seré yo quien les imite. Llevo mi
escrupulosidad hasta el extremo de no decir una palabra al señor Ramos sobre la peliaguda
cuestión de su levantamiento en armas. Yo sé que Orbajosa lo desea; sé que le bendecirán
todos los habitantes de esta noble ciudad; sé que vamos a tener aquí hazañas dignas de
pasar a la historia; pero, sin embargo, permítaseme un discreto silencio.
—Está muy bien dicho —añadió doña Perfecta—. No me gusta que los sacerdotes se
mezclen en tales asuntos. Un clérigo ilustrado debe conducirse de este modo. Bien sabemos
que en circunstancias solemnes y graves, por ejemplo, cuando peligran la patria y la fe,
están los sacerdotes en su terreno incitando a los hombres a la lucha y aun figurando en
ella. Pues que Dios mismo ha tomado parte en célebres batallas, bajo la forma aparente de
ángeles o santos, bien pueden sus ministros hacerlo. Durante la guerra contra los infieles,
¿cuántos obispos acaudillaron las tropas castellanas?
—Muchos, y algunos fueron insignes guerreros. Pero estos tiempos no son aquellos,
señora. Verdad es que si vamos a mirar atentamente las cosas, la fe peligra ahora más que
antes... ¿Pues qué representan esos ejércitos que ocupan nuestra ciudad y pueblos
inmediatos?, ¿qué representan? ¿Son otra cosa más que el infame instrumento de que se
valen para sus pérfidas conquistas y el exterminio de las creencias, los ateos y protestantes
de que está infestado Madrid?... Bien lo sabemos todos. En aquel centro de corrupción, de
escándalo, de irreligiosidad y descreimiento, unos cuantos hombres malignos, comprados
por el oro extranjero, se emplean en destruir en nuestra España la semilla de la fe... Pues
¿qué creen ustedes? Nos dejan a nosotros decir misa y a ustedes oírla por un resto de
consideración, por vergüenza... pero el mejor día... Por mi parte, estoy tranquilo. Soy un
hombre que no se apura por ningún interés temporal y mundano. Bien lo sabe la señora
doña Perfecta, bien lo saben todos los que me conocen. Estoy tranquilo y no me asusta el
triunfo de los malvados. Sé muy bien que nos aguardan días terribles; que cuantos
vestimos el hábito sacerdotal tenemos la vida pendiente de un cabello, porque España, no lo
duden ustedes, presenciará escenas como aquellas de la Revolución francesa en que
perecieron miles de sacerdotes piadosísimos en un solo día... Mas no me apuro. Cuando
toquen a degollar presentaré mi cuello: ya he vivido bastante. ¿Para qué sirvo yo? Para
nada, para nada, para nada.
—Comido de perros me vea yo —exclamó Vejarruco mostrando el puño, no menos
duro y fuerte que un martillo—, si no acabamos pronto con toda esa canalla ladrona.
—Dicen que la semana que viene comienza el derribo de la catedral —indicó Frasquito
González.
—Supongo que la derribarán con picos y martillos —dijo el canónigo sonriendo—. Hay
artífices que no tienen esas herramientas, y sin embargo adelantan más edificando. Bien
saben ustedes que, según tradición piadosa, nuestra hermosa capilla del Sagrario fue
derribada por los moros en un mes y reedificada en seguida por los ángeles en una sola
noche... Dejadles, dejadles que destruyan.
—En Madrid, según nos contó la otra noche el cura de Naharilla —dijo Vejarruco—, ya
quedan tan pocas iglesias, que algunos curas dicen misa en medio de la calle, y como les
aporrean y les dicen injurias y también les escupen, muchos no la quieren decir.
—Felizmente aquí, hijos míos —manifestó Don Inocencio—, no hemos tenido aún
escenas de esa naturaleza. ¿Por qué? Porque saben qué clase de gente sois; porque tienen
noticia de vuestra piedad ardiente y de vuestro valor... No le arriendo la ganancia a los
primeros que pongan la mano en nuestros sacerdotes, y en nuestro culto... Por supuesto,
dicho se está que, si no se les ataja a tiempo, harán diabluras. ¡Pobre España, tan santa y
tan humilde y tan buena! ¡Quién había de decir que llegaría a estos apurados extremos!...
Pero yo sostengo que la impiedad no triunfará, no señor. Todavía hay gente valerosa,
todavía hay gente de aquella de antaño, ¿no es verdad, señor Ramos?
—Todavía la hay, sí señor —repuso el centauro.
—Yo tengo una fe ciega en el triunfo de la ley de Dios. Alguno ha de salir en defensa
de ella. Si no son unos, serán otros. La palma de la victoria y con ella la gloria eterna,
alguien se la ha de llevar. Los malvados perecerán, si no hoy, mañana. Aquel que va contra
la ley de Dios caerá, no hay remedio. Sea de esta manera, sea de la otra, ello es que ha de
caer. No le salvan ni sus argucias, ni sus escondites, ni sus artimañas. La mano de Dios está
alzada sobre él y le herirá sin falta. Tengámosle compasión y deseemos su
arrepentimiento... En cuanto a vosotros, hijos míos, no esperéis que os diga una palabra
sobre el paso que seguramente vais a dar. Sé que sois buenos, sé que vuestra
determinación generosa y el noble fin que os guía lavan toda mancha pecaminosa que por
causa del derramamiento de sangre pudierais recibir; sé que Dios os bendice, que vuestra
victoria, lo mismo que vuestra muerte, os sublimarán a los ojos de los hombres y a los de
Dios; sé que se os deben palmas y alabanzas y toda suerte de honores; pero a pesar de
esto, hijos míos queridos, mi labio no os incitará a la pelea. No lo he hecho nunca, ni lo
hago ahora. Obrad con arreglo al ímpetu de vuestro noble corazón. Si él os manda que os
estéis en vuestras casas, estaos en ellas; si él os manda que salgáis, salid en buen hora. Me
resigno a ser mártir y a inclinar mi cuello ante el verdugo, si esa miserable tropa continúa
aquí. Pero si un impulso hidalgo y ardiente y pío de los hijos de Orbajosa, contribuye a la
grande obra de la extirpación de las desventuras patrias, me tendré por el más dichoso de
los hombres, sólo con ser paisano vuestro; y toda mi vida de estudios, de santidad, de
penitencia, de resignación, no me parecerá tan meritoria para aspirar al cielo, como un día
solo de vuestro heroísmo.
