"Плик и Плок" в переводе Ортс-Рамоса

EL GITANO
I El barbero de Santa María
II La corrida de toros
III El gitano
IV Las dos tartanas
V La blasfemia
VI La monja
VII El levante
VIII La «Urna de San José»
IX El relato
X El prodigio
XI Amor
XII La capilla ardiente
XIII El garrote
XIV Maestro Plok


EL GITANO
Cara de ángel y corazón de demonio.
Lope de Vega.


CAPÍTULO I
EL BARBERO DE SANTA MARÍA
Un barbero di qualidad.
—Por el ojo de San Procopio, le juro, compadre, que el gitano piensa

desembarcar en Matagorda. Mi digna tía Isabel, volviendo de la isla de

León, ha visto todos los guardacostas dispuestos y me ha dicho que habían

apostado dos centinelas en el faro para vigilar las evoluciones de la

embarcación de ese condenado que se ve a lo lejos.
—¡Por la silla de Santiago, compadre! el pescador Pablo, que ha llegado

de Conil, me ha repetido de nuevo que la tartana de rojas velas está

fondeada a medio tiro de cañón de la costa, y que todos los carabineros

están alerta...
—Han abusado de su credulidad, señor don José.
—Le han engañado, señor rapabarbas—respondió José saliendo con aire

burlón.
Esta calificación de señor rapabarbas hizo estremecer violentamente a

Flores, porque si él rejuvenecía al público, era por no desmentir la

significación ¡ay! demasiado positiva de la bacía de cobre reluciente que

se balanceaba en un rincón obscuro de la puerta; pero también, en el

sitio más visible, aparecía un inmenso cuadro representando una mano

armada de lanceta que abría delicadamente las venas de un brazo colosal.

De modo que el observador comprendía fácilmente que el barbero ponía su

amor propio y su gloria en ejercer ciertas prácticas quirúrgicas, y que

era casi a su pesar si descendía a la innoble navaja, cuyos provechos

parecían, no obstante, bastante honrosos.
El maestro Flores gozaba además de una consideración merecida; su

barbería, como lo son generalmente las barberías de España, era el lugar

de reunión de todos los chismosos, y particularmente de todos los marinos

retirados que habitaban en Santa María; y si las noticias que se recogían

en aquella fuente no estaban revestidas de un carácter bien auténtico, no

se puede negar que por lo menos estaban fabricadas a conciencia;

detalles, palabras históricas, retratos, circunstancias, nada faltaba.

Devoto, de un espíritu flexible y conciliador, el barbero exhalaba

beatitud por todos sus poros; siempre iba cuidadosamente vestido de

negro; sus cabellos grises y lisos se reunían detrás de sus orejas, y dos

anchos surcos rojos, reemplazando a las cejas, se dibujaban encima de dos

ojitos pardos, de una movilidad extraordinaria; pero lo que más llamaba

en él la atención eran sus manos, cuya piel blanca y fresca y las uñas

rosadas hubieran hecho honor a un canónigo de Toledo.
Ya hemos dicho que Flores se estremeció violentamente ante el

impertinente apóstrofe de José, y este movimiento súbito y colérico hizo

desgraciadamente desviar aquella mano ordinariamente tan firme y tan

segura; el acero rozó ligeramente el cuello de uno de sus parroquianos,

que se arrellanaba con complacencia en el gran sillón de nogal donde iban

sucesivamente a sentarse todos los marinos de la isla de León y de Santa

María.
—¡Que el diablo le lleve!—dijo el paciente dando un brinco sobre su

asiento—. La plaza de verdugo está vacante en Córdoba, ¡por Cristo! usted

puede obtenerla, porque tiene excelentes disposiciones para abrir la

garganta a los cristianos.
Y enjugó con la punta de su corbata la sangre que salía de su herida.
—Tranquilícese—respondió Flores con importancia, consolado, casi contento

de su torpeza ante la idea de que podría poner en práctica sus gloriosos

conocimientos de cirugía—; tranquilícese, mi querido hijo, porque sólo ha

sido atacada la epidermis; no están interesados más que los vasos

capilares, y un emplasto de diaquilón, o de ungüento remediará mi

inadvertencia; y a decir verdad, esa pequeña evacuación sanguínea le será

muy saludable, porque usted me parece un individuo muy propenso a la

plétora; de modo, hijo mío, que en lugar de blasfemar, debería usted...
—Darle las gracias, ¿no es eso, maestro? Lo tendré presente, y a la

primera cuchillada que tenga la desgracia de dar, le diré al alcalde:

