Глава 12. Два сюрприза

Antes de las siete de la mañana, cantó Federico, el gallo colorado que tiene mi
Abuelo desde hace años.
–¡Algún día le voy a cortar el pico a ese gallo (обрежу ему клюв)! – me quejé tapándome la
cabeza con la almohada.
En el pueblo siempre madrugábamos, porque papá decía que era bonito ver
salir el sol entre los árboles. Más bonito era dormir hasta las doce, protestamos
hace un tiempo mis hermanos y yo, pero nadie nos escuchó.
Mis padres y mi abuelo se levantaron antes de que cantara Federico (чем когда поет), y
prepararon el desayuno.
Después de desayunar, nos dijeron que había que ir hasta el granero. Y hacia
allá fuimos.
Abuelo iba silbando con las manos en los bolsillos. Ya no estaba enfadado.
Yo iba adelante, mostrándole al abuelo todo lo que sabía hacer con mi silla:
aceleraba, giraba, frenaba de golpe (резко) y daba marcha atrás (задним ходом). Abuelo aplaudía
orgulloso cada una de mis ocurrencias (мысль). A veces me decía “¡Bravo! ¡Así se
hace!”
–Verás cuando te enseñe lo que hago con la pelota, abuelo.
–Claro que sí, campeón.
La puerta del granero estaba entreabierta (полуоткрыта). Abuelo la empujó. Entramos.
Una vez dentro abrí la boca y la cerré sin poder decir ni una palabra.
Delante de mí había unos caballos; y detrás de los caballos, una carreta como
la de los colonos de las películas (телега, как у сельских жителей в фильмах). Esas películas viejas que le gustan a mi
abuelo y que yo miro con él para que no se sienta solo.
–A que mola (прикольно), Pedro – me dijo.
–¡Mira qué moderno estás Papá! Ahora dices “Mola” y todo – se rió mi madre.
–¡Mola mogollón, abuelo! – le respondí sin dejar de mirar aquella enorme
carreta con ruedas de madera.
–¿Entonces qué, familia? ¿Vamos a dar un paseo hasta encontrar el sol, o
nos quedamos aquí cazando moscas (ворон считая)? – propuso el abuelo con un guiño.
–¡Vamos, vamos! – respondimos.
Abuelo me sentó adelante, a su lado. Me tapó con una manta las piernas. ¡Qué
guay! Era como estar dentro de una peli. Seguro que hasta aparecerían los
indios Pieles Rojas.
La carreta era nueva, pero parecía muy vieja, porque no estaba pintada. Olía a
madera, igual que mi abuelo, que de joven fue carpintero.
Mis padres, mi hermano y Fran, fueron apretujándose (сжавшись) en la parte de atrás.
Cada vez que uno de ellos se movía, la carreta se quejaba como el suelo de
mi dormitorio que también es de madera.
Daba un poco de miedo estar sentado tan lejos del suelo. Desde esa altura (с этой высоты), caí
en la cuenta (я вдруг понял) de que las carretas tienen dos ruedas, no cuatro como los
automóviles. Me imaginé qué pasaría si, como en las películas, de repente se
salía una rueda con el caballo a todo galope (во весь ход).
Lo vi claro; la rueda se sale, la carreta se inclina hacia un costado y vuelca (переворачивается)
sobre nosotros. Pero los caballos, en lugar de frenar, se asustan y se
desbocan arrastrando la carreta (лошади понесли, волоча за собой телегу). Como todos llevamos puesto el cinturón de
seguridad, seguimos atrapados en la carreta y llega un momento en que los
caballos se detienen pero nosotros ya estamos hechos puré. A lo mejor no era
tan buena idea salir a pasear en carreta…
–¿Te sientes bien, Pedro? – preguntó mi abuelo -. ¡Vaya cara de susto que
tienes!
Le conté lo que se me había ocurrido.
–Tranquilo, hijo, las carretas no tienen cinturón de seguridad – aseguró.
Era la pura verdad, así que me quedé tranquilo.
–¡Arre! – dijo tomando las riendas.
Los caballos comenzaron a correr y la carreta a dar tumbos.
Salimos del granero hacia el río tomando un camino de tierra.
Descubrí que ser colono era muy arriesgado: si había un bache (рытвина) en el camino, la
carreta saltaba; si una rueda pasaba por encima de una piedra, la carreta se
inclinaba peligrosamente hacia un lado sobre una rueda.
Traté de concentrarme en los caballos.
–Abuelo, ¿de dónde sacaste los caballos?
–Me los prestó el vecino. No los necesitará hasta mañana. ¿Estás contento,
hijo?
–¡Sí, abuelo, más que contento (более чем доволен)! – mentí un poco. Lo que estaba era
asustado.
Me dediqué a observar la carreta por dentro. Era lo más bonito que había visto
en mi vida. Tenía almohadones de lana (подушки из шерсти) y mantas hechas con retazos de telas
de colores (из разноцветных лоскутов ткани). También tenía alfombras de cuero (из кожи). ¡Una pasada! (Круто)
Fue un viaje corto que nos dejó a todos con el estómago revuelto (После этого короткого путешествия у всех акрутило живот). Mamá dijo
que de haberlo sabido no habría desayunado rosquillas (пончиками).
Llegamos junto al río justo en el momento en que subía el sol. Nos quedamos
en silencio.
Yo ya conocía ese río y también sabía que estaba rodeado de árboles. Lo que
nunca había visto era el color que le queda al agua (цвет, которым окрашивается вода) cuando amanece.
–¡Es como si el agua fuera de oro! – dije haciéndome el poeta. Después
señalé las hojas de los árboles por donde se colaba la luz - ¡Miren! ¡Hadas (феи)!
–Vamos a darle un aplauso al sol, por ser tan guapo y puntual como
siempre – pidió abuelo.
