perfectaБенито Перес Гальдос - Донья Перфекта. Глава 3

Capítulo III
Pepe Rey

Antes de pasar adelante conviene decir quién era Pepe Rey y qué asuntos le llevaban a
Orbajosa.
Cuando el brigadier Rey murió en 1841, sus dos hijos Juan y Perfecta acababan de
casarse, esta con el más rico propietario de Orbajosa, aquel con una joven de la misma
ciudad. Llamábase el esposo de Perfecta don Manuel María José de Polentinos y la mujer de
Juan, María Polentinos, pero a pesar de la igualdad de apellido su parentesco era un poco
lejano y de aquellos que no coge un galgo. Juan Rey era insigne jurisconsulto graduado en
Sevilla, y ejerció la abogacía en esta misma ciudad durante treinta años con tanta gloria
como provecho. En 1845 era ya viudo y tenía un hijo que empezaba a hacer diabluras; solía
tener por entretenimiento el construir con tierra en el patio de la casa viaductos, malecones,
estanques, presas, acequias, soltando después el agua para que entre aquellas frágiles
obras corriese. El padre le dejaba hacer y decía: «tú serás ingeniero».
Perfecta y Juan dejaron de verse desde que uno y otro se casaron, porque ella
se fue a vivir a Madrid con el opulentísimo Polentinos, que tenía tanta hacienda como buena
mano para gastarla. El juego y las mujeres cautivaban de tal modo el corazón de Manuel
María José, que habría dado en tierra con toda su fortuna si más pronto que él para
derrocharla, no estuviera la muerte para llevárselo a él. En una noche de orgía acabaron de
súbito los días de aquel ricacho provinciano, tan vorazmente chupado por las sanguijuelas
de la corte y por el insaciable vampiro del juego. Su única heredera era una niña de pocos
meses. Con la muerte del esposo de Perfecta se acabaron los sustos en la familia; pero
empezó el gran conflicto. La casa de Polentinos estaba arruinada; las fincas en peligro de
ser arrebatadas por los prestamistas, todo en desorden, enormes deudas, lamentable
administración en Orbajosa, descrédito y ruina en Madrid.
Perfecta llamó a su hermano, el cual, acudiendo en auxilio de la pobre viuda, mostró
tanta diligencia y tino, que al poco tiempo la mayor parte de los peligros habían
desaparecido. Principió por obligar a su hermana a residir en Orbajosa, administrando por sí
misma sus vastas tierras, mientras él hacía frente en Madrid al formidable empuje de los
acreedores. Poco a poco fue descargándose la casa del enorme fardo de sus deudas, porque
el bueno de don Juan Rey, que tenía la mejor mano del mundo para tales asuntos, lidió con
la curia, hizo contratos con los principales acreedores, estableció plazos para el pago,
resultando de este hábil trabajo que el riquísimo patrimonio de Polentinos saliese a flote, y
pudiera seguir dando por luengos años esplendor y gloria a la ilustre familia.
La gratitud de Perfecta era tan viva, que al escribir a su hermano desde Orbajosa,
donde resolvió residir hasta que creciera su hija, le decía entre otras ternezas: «Has sido
más que hermano para mí, y para mi hija más que su propio padre. ¿Cómo te pagaremos
ella y yo tan grandes beneficios? ¡Ay!, querido hermano mío, desde que mi hija sepa
discurrir y pronunciar un nombre, yo le enseñaré a bendecir el tuyo. Mi agradecimiento
durará toda mi vida. Tu hermana indigna siente no encontrar ocasión de mostrarte lo mucho
que te ama y de recompensarte de un modo apropiado a la grandeza de tu alma y a la
inmensa bondad de tu corazón».
Cuando esto se escribía, Rosarito tenía dos años. Pepe Rey, encerrado en un colegio
de Sevilla, hacía rayas en un papel, ocupándose en probar que la suma de los ángulos
interiores de un polígono vale tantas veces dos rectos como lados tiene menos dos. Estas
enfadosas perogrulladas le traían muy atareado. Pasaron años y más años. El muchacho
crecía y no cesaba de hacer rayas. Por último, hizo una que se llama De Tarragona a
Montblanch. Su primer juguete formal fue el puente de 120 metros sobre el río Francolí.