Señor, mi enemigo es un individuo propenso a la plétora y esto no es más

que una evacuación sanguínea. Tenga en cuenta, señor, que lo he hecho por

su bien.
Aquí, los numerosos parroquianos que llenaban la tienda de Flores se

echaron a reír tan fuertemente, que el barbero se puso rojo de cólera.
—¡Hijo de Satanás!—murmuró mientras aplicaba su benéfico bálsamo sobre la

herida sangrienta.
—¡Me maldice usted, padrecito!—dijo el marino—; vaya, no se incomode; se

lo perdono todo, incluso la sangría, gracias a la buena noticia que usted

acaba de darnos... ¡Ah! ¡conque la tartana de ese maldito ha fondeado

cerca de Conil! ¡Por mi madre, daría con gusto los ocho años de soldada

que Fernando me debe por ver a ese condenado gitano con grilletes en los

pies y en las manos y arrodillado en la capilla ardiente! ¡Cuántas veces,

al querer darle caza con la escampavía he renegado de mi patrón por las

bordadas que nos hacía correr ese favorito del infierno! ¡porque siempre

se embarca cuando peor tiempo hace! Y mientras que nuestra embarcación

rodaba cubierta por el oleaje, la suya parecía saltar y deslizarse por

las olas... ¡Virgen del Carmen! apostaría este par de alpargatas nuevas a

que si el gitano tocase con el dedo la pila del agua bendita, ésta se

estremecería y herviría como si hubiesen metido un hierro candente.
—Puede ser—dijo Flores—; pero es lo cierto que mi noticia es positiva.
—Que el cielo le oiga—dijo uno—, y yo prometo a San Francisco hacer

dormir a mis criados sobre la piedra y no darles más que garbanzos

cocidos con agua por espacio de nueve días.
—Que lo prendan, y yo prometo a la Virgen una hermosa mantilla y un

anillo.
—Yo prometo a la Virgen del Pilar ir de aquí a Jerez con los pies

desnudos, un cirio de tres libras entre los dientes y las manos atadas a

la espalda, cuando vea a ese renegado en un calabozo esperando su

suplicio—dijo un tercero.
—Y yo—exclamó un tratante en ganado—, me comprometo a dar dos de mis

mejores cabritos a los santos padres de San Juan, si me prometen que el

descreído será descuartizado y le echan plomo derretido en los ojos;

porque ¡por San Pedro! yo no quiero la muerte del pecador, pero ha de

haber una justicia. Si ese primo de Satanás se contentase con hacer el

contrabando, aunque esté condenado, se le podrían comprar sus mercancías

exorcizándolas; pero el maldito saquea las casas de campo de la costa,

roba nuestras hijas y comete profanaciones en nuestras capillas. Aun no

hace mucho se ha encontrado la imagen de San Ildefonso con una gorra de

marinero en la cabeza y una larga pipa en la boca. ¡Por los siete Dolores

de la Virgen! ¡semejantes abominaciones no anuncian nada bueno!
—¡Y pensar—dijo el marino—que el señor gobernador de Cádiz no puede

disponer de una buena fragata para poner término a tales horrores y que

no tenemos para defendernos más que algunos guardacostas que huyen así

que divisan el bauprés de la tartana maldita! Armemos algunos faluchos

por cuenta nuestra, compadre, y ¡por Santiago! ya veremos si Satán le

protege y si está al abrigo del plomo.
—Una cosa bien singular—dijo en voz baja el tratante en ganados—, es que