—¡No se puede decir más y mejor! —exclamó doña Perfecta arrebatada de
entusiasmo.
Caballuco se había inclinado hacia adelante en su asiento, poniendo los codos sobre
las rodillas. Cuando el canónigo acabó de hablar, tomóle la mano y se la besó con ardiente
fervor.
—Hombre mejor no ha nacido de madre— dijo el tío Licurgo enjugando o haciendo que
enjugaba una lágrima.
—¡Que viva el señor Penitenciario! —gritó Frasquito González poniéndose en pie y
arrojando hacia el techo su gorra.
—Silencio —dijo la señora—. Siéntate Frasquito. Tú eres de los de mucho ruido y
pocas nueces...
—¡Bendito sea Dios, que le dio a usted ese pico de oro! —exclamó Cristóbal inflamado
de admiración—. ¡Qué dos personas tengo delante! Mientras vivan las dos, ¿para qué se
quiere más mundo?... Toda la gente de España debiera ser así... pero ¡cómo ha de ser así si
no hay más que pillería! En Madrid, que es la corte de donde vienen leyes y mandarines,
todo es latrocinio y farsa. ¡Pobre religión, cómo la han puesto!... No se ven más que
pecados... Señora doña Perfecta, señor don Inocencio, por el alma de mi padre, por el alma
de mi abuelo, por la salvación de la mía, juro que deseo morir...
—¡Morir!
—Que me maten esos perros tunantes; y digo que me maten, porque yo no puedo
descuartizarlos a ellos. Soy muy chico.
—Ramos, eres grande —dijo solemnemente la señora.
—¿Grande, grande?... Grandísimo por el corazón; pero ¿tengo yo plazas fuertes, tengo
caballería, tengo artillería?
—Ésa es una cosa, Ramos —dijo doña Perfecta sonriendo—, de que yo me ocuparía
muy poco. ¿No tiene el enemigo lo que a ti te hace falta?
—Sí.
—Pues quítaselo...
—Se lo quitaremos, sí señora. Cuando digo que se lo quitaremos...
—Querido Ramos —exclamó don Inocencio—. Envidiable posición es la de usted...
¡Destacarse, elevarse sobre la vil muchedumbre, ponerse al igual de los mayores héroes del
mundo... poder decir que la mano de Dios guía su mano!... ¡Oh qué grandeza y honor!
Amigo mío, no es lisonja. ¡Qué apostura, qué gentileza, qué gallardía!... No, hombres de tal
temple no pueden morir. El Señor va con ellos, y la bala y hierro enemigos detiénense... no
se atreven... ¿qué se han de atrever viniendo de cañón y de manos de herejes?... Querido
Caballuco, al ver a usted, al ver su bizarría y caballerosidad, vienen a mi memoria, sin
poderlo remediar, los versos de aquel romance de la conquista del imperio de Trapisonda:
Llegó el valiente Roldán
de todas armas armado,
en el fuerte Briador
su poderoso caballo,
y la fuerte Durlindana
muy bien ceñida a su lado,
la lanza como una entena,
el fuerte escudo embrazado...
Por la visera del yelmo
fuego venía lanzando;
retemblando con la lanza
como un junco muy delgado,
y a toda la hueste junta
fieramente amenazando.
—Muy bien —exclamó el tío Licurgo batiendo palmas—. Y digo yo como don Reinaldos:
¡Nadie en don Reinaldos toque
si quiere ser bien librado!
Quien otra cosa quisiere
él será tan bien pagado
que todo el resto del mundo
no se escape de mi mano
sin quedar pedazos hecho
o muy bien escarmentado.
—Ramos, tú querrás cenar; tú querrás tomar algo ¿no es verdad? —dijo la señora.
—Nada, nada —repuso el centauro—, deme, si acaso, un plato de pólvora.
Diciendo esto soltó estrepitosa carcajada, dio varios paseos por la habitación,
observado atentamente por todos, y deteniéndose luego junto al grupo, fijó los ojos en
doña Perfecta y con atronadora voz profirió estas palabras:
—Digo que no hay más que decir. ¡Viva Orbajosa, muera Madrid!
Descargó la mano sobre la mesa, con tal fuerza que retembló el piso de la casa.
—¡Qué poderoso brío! —exclamó don Inocencio.
—Vaya que tienes unos puños...
Todos contemplaban la mesa que se había partido en dos pedazos.
Fijaban luego los ojos en el nunca bastante admirado Reinaldos o Caballuco.
Indudablemente había en su semblante hermoso, en sus ojos verdes animados por extraño
resplandor felino, en su negra cabellera, en su cuerpo hercúleo, cierta expresión y aire de
grandeza, un resabio o más bien recuerdo de las grandes razas que dominaron al mundo.
Pero su aspecto general era el de una degeneración lastimosa, y costaba trabajo encontrar
la filiación noble y heroica en la brutalidad presente. Se parecía a los grandes hombres de
don Cayetano, como se parece el mulo al caballo.