Глава 11. Никто не говорит правду

Dejé de seguir a mi hermano Juan, y me concentré con todas mis ganas en
mis entrenamientos. Al fin y al cabo, yo no quería tener una novia sino ser
campeón paralímpico.
Cada noche soñaba con el momento de mi primera carrera. Soñaba con las
tribunas llenas de gente, una pista larga, en un país lejano. Y a mi abuelo en la
meta con los brazos abiertos gritando “¡Lo has conseguido, Pedro! ¡Bravo!”
Me gusta soñar que soy un ganador.
Me esforcé por seguir una rutina y le pedí permiso a papá para ir todos los días
al club.
Mi entrenadora decía que debía ir consiguiendo pequeños logros. Y así lo hice,
cada vez dominaba más mi silla y corría súper veloz.
Los sábados jugaba al baloncesto en el jardín de casa con Leo y Juan.
Me estaba volviendo un experto. De cada diez tiros acertaba (я попадал) ocho o nueve.
Podría haber encestado los diez, pero siempre me ponía ansioso cuando
estaba por ganar, entonces no apuntaba bien, me temblaban los brazos y,
¡pelota afuera!
Algunos sábados Juan y Leo invitaban a sus amigos, entonces aparecía
Daniela, con la minifalda vaquera y los calcetines de pescaditos. Es muy
guapa. Demasiado para el idiota de mi hermano, que vive haciendo el ganso (валяя дурака)
para hacerse ver (чтобы она его увидела).
¡Un día, hasta encendió un cigarrillo y luego casi se murió de la tos! Menos mal
que ella no estaba. Se había ido temprano porque tenía cosas que hacer.
Yo invitaba a Fran, que es mi mejor amigo del barrio y también del cole. A mis
otros compañeros de clase no podía porque seguía entrenando en secreto.
Nos lo pasábamos de miedo. Fran y yo éramos un equipo perfecto.
Abuelo se había ido al pueblo, pero estaba por volver (вот-вот должен был вернуться), al menos eso nos había
dicho cuando llamó cuatro días atrás. Estaba deseando verlo para mostrarle
cuánto había avanzado en mi juego. Saqué la cuenta, y faltaban dos días para
que llegara (оставалось два дня до его приезда). Vendría el sábado, así que me vería en acción (он меня увидит в действии).
La mañana del sábado me levanté temprano, había sol pero no hacía calor (было солнечно, но не жарко).
A las once de la mañana el abuelo aún no llegaba. A las once y media sonó el
teléfono. Era él, para avisar que no podía volver a la ciudad pero que nos
invitaba a todos al pueblo.
–¿Podemos ir a pasar la noche, mamá?
–Pues... para eso deberíamos salir dentro de un par de horas. Comer unos
bocadillos por el camino y... por mí no hay problema, siempre y cuando tu
padre esté de acuerdo. – respondió mi madre desde el ordenador.
–Papá...
–Ya escuché, ya escuché... recogeré mis cosas de pesca y nos iremos
después del mediodía. No me apetece comer bocadillos. Vivo comiendo
bocadillos.
–De acuerdo, llamaré al pueblo y avisaré que llegamos a eso de las ocho –
dijo mamá y se puso manos a la obra.
Leo y yo nos fuimos pitando (бросились наутек) al dormitorio a preparar nuestros bolsos.
Mamá invitó a Fran a venir con nosotros.
Su madre dijo que qué suerte así ella iría al cine con sus amigas.
Después de hablar con el abuelo, mamá sacó la comida de emergencia del
congelador, la metió al microondas y pidió a Juan que pusiera la mesa.
Al rato estábamos almorzando.
Leo y yo hacíamos planes entre bocado y bocado (в промежутках между откусываниями). Juan no decía nada. Mamá
le preguntó si no le gustaba la comida. Respondió que sí.
–Entonces ¿Qué es lo que te tiene tan preocupado?
–La tarea. Tengo mucha tarea para el lunes y si voy al pueblo... pues...
Papá le sugirió que se llevara la tarea para hacerla allí y listo.
–Es que la tarea que tiene que hacer Juan, no puede hacerla en el pueblo –
comentó Leo - ¿Verdad que no, Juan?
–¡Cállate, idiota!
–Juan, no hables así a tu hermano – advirtió mamá.
–Eso, Juanito. Que no me hables así.
–¡Cierra el pico! – lo amenazó Juan en voz tan baja que apenas si se
escuchó.
–¡Ay! – gritó mamá, llevándose la mano a la pierna – ¡Leo!
–Lo siento mamá - se disculpó mi hermano-, fue sin querer.