Pedrillo, mi cabrero, me ha asegurado haber visto un bote de la

embarcación del gitano abordar a lo largo de las rocas donde está

construido el convento de San Juan, y que...
—¿Y qué?—dijeron todos a la vez.
—Y que el condenado había entrado en el santo lugar.
—¡Jesús! ¡Virgen santa! ¡qué horror!—dijo la multitud persignándose.
—Pues eso no es nada aún: el condenado se ha atrevido a subir a la torre

del reloj, y mi cabrero lo ha visto perfectamente fumando su cigarro

maldito, y poco después... ¡le ha oído acompañarse una canción blasfema

con su guitarra maldita!
—Pero, los dignos padres, ¿cómo han sufrido semejante

abominación?—preguntó Flores con aire contrito.
—¡Ahí verá usted!—y el interlocutor entornó los ojos sonriendo

maliciosamente.
A pesar de todo el peligro que había en hablar de cosas del clero, se iba

quizás a discutir gravemente sobre este asunto, cuando una voz aguda y

estridente dijo en tono burlón:
—¡A menos que el condenado del gitano no sea el mismo Satanás!
Todos los ojos se volvieron hacia un rincón obscuro de la barbería,

porque era allí donde se encontraba el desconocido que había pronunciado

tan singulares palabras. Cuando vio todas las miradas de la asamblea

fijas en él, se levantó, dejó caer su obscura capa, atravesó el largo

salón del establecimiento y fue a sentarse gravemente en el gran sillón,

que entonces esperaba un paciente.
Su talla resultaba airosa, aunque inferior a la media, y su rico traje

andaluz le dejaba ver en toda su elegancia. Se desató el pañuelo rojo que

rodeaba su cabeza, escapándose un bosque de cabellos que casi cubrieron

su cara; sus grandes ojos brillaban con un dulce brillo.
—Vamos, maestro—dijo a Flores, al mismo tiempo que se pasaba el índice

extendido por el mentón, imitando el movimiento de la navaja—; y por mis

pecados—añadió—, no me trate usted como al amigo de los botones de

áncora. Sobre todo, nada de evacuación sanguínea.
El amigo de los botones de áncora iba a responder, cuando un rumor, al

principio lejano y en seguida más próximo, lo impidió; se distinguía una

voz de hombre tímida y suplicante, y una voz de mujer agria y regañona.
—¡Grandísimo embustero, te voy a confundir!—dijo ella al entrar, con las

ropas en desorden y arrastrando a un jovencito de unos quince años.
—¡Mi tía Isabel!—dijo Flores con la navaja levantada.
—¡Y el pescador Pablo!—exclamaron los otros.
—Señora—decía el niño—, le juro por el alma de mi padre que yo he visto

hace dos horas la tartana de las velas rojas fondeada cerca de Conil.
La señora Isabel hizo un gesto que hubiera tenido toda su significación y

toda su eficacia, sin el marino que se interpuso prudentemente entre los

dos campeones.
—¡Aun ese maldito gitano!—dijo el joven del traje andaluz—. Señores, he

aquí una buena ocasión de probar lo que os decía hace un momento, es

decir, que ese condenado es Satanás en persona.
Y se levantó gravemente.
—Vamos, señora, estoy dispuesto a aclarar la cuestión, porque yo he visto

el buque de las velas rojas aun no hace dos horas.
—Lo mismo que yo—respondieron a la vez Isabel y Pablo.
—Un momento—dijo el desconocido—, ¿jura usted por el santo nombre de Dios

y por el mártir de la cruz decir la verdad?
—Lo juramos.
—Hable usted, pues, señora.
—Pues bien, tan verdad como Santa Isabel, mi patrona, tiene su trono en

Córdoba (aquí se persignó), es que yo he visto, aun no hace dos horas, el

buque, y que Dios me quite la vida si yo miento.
—Habla tú—dijo al pescador.
—Que San Pablo me haga perecer la primera vez que salga al mar, si no es

verdad que hace dos horas he visto la tartana del condenado fondeada a un

tiro de fusil de Conil; y es tan verdad, señores, que he encontrado cerca

de Vejer un destacamento de aduaneros que se dirigían apresuradamente a

la costa, guiados por Blasillo, el hijo de Blas, que había ido a

prevenirle; yo no quiero contradecir a la señora Isabel, ¡pero que Dios

me aplaste si miento!
Había en las dos versiones tan diferentes[7] un tal acento de verdad y de