Durante mucho tiempo doña Perfecta siguió viviendo en Orbajosa. Como su hermano
no salió de Sevilla, pasaron no pocos años sin que uno y otro se vieran. Una carta
trimestral, tan puntualmente escrita como puntualmente contestada, ponía en comunicación
aquellos dos corazones, cuya ternura ni el tiempo ni la distancia podían enfriar. En 1870
cuando don Juan Rey, satisfecho de haber desempeñado bien su misión en la sociedad, se
retiró a vivir en su hermosa casa de Puerto Real, Pepe, que ya había trabajado algunos años
en las obras de varias poderosas compañías constructoras, emprendió un viaje de estudio a
Alemania e Inglaterra. La fortuna de su padre (tan grande como puede serlo en España la
que sólo tiene por origen un honrado bufete), le permitía librarse en breves periodos del
yugo del trabajo material. Hombre de elevadas ideas y de inmenso amor a la ciencia,
hallaba su más puro goce en la observación y estudio de los prodigios con que el genio del
siglo sabe cooperar a la cultura y bienestar físico y perfeccionamiento moral del hombre.
Al regresar del viaje, su padre le anunció la revelación de un importante proyecto, y
como Pepe creyera que se trataba de un puente, dársena o cuando menos saneamiento de
marismas, sacóle de tal error don Juan manifestándole su pensamiento en estos términos:
—Estamos en marzo y la carta trimestral de Perfecta no podía faltar. Querido hijo,
léela, y si estás conforme con lo que en ella manifiesta esa santa y ejemplar mujer, mi
querida hermana, me darás la mayor felicidad que en mi vejez puedo desear. Si no te
gustase el proyecto, deséchalo sin reparo, aunque tu negativa me entristezca; que en él no
hay ni sombra de imposición por parte mía. Sería indigno de mí y de ti que esto se realizase
por coacción de un padre terco. Eres libre de aceptar o no, y si hay en tu voluntad la más
ligera resistencia, originada en ley del corazón o en otra causa, no quiero que te violentes
por mí.
Pepe dejó la carta sobre la mesa, después de pasar la vista por ella, y tranquilamente
dijo:
—Mi tía quiere que me case con Rosario.
—Ella contesta aceptando con gozo mi idea —dijo el padre muy conmovido—. Porque
la idea fue mía... sí, hace tiempo, hace tiempo que la concebí... pero no había querido
decirte nada, antes de conocer el pensamiento de mi hermana. Como ves Perfecta acoge
con júbilo mi plan; dice que también había pensado en lo mismo; pero que no se atrevía a
manifestármelo, por ser tú... ¿no ves lo que dice? «por ser tú un joven de singularísimo
mérito, y su hija una joven aldeana, educada sin brillantez ni mundanales atractivos...». Así
mismo lo dice... ¡Pobre hermana mía! ¡Qué buena es!... Veo que no te enfadas, veo que no
te parece absurdo este proyecto mío, algo parecido a la previsión oficiosa de los padres de
antaño que casaban a sus hijos sin consultárselo y las más veces haciendo uniones
disparatadas y prematuras... Dios quiera que esta sea o prometa ser de las más felices. Es
verdad que no conoces a mi sobrina; pero tú y yo tenemos noticias de su virtud, de su
discreción, de su modestia y noble sencillez. Para que nada le falte hasta es bonita... Mi
opinión —añadió festivamente— es que te pongas en camino y pises el suelo de esa
recóndita ciudad episcopal, de esa Urbs augusta, y allí, en presencia de mi hermana y de su
graciosa Rosarito, resuelvas si esta ha de ser algo más que mi sobrina.
Pepe volvió a tomar la carta y la leyó cuidadosamente. Su semblante no expresaba
alegría ni pesadumbre. Parecía estar examinando un proyecto de empalme de dos vías
férreas.
—Por cierto —decía don Juan— que en esa remota Orbajosa, donde, entre paréntesis,
tienes fincas que puedes examinar ahora, se pasa la vida con la tranquilidad y dulzura de
los idilios. ¡Qué patriarcales costumbres! ¡Qué nobleza en aquella sencillez! ¡Qué rústica paz
virgiliana! Si en vez de ser matemático fueras latinista, repetirías al entrar allí el ergo tua
rura manebunt . ¡Qué admirable lugar para dedicarse a la contemplación de nuestra propia
alma y prepararse a las buenas obras! Allí todo es bondad, honradez; allí no se conocen la
mentira y la farsa como en nuestras grandes ciudades; allí renacen las santas inclinaciones
que el bullicio de la moderna vida ahoga; allí despierta la dormida fe, y se siente vivo
impulso indefinible dentro del pecho, al modo de pueril impaciencia que en el fondo de
nuestra alma grita: «quiero vivir».