Leo tenía la costumbre de pegar patadas en las espinillas a Juan por debajo de
la mesa. Esa vez calculó mal y le dio a mi madre.
–Pues la próxima vez, cuida de que no se me escape a mí una mano,
jovencito.
–Sí, mamá.
Juan sonrió y Leo le sacó la lengua.
–Juan, hijo, por qué no quieres venir al pueblo – preguntó papá.
–Porque tiene novia –– informó Leo.
–¡Mentiroso!
–¡Es verdad! –gritó Leo, y comenzó a darse besos en la mano poniendo los
ojos en blanco.
Juan estaba colorado y le tiró con un trozo de pan. Mamá se puso furiosa con
Juan porque con el pan no se juega. Papá le dio a Leo un servilletazo en la
cabeza y le dijo que ya estaba bien de tonterías. Y le hizo un guiño a Juan
tratando de que nadie lo viera.
Yo parecía el hombre invisible porque con tanto follón ninguno se interesaba en
mí. Me dediqué a comer y a pensar.
Desde que se había enamorado, Juan estaba cada vez más callado y
quisquilloso. Se encerraba en el baño y tardaba horas en prepararse para salir.
Pasaba casi todo el día pegado al teléfono. Antes se sentaba conmigo a
conversar. Ahora apenas si me hablaba; como si yo no existiera.
Había días en que casi ni se daba cuenta de que me tenía a su lado.
A mí no me importa mucho que Juan ya ni se acuerde de que existo, pero
resulta que no soy el hombre invisible, así que ya estaba bien de que pasara de
mí.
Lo miré un momento y vi que estaba a punto de llorar de rabia. La discusión con
Leo seguía.
Esperé a que me mirara y le saqué la lengua.
–Tienes la lengua verde, marciano – me dijo desde el otro lado de la mesa.
–Y tú ojos de cerdo muerto – respondí.
Juan puso los ojos en blanco y todos reímos. ¡Uf, menos mal! Juan había vuelto
a la normalidad.
Después de la comida, Leo tuvo que arreglar la mesa, barrer y dejar la cocina
en orden, así la próxima vez se lo iba a pensar mejor antes de abrir la boca, dijo
mi padre.
Mamá se fue a terminar de organizar los bolsos.
Papá le pidió a Juan que le ayudara a cargar las cosas para la pesca en el
coche.
–Voy con vosotros – dije.
–Mejor quédate. Tu amigo Fran estará por llegar – dijo mi padre.
Me di cuenta de que quería estar a solas con mi hermano.
Esperé a que entraran en el garaje y me puse junto a la ventana a escuchar.
–Oye, Juan – escuché decir a papá– el día que tengas novia, me gustaría
saberlo, ¿sabes? No es que sea un cotilla... Es que me gustaría contarte
algunas cosas... en fin, cosas útiles...
–No tengo ninguna novia, papá.
–Pero si la tuvieras...
–Si la tuviera te lo diría.
–Ya, bueno. Lleva estas cañas al coche... y esta caja también. Yo me
encargo del resto.
Al salir del garaje Juan me descubrió.
–¿Qué pasa, Pedro? ¿Se te perdió algo?
–¿Por qué le mentiste a papá?
–No le mentí, Pedro. No tengo novia.
–Pero yo te vi cuando le diste un beso el día del parque... un beso con
lengua... los que se dan los novios.
–No fue con lengua...
–Entonces sí la besaste...
–Y a ti qué te importa, enano.
–¡No me digas enano!
–No te metas en mis asuntos.
–¿Estás enamorado?
–¡Que me dejes en paz! – me gritó Juan.
–¿Te vas a casar con ella?
Juan me miró con el ceño fruncido y apretó los puños.
–¡Pedro...!
Me fui de allí lo más rápido que pude. Cuando estaba lo suficientemente lejos
como para no correr peligro le grité:
–Mentiroso, el beso fue con lengua – y me largué antes de escuchar la
respuesta.
Al final Juan consiguió permiso para quedarse en casa de un amigo ese fin de
semana. Mamá no estaba muy contenta, pero Papá no vio ningún
inconveniente.
Dejamos a mi hermano en casa de su amigo, y seguimos el viaje hacia el
pueblo.
Llegamos a las ocho y cuarto. Aún era de día aunque no se veía a nadie en la
calle.
En la sierra hace mucho frío.
Abuelo estaba en la puerta, esperándonos.
–¡Abuelo!
–¡Bienvenidos! – gritó y se acercó hasta el coche para ayudar.
En un plis plás bajó mi silla y me ayudó a sentarme. No hacía falta porque
puedo solo, pero me gusta cuando el abuelo me levanta en brazos como
cuando era pequeño.