convicción, que los espectadores se miraban con extrañeza. El mismo

forastero sonreía con un aire de incredulidad. En cuanto a Flores, no se

daba cuenta de que, desde que el nuevo cliente se hallaba sentado en el

sillón, no había cesado de pasar el dorso de la navaja por el mentón de

aquel improvisado Salomón.
—¡Hola! maestro—dijo el joven—, si continúa usted de ese modo, no tengo

que temer, ciertamente, ninguna evacuación sanguínea; y además, es

preciso que esté usted furiosamente preocupado para no haber visto en

seguida que no se trataba de afeitarme sino de arreglarme el pelo.
—En efecto—dijo el barbero confundido—, en efecto; tiene usted la barba

tan lisa como una manzana; una mujer no la tendría más suave.
—¡Una mujer!—repitieron Pablo y la señora Isabel.
En el mismo instante, un niño pequeño se aproximó a la puerta y avanzó su

linda cabeza rubia, después la retiró, la volvió a avanzar como si

hubiese buscado a alguien, vio al desconocido y en dos saltos se plantó

en sus rodillas.
Apenas le hubo hablado al oído, se levantó bruscamente, tomó su capa y

arrojó un escudo a Flores, diciendo con aire singular:
—Forzosamente, señores, ese gitano tiene que ser Satanás en persona,

puesto que está en tres lugares a la vez; porque yo os juro ¡por

Cristo!—añadió persignándose—, que bordea desde hace dos horas a la vista

de Sanlúcar.
Terminadas estas palabras, saltó ágilmente sobre su caballo, que

relinchaba a la puerta, puso al niño a la grupa, y desapareció

prontamente en un espeso torbellino de polvo que el galope de su caballo

hizo levantar en medio de la calle.
Los parroquianos de Flores que se habían precipitado a la puerta para

seguir con la vista a aquel personaje, hicieron, al volver a entrar en la

tienda, las conjeturas más raras sobre la triplicidad verdaderamente

fenomenal del contrabandista gitano, conjeturas que abandonaron sin

agotarlas, como hubieran hecho en otra ocasión, para hablar de la corrida

de toros que debía celebrarse al día siguiente.

II
LA CORRIDA DE TOROS
Madrid, cuando tus toros brincan,
Hay manos blancas que aplauden
Y mantillas que se agitan.
A. de Musset.
¡España! ¡España! ¡cuán puro y brillante es tu cielo! Santa María está

bañada en oleadas de luz; los mil balcones de sus blancas casas

centellean y arden, y los naranjos perfumados de la Alameda parecen

cubiertos de hojas de oro. A lo lejos, Cádiz, envuelta en un vapor cálido

y rojizo, que allá, sobre la arena resplandeciente de la playa, las olas

azules y transparentes iban a deshacer como un largo listón de diamantes

en espuma centelleante hecha de agua y de sol; después, en el puerto,

centenares de faluchos, de balandros, cuyas flámulas se despliegan

levantadas por una ligera brisa que circula silbando por entre las

cuerdas. El fresco olor de las algas marinas, el canto de los marineros

que despliegan las amplias velas grises aun húmedas por el relente de la

noche, el toque de las campanas de las iglesias, el relincho de los

caballos que saltan lanzándose hacia las verdes praderas que se extienden

detrás de la ciudad... todo, en fin, es música, perfume y luz.
Y el apresuramiento causado por el anuncio de una corrida de toros que

debía celebrarse el mismo día en Santa María, aumentaba aún el tumulto.

