navidad-en-las-montanasLa Navidad en las Montañas - Рождество в горах (Ignacio Manuel Altamirano)

Capítulo IX

 

 

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Hasta entonces pude examinar completamente la persona del cura. Parecía tener como treinta y seis  
años; pero quizás sus enfermedades, sus fatigas y sus penas eran causa de que en su semblante, franco  
y notable por su belleza varonil, se advirtiese un no sé qué de triste, que no alcanzaban a disipar ni  
la dulzura de su sonrisa, ni la tranquilidad de su acento, hecho para conmover y para convencer.

Quizás yo me engaño en esto, y mi preocupación haya sido la que puso para mis ojos, en la frente y en  
la mirada del cura, esa nube de melancolía de que acabo de hablar.

Es que yo no puedo figurarme jamás a un pensador, sin suponerlo desgraciado en el fondo. Para mí el  
talento elevado siempre es presa de dolores íntimos, por más que ellos se oculten en los recónditos  
pliegues de un carácter sereno. La energía moral, por victoriosa que salga de sus luchas con los  
obstáculos de la suerte y con las pasiones de los hombres, siempre queda herida de esa enfermedad  
incurable que se llama la tristeza; enfermedad que no siempre conocemos, porque no nos es dado  
contemplar a veces a los grandes caracteres en sus momentos de soledad, cuando dejan descubierta el  
alma en la sombra del misterio.

El cura era indudablemente uno de esos personajes raros en el mundo, y por eso yo no lo creía feliz.  
Hubiera sido imposible para mí, después de haberlo escuchado, considerarlo como una de esas medianías  
que encuentran motivos de dicha en todas partes.

Continuando mi examen, ví que era robusto, más bien por el ejercicio que por la alimentación. Sus  
miembros eran musculosos, y su cuerpo, en general, conservaba la ligereza de la juventud. Sobre todo,  
lo que llamaba mi atención de una manera particular, era su frente de un profeta, y que aun estaba  
coronada por espesos cabellos de un rubio pálido; era la mirada tranquila y dulce de sus ojos azules,  
que parecían estar contemplando siempre el mundo de lo ideal; era su nariz, ligeramente aguileña, y  
que revelaba una gran firmeza de carácter. Todo este conjunto de facciones acentuadas y de un aspecto  
extraordinario, estaba corregido por una frecuente sonrisa, que apareciendo en unos labios bermejos y  
ligeramente sombreados por la barba, y en unos dientes blanquísimos, daba al semblante de aquel hombre  
un aire profundamente simpático, pero netamente humano.

Su traje era modestísimo, casi pobre, y se limitaba a chaqueta, chaleco y pantalón negros, de paño  
ordinario, sobre todo lo cual vestía, quizás a causa de la estación, un sobretodo de paño más grueso y  
del mismo color.

Cuando acabó de hablar con el alcalde, se levantó, y haciéndome una seña me presentó a aquel honrado  
personaje, a quien no solamente saludé, sino que, en cumplimiento de mis deberes militares, me  
presenté oficialmente, habiéndome excusado él con suma bondad de la fórmula de presentación en la casa  
municipal esa noche, aunque ofrecí poner en sus manos mi pasaporte al día siguiente.

Después, el cura me presentó a un sujeto que había estado hablando con él, juntamente con el alcalde,  
y cuya inteligente fisonomía me había llamado ya la atención.

--El señor,--me dijo el cura,--es el preceptor del pueblo, de quien yo soy ayudante; pero todavía más,  
amigo íntimo, hermano.

--Es mi maestro,--señor capitán,--se apresuró a añadir el preceptor.--Yo le debo lo poco que sé; y le  
debo más, la vida.

--Chist....--replicó el cura;--Vd. es bueno y exagera los oficios de mi amistad. Pero Vd. está  
fatigado, capitán, y preciso será tomar un refrigerio, sea que quiera Vd. dormir, o bien acompañarnos  
en la cena de Navidad. Yo no lo acompañaré a Vd., porque tengo que decir la misa de gallo; ya sabe  
Vd., costumbres viejas, y que no encuentro inconveniente en conservar, puesto que no son dañosas. Aquí  
no hay desórdenes a propósito de la gran fiesta cristiana y de la misa. Nos alegramos como verdaderos  
cristianos.