Todos aplaudimos.
–Tu abuelo está un poco loco, ¿no? – me preguntó al oído Fran, que nunca
entiende nada.
–No está loco. Es que mi abuelo es un poeta. – le respondí, porque era lo que
decían las vecinas del barrio cuando hablaban de mi abuelo en el mercado.
–Mejor no le cuento esto a mi madre – dijo Fran - , o no me dejará venir
nunca más. Pensará que sois una familia de chalados.
–Vale – respondí, seguro de que Fran nunca entendería todo este rollo de la
poesía.
–Abuelo... – murmuré más tarde.
–Mmmm...
–Me debes una respuesta.
–Es verdad. ¿Qué tienes que preguntar, Pedro? – dijo.
–¿De qué hablabas anoche con la Tía Gertrudis?
–¿Otra vez con lo mismo? – se quejó - De acuerdo, os lo diré a todos. Pero
que nunca salga de esta carreta el secreto que os voy a contar.
Respondimos que jamás saldría de allí su secreto, aunque por supuesto, Leo y
yo tendríamos que contárselo a Juan.
–Prestad atención.
Mamá, Papá, Leo, Fran y yo, hicimos silencio.
–Todos sabéis que Gertrudis y yo apenas nos hablamos. Ella dice que es
porque soy un inmaduro y yo estoy seguro de que es porque ella es y
siempre ha sido una cotilla. Desde que éramos vecinos en el pueblo,
siempre estábamos peleando y así seguimos hasta ahora – comenzó
diciendo mi abuelo. Y mientras hablaba me hizo un guiño. Entendí que no
debía comentar a nadie lo que me había contado sobre su hermano
Ernesto, el misionero; el beso a la tía Gertrudis y todo lo demás.
Bueno, pues...cuando decidí hacer esta carreta – continuó abuelo -, me di
cuenta de que sabía cortar, clavar y pulir la madera, pero que para que
quedase bonita, necesitaría ponerle almohadones y mantas. La carpintería
se me da bastante bien, porque como todos sabéis he sido carpintero toda
la vida, pero no así el ganchillo. Así que tenía que hallar a alguien que tejiera
para mí. Me puse a pensar a quién podría encomendar esa tarea y descubrí
que sólo conozco una persona capaz de hacer maravillas con una aguja y
lana: Gertrudis. Muy a mi pesar, le escribí una carta contándole mi idea.
Le dije que me hacía ilusión que Pedro y todos vosotros pudierais ver la
salida del sol desde donde solíamos verla ella y yo, cuando éramos jóvenes.
Gertrudis me respondió diciendo que lo haría con la condición de que
ninguno de vosotros supiera jamás que fue ella la que tejió sin descanso
durante muchos meses.
–¿Y por qué tiene que ser un secreto?
–Porque no quiere que os enteréis de lo buena gente que es. Prefiere que
sigáis pensando que es una bruja. Es muy terca. Siempre lo fue. Y ahora,
con los años, está peor. No sé por qué se empeña en estar siempre tan
sola... no me canso de decirle que busque...
–Abuelo...
–¿Sí?
–Hace mucho tiempo que estabas preparándome esta sorpresa.
–Sí, Pedro. Mucho. Casi desde que saliste de aquella fiebre maldita...
Se me hizo un nudo en la garganta. Me vinieron unas ganas enormes de saltar
del asiento y abrazar a mi abuelo. Pero él me ganó, me dio un abrazo de esos
que no te dejan ni respirar.
–Te quiero, abuelo – le dije.
–Y yo a ti, hijo. Aunque seas un cotilla – respondió con un guiño.
Por el rabillo del ojo vi que mamá y papá estaban emocionados. Leo se secaba
los mocos con la camisa y Fran nos miraba con cara de “están todos locos”.
Pasamos la mañana junto al río, descubriendo insectos e inventándonos
juegos.
Papá y mamá se fueron a pescar un poco más arriba, tomados de la mano.
Comimos bocadillos y bebimos té caliente.
Hacía mucho frío. Teníamos la nariz y las orejas coloradas.
Abuelo se quiso hacer el Piel Roja e intentó encender fuego con dos piedras,
pero no llegó a sacarles ni una chispa; al final dijo que pensándolo bien una
fogata en un bosque era peligrosa porque podía provocar un incendio. Tiró las
piedras y trajo las mantas.
Creo que como nunca vivió en el Lejano Oeste, ni tampoco fue indio, no sabía
cómo encender fuego sin un mechero y por eso se inventó lo de los incendios.
De regreso al pueblo, me senté en la parte de atrás de la carreta, junto a Leo.
Papá ocupó mi lugar.
–A mí me parece que lo que nos contó el abuelo sobre la tía Gertrudis, no es
verdad – comentó mi hermano.
–A mí me parece que sí - respondí.
–Verás cuando se lo contemos a Juan. ¡Va a flipar!
–Quizá la tía Gertrudis no es tan bruja como parece... – comenté.
–No... pero sigue siendo una pesada que se mete donde no la llaman –
afirmó Leo.
–Tienes razón. Será mejor que no se nos olvide - murmuré.
El resto del día nos lo pasamos jugando a encestar.
Como yo me puse un poco pesado con eso de mostrarle al abuelo mis
canastas, improvisamos una cancha de baloncesto en el fondo de la casa.
Hicimos dos equipos Fran y yo contra el abuelo y papá.
Salimos empatados.
Abuelo comentó que estaba sorprendido de lo mucho que había mejorado mi
tiro. También me dijo que ya era hora de que fuera pensando en desvelar mi
secreto; que si esperaba a hacerlo todo “perfecto”, nunca jugaría en otro lugar
que no fuera el patio de casa.
Le prometí que lo pensaría.