Pocos días después de esta conferencia, Pepe salió de Puerto Real. Había rehusado
meses antes una comisión del Gobierno para examinar, bajo el punto de vista minero, la
cuenca del río Nahara en el valle de Orbajosa; pero los proyectos a que dio lugar la
conferencia referida, le hicieron decir: «Conviene aprovechar el tiempo. Sabe Dios lo que
durará ese noviazgo y el aburrimiento que traerá consigo». Dirigióse a Madrid, solicitó la
comisión de explorar la cuenca del Nahara, se la dieron sin dificultad, a pesar de no
pertenecer oficialmente al cuerpo de minas, púsose luego en marcha, y después de
trasbordar un par de veces, el tren mixto número 65 le llevó, como se ha visto, a los
amorosos brazos del tío Licurgo.
Frisaba la edad de este excelente joven en los treinta y cuatro años. Era de
complexión fuerte y un tanto hercúlea, con rara perfección formado, y tan arrogante, que si
llevara uniforme militar ofrecería el más guerrero aspecto y talle que puede imaginarse.
Rubios el cabello y la barba, no tenía en su rostro la flemática imperturbabilidad de los
sajones, sino por el contrario, una viveza tal que sus ojos parecían negros sin serlo. Su
persona bien podía pasar por un hermoso y acabado símbolo, y si fuera estatua, el escultor
habría grabado en el pedestal estas palabras: inteligencia, fuerza. Si no en caracteres
visibles, llevábalas él expresadas vagamente en la luz de su mirar, en el poderoso atractivo
que era don propio de su persona, y en las simpatías a que su trato cariñosamente
convidaba.
No era de los más habladores: sólo los entendimientos de ideas inseguras y de
movedizo criterio propenden a la verbosidad. El profundo sentido moral de aquel insigne
joven le hacía muy sobrio de palabras en las disputas que constantemente traban sobre
diversos asuntos los hombres del día; pero en la conversación urbana sabía mostrar una
elocuencia picante y discreta, emanada siempre del buen sentido y de la apreciación
mesurada y justa de las cosas del mundo. No admitía falsedades y mistificaciones, ni esos
retruécanos del pensamiento con que se divierten algunas inteligencias impregnadas del
gongorismo; y para volver por los fueros de la realidad, Pepe Rey solía emplear a veces, no
siempre con comedimiento, las armas de la burla. Esto casi era un defecto a los ojos de
gran número de personas que le estimaban, porque aparecía un poco irrespetuoso en
presencia de multitud de hechos comunes en el mundo y admitidos por todos. Fuerza es
decirlo, aunque se amengüe su prestigio: Rey no conocía la dulce tolerancia del
condescendiente siglo que ha inventado singulares velos de lenguaje y de hechos para
cubrir lo que a los vulgares ojos pudiera ser desagradable.
Así, y no de otra manera, por más que digan calumniadoras lenguas, era el hombre a
quien el tío Licurgo introdujo en Orbajosa en la hora y punto en que la campana de la
catedral tocaba a misa mayor. Luego que uno y otro, atisbando por encima de los bardales,
vieron a la niña y al Penitenciario y la veloz corrida de aquella hacia la casa, picaron sus
caballerías para entrar en la calle Real, donde gran número de vagos se detenían para mirar
al viajero, como extraño huésped intruso de la patriarcal ciudad. Torciendo luego a la
derecha, en dirección a la catedral, cuya corpulenta fábrica dominaba todo el pueblo,
tomaron la calle del Condestable, en la cual, por ser estrecha y empedrada, retumbaban con
estridente sonsonete las herraduras, alarmando al vecindario que por ventanas y balcones
se mostraba, para satisfacer su curiosidad. Abríanse con singular chasquido las celosías, y
caras diversas, casi todas de hembra, asomaban arriba y abajo. Cuando Pepe Rey llegó al
arquitectónico umbral de la casa de Polentinos, ya se habían hecho multitud de comentarios
diversos sobre su figura.