Guióme entonces el cura a un pequeño comedor, en el que también ardía un agradable fuego, y allí nos  
acompañó al preceptor y a mí mientras que tomábamos una merienda frugal, pues no quise privarme del  
placer de hacer los honores a la tradicional cena de Navidad.

Después, dejándome reposar un rato, salió con el preceptor a preparar en la iglesia todo lo necesario  
para el oficio.

Cuando volvió, me invitó a dar una vuelta por la placita, en que se había reunido alguna gente en  
derredor de los tocadores de arpa, y al amor de las hermosas hogueras de pino que se habían encendido  
de trecho en trecho.

La plazoleta presentaba un aspecto de animación y de alegría que producían una impresión grata. Los  
arpistas tocaban sonatas populares y los mancebos bailaban con las muchachas del pueblo. Las  
vendedoras de buñuelos y de bollos con miel y castañas confitadas, atraían a los compradores con sus  
gritos frecuentes, mientras que los muchachos de la escuela formaban grandes corros para cantar  
villancicos, acompañándose de panderetas y pitos, delante de los pastores de las cercanías y demás  
montañeses que habían acudido al pueblo para pasar la fiesta.

Nos acercamos al más grande de estos corros, y a la luz de la hoguera pude ver rostros y personajes  
verdaderamente dignos de Belén, y que me recordaron el hermoso cuadro del Nacimiento de Jesús, de  
nuestro Cabrera, que decora la sacristía de Tasco. En efecto, esas cabezas rudas, morenas y  
enérgicamente acentuadas, con sus flotantes cabelleras grises y sus largas barbas; esas sonrisas  
bonachonas y esos brazos nervudos apoyándose en el cayado, parecen ser el modelo que sirvió a nuestro  
famoso pintor para su Adoración de los Pastores. Y junto a ellos, y haciendo contraste, las muchachas  
del pueblo con su fisonomía dulce, sus mejillas sonrosadas y su traje pintoresco; y los niños con su  
semblante alegre, sus carrillos hinchados para tocar los pitos, o sus bracitos agitados tocando los  
panderos; todo aquello me pareció un sueño de Navidad.

El cura notó mi curiosidad y me dijo:

--Esos hombres son en efecto pastores de las cercanías, y pastores verdaderos, como los que aparecen  
en los idilios de Teócrito y en las Églogas de Virgilio y de Garcilaso. Hacen una vida enteramente  
bucólica, y no vienen a poblado sino en las grandes fiestas, como la presente. A pocas leguas de aquí  
están apacentándose hoy sus numerosos rebaños, en los terrenos que les arriendan los pueblos cercanos.  
Estos rebaños se llaman _haciendas flotantes_; pertenecen a ricos propietarios de las ciudades, y  
muchas veces a un rico pastor que en persona viene a cuidar su ganado. Estos hombres son dependientes  
de esas haciendas y viven comúnmente en las majadas que establecen en las gargantas de la sierra. Hoy  
han venido en mayor número, porque, como Vd. supondrá, la Nochebuena es su fiesta de familia. Ellos  
traen también sus arpas de una cuerda, sus zampoñas y sus tamboriles, y cantan con buena y robusta voz  
sus villancicos en la iglesia, aquí en la plaza y en la cena que es costumbre que dé el alcalde en su  
casa esta noche: justamente van a cantar; óigalos Vd.

En efecto, los pastores se ponían de acuerdo con los muchachos para cantar sus villancicos, y  
preludiaban en sus instrumentos. Uno de los chicuelos cantaba un verso, y después los pastores y los  
demás muchachos lo repetían acompañados de la zampoña, de la guitarra montañesa y de los panderos.