–¡Papá, otra vez con esa pipa en la boca! – se quejó mi madre.
–Me gusta tenerte aquí, Lucía. Ya extrañaba tus regaños hija. Venga, todos
para adentro que hace mucho frío. ¿Cómo estás, Fran?
–Bien, abuelo.
–Me alegro. Pasa...
Dentro estaba calentito.
Abuelo había encendido la chimenea y preparado chocolate para esperarnos.
Noté que algunas cosas estaban diferentes dentro de la casa. Donde antes
había escalones, ahora había rampas; el baño era más amplio y la cocina
también.
–Gracias, abu – le dije dándole un abrazo.
–Es un regalo de todo el pueblo, hijo. Los vecinos y yo hemos hecho lo
necesario para que lo pases bien.
–¿Era ésta la sorpresa?
–Mmm... casi; aún falta algo.
–¿Qué es?
–Mañana lo sabrás. ¡Venga, a por el chocolate y los churros! Hay que comer
hasta que se nos salgan por las orejas.
Comimos, conversamos y bebimos chocolate hasta no poder más.
Decidimos acostarnos sin cenar.
Media hora más tarde, todos dormían, menos yo, que no tenía frío, ni hambre,
ni miedo, ni calor, ni nada, pero que no podía dormir. A veces me pasa. Cierro
los ojos para dormir, pero no me viene el sueño. Trato de contar ovejitas, pero
me distraigo y tengo que empezar una y otra vez. Entonces comienzo a
escuchar ruidos raros y me asusto.
Decidí ir a la cocina a por un vaso de agua. Intentaría hacerlo sin meter ruido.
Entraba la luz de la luna por la ventana, así que fue sencillo coger la silla que
estaba cerca y sentarme casi sin hacer ruido.
Salí del dormitorio sin despertar a Fran ni a Leo. Aunque a esos dos no los
despierta ni un tren.
Pasé delante de la puerta de mis padres como una sombra, y ya frente a la del
Abuelo, lo escuché hablar. Me acerqué con mucho cuidado y pegué la oreja,
como hago siempre.
–...no pude, tenía cosas importantes que hacer.
–...
–Te he pedido disculpas muchas veces, si te esperaba no terminaba a
tiempo...
–...
–Sí, sí, llegó todo...
–...
–Esta tarde.
–...
–No estoy de acuerdo, creo que ellos deben saberlo...
–...
–De acuerdo, de acuerdo. ¡Pero no me grites, mujer!
–...
–Te lo prometo. Me parece una tontería pero si es tu deseo...
–...
–Está bien. Ya te contaré. Hasta pronto, Gertrudis.
–...
–Lo mismo para ti.
Me quedé de piedra. Mi abuelo estaba hablando por teléfono con mi Tía
Gertrudis. Pero ¿de qué?
Abuelo había abierto la puerta y estaba de pie, mirándome.
–¿Se te ha perdido alguna cosa, hijo?
¡Qué susto! Estaba tan distraído que su voz me hizo dar un brinco.
–No... nada... yo...
–¿Sí?
–Que... que no tenía sueño y me vino sed...
–Ya. Pero ésta no es la puerta de la cocina.
–Es que...
–Es que me oíste hablar y te quedaste escuchando. ¡Muy mal, Pedro! ¡Muy
mal! Sabes que debes controlar esa manía tuya de ir espiando a los demás.
No me gusta nada lo que haces, Pedro.
Bajé la cabeza porque no podía mirarlo a los ojos. Tenía vergüenza.
–Te traeré el agua. ¡Quédate aquí! – me dijo enojado.
–Abuelo, puedo...
–Ahora no, Pedro. No voy a responder ninguna de tus preguntas.
Fue hasta la cocina.
Comenzó a dolerme el estómago. Él nunca me hablaba así, ni se enojaba
conmigo, ni me dejaba sin repuestas. Muy enfadado debía estar para dejarme
solo en el pasillo, de noche y a oscuras...
Regresó con un vaso de agua, esperó a que me lo bebiera y me llevó de
regreso a mi dormitorio sin dirigirme la palabra. Me acostó, y se sentó junto a mi
cama.
–Descansa, hijo. Mañana, responderé a tus preguntas – dijo. Me acarició la
cabeza y se fue.
Yo me quedé mirando el techo. Tenía un nudo en la garganta. Giré la cabeza y
vi mi silla muy quieta junto a la ventana, intenté imaginarme corriendo en un
estadio como hacía siempre, intenté imaginarme llegando a la meta, recibiendo
el abrazo de mi abuelo, pero no pude.
Me dormí cansado de no poder soñar.