He aquí los que recuerdo, y que son conocidísimos y se han transmitido de padres a hijos durante cien  
generaciones:

Pastores, venid, venid, Veréis lo que no habéis visto, En el portal de Belén, El nacimiento de Cristo.

Los pastores daban saltos Y bailaban de contento, Al par que los angelitos Tocaban los instrumentos.

Los pastores y zagalas Caminan hacia el portal, Llevando llenos de frutas El cesto y el delantal.

Los pastores de Belén Todos juntos van por leña Para calentar al Niño Que nació la Nochebuena.

La Virgen iba a Belén; Le dió el parto en el camino, Y entre la mula y el buey Nació el Cordero  
divino.

A las doce de una noche, Que más feliz no se vió, Nació en un Ave-María Sin romper el alba, el Sol.

Un pastor, comiendo sopas, En el aire divisó Un ángel que le decía: Ya ha nacido el Redentor.

Todos le llevan al Niño; Yo no tengo que llevarle[8]; Las alas del corazón Que le sirvan de pañales.

Todos le llevan al Niño, Yo también le llevaré Una torta de manteca Y un jarro de blanca miel.

Una pandereta suena, Yo no sé por dónde va, Camina para Belén Hasta llegar al portal.

Al ruido que llevaba, El Santo José salió; No me despertéis al Niño[9], Que ahora poco se durmió.

Pero los siguientes, por su carácter melancólico, me agradaron mucho:

Una gitana se acerca Al pie de la Virgen pura, Hincó la rodilla en tierra Y le dijo la ventura.

Madre del Amor hermoso, Así le dice a María, A Egipto irás con el Niño Y José en tu compañía.

Saldrás a la media noche, Ocultando al Sol divino; Pasaréis muchos trabajos Durante todo el camino.

Os irá bien con mi gente[10], Os tratarán con cariño; Los ídolos, cuando entréis, Caerán al suelo  
rendidos.

Mirando al Niño divino Le decía enternecida: ¡Cuánto tienes que pasar, Lucerito de mi vida!

La cabeza de este Niño, Tan hermosa y agraciada, Luego la hemos de ver Con espinas traspasada.

Las manitas de este Niño, Tan blancas y torneadas, Luego las hemos de ver En una cruz enclavadas.

Los piececitos del Niño Tan chicos y sonrosados, Luego los hemos de ver Con un clavo taladrados.

Andarás de monte en monte Haciendo mil maravillas, En uno sudarás sangre, En otro darás la vida.

La más cruel de tus penas Te la predigo con llanto. Será que en tus redimidos, Señor, hallarás  
ingratos.

No parece sino que el poeta popular y desconocido que compuso este villancico de la gitanilla, quiso,  
a propósito del Niño Jesús, encerrar en una triste predicción la que ante la cuna de todos los niños  
puede hacerse de los sufrimientos que los esperan en la vida.

Y después de versos tan melancólicos, los cantares concluyeron con éste que lo era más aún:

La Nochebuena se viene, La Nochebuena se va, Y nosotros nos iremos Y no volveremos más.

--Todos estos villancicos antiguos son de origen español,--dijo el cura,--y yo advierto que la  
tradición los conserva aquí constantemente como en mi país. Respetables por su antigüedad y por ser  
hijos de la ternura cristiana, tal vez de una madre, poetisa desconocida del pueblo, tal vez de un  
niño, tal vez de infelices ciegos, pero de seguro, de esos trovadores obscuros que se pierden en el  
torbellino de los desgraciados, yo los oigo siempre con cariño, porque me recuerdan mi infancia. Pero  
desearía de buena gana que los substituyeran con otros más filosóficos, más adecuados a nuestras ideas  
religiosas actuales, más propios para inspirar en las masas, en esta noche, sentimientos no de una  
alegría o de una ternura inútiles, sino de una caridad y una esperanza siempre fecundas en la  
conciencia de los pueblos. Pero no hay quien se consagre a esta hermosa poesía popular, tan sencilla  
como bella, y además sería preciso que el pueblo la aceptase gustoso, para que se pudiera generalizar  
y perpetuar.