Casi toda la población de las ciudades y aldeas vecinas llena los

caminos. Allá, las calesas rojas, cubiertas de ricos dorados, vuelan

arrastradas por un caballo rápido, cuya cabeza está cargada de plumas

abigarradas y de cascabeles que resuenan a lo lejos; aquí, el pavimento

tiembla y gime bajo el peso de ocho mulas cuyos arneses resplandecen de

cifras y de escudos de armas de plata, y que arrastran un coche pesado y

macizo, rodeado de lacayos con las magníficas libreas de un grande de

España y precedido de picadores de trajes deslumbrantes.
Más lejos, el portante ágil y jacarandoso del campesino andaluz. ¡Por

todos los santos de Aragón! ¡qué hermoso está con su amante a la grupa y

su airoso traje obscuro bordado en seda negra y encarnada! ¡Y esos

millares de botoncitos de oro que serpentean a lo largo del muslo y van a

detenerse por encima de sus polainas de piel de camello! ¡Con qué vigor

su pie se apoya en el amplio estribo morisco! Pero no se puede ver su

cara, porque está casi oculta entre los pliegues de la mantilla de su

andaluza.
¡Por Santiago! ¡Vaya la linda pareja! ¡cómo le aprieta ella con sus dos

brazos, y con qué gracia las mangas verdes de su jubón se destacan sobre

el color sombrío de la chaqueta de su amante! ¡Qué fuego en esas pupilas

que centellean bajo unas espesas cejas negras! ¡vive Dios! ¡qué miradas!

¡qué talle tan flexible!... ¡que la Virgen bendiga esa complaciente

basquiña con largas franjas de raso, que deja ver una pantorrilla fina y

redonda y un pie de niña!... ¡Tres veces bendita sea, porque ha dejado

ver un momento la liga azul, y su media de seda y el pequeño puñal de

Toscana que una verdadera andaluza no abandona jamás!
¡Adelante! El brioso caballo galopa: sus crines negras trenzadas con

cintas encarnadas flotan sobre su cuello nervioso, y la espuma blanquea

su bocado y sus brillantes copas! ¡Adelante, muchacho! ¡que tu espuela se

hunda en el flanco de tu montura, porque tu morena de las largas

pestañas, trémula y asustada, te estrechará violentamente contra su

corazón y tú sentirás sus latidos! ¡y sus cabellos acariciarán tu frente

y su respiración abrasará tus mejillas!
¡Por Santiago, adelante, joven pareja, y desapareced ante las miradas

envidiosas entre esa nube de polvo dorado!
Pero ya estamos a las puertas de Santa María. Todo son apreturas y

gritos; gritos de dolor y de alegría confundidos; hombres, mujeres,

viejos, niños, están allí inmóviles, esperando con angustia el momento de

la corrida. Por fin, las barreras se abren, el pueblo se precipita y las

inmensas galerías que rodean la arena se llenan de espectadores jadeantes

de deseo y de impaciencia.
—¡Plaza! ¡plaza al alcalde, a la Junta y al señor gobernador!
Delante de ellos marchan los milicianos de la ciudad con sus largas

carabinas; después los guardias, que tocan sus clarines, y llevan los

pendones rojos y amarillos en los que se ven bordados los leones de

Castilla y la corona real.
¡Plaza! ¡plaza a la monja! porque es la primera y la última fiesta a la

que la pobre joven asistirá. Hoy, aun pertenece al mundo, mañana ya

pertenecerá a Dios; por eso hoy está deslumbrante de pedrería, su ropa

brilla bajo las lentejuelas de plata, y cinco hileras de perlas rodean su

cuello de alabastro; también hay perlas sobre sus brazos blancos y

mórbidos, perlas y flores sobre sus bellos cabellos negros que sombrean

su pálida frente. ¡Ved, qué cosa más conmovedora! ¡con qué amor y respeto

mira a la superiora del convento de Santa María! Ni una mirada para ese

espectáculo brillante y ruidoso, ni una sonrisa para ese murmullo de

admiración que la sigue, para los homenajes que la rinde la más alta

nobleza de Sevilla y de Córdoba. Nada puede distraerla de sus santos

pensamientos. Huérfana, rica, se entrega a Dios, y en su representación a

la superiora de Santa María. Ese corazón puro e ingenuo, teme al mundo

sin conocerle, porque han querido hacerle ganar el cielo sin combatir.

Mañana, según la costumbre, esa espesa cabellera caerá bajo las tijeras;

mañana, el paño y el sayal reemplazarán a esos brillantes tejidos; mañana

quedará sometida a un juramento inquebrantable; pero hoy, la costumbre

quiere que asista a las vanidades y a las alegrías engañadoras de un

mundo que ella no conoce, como para darle un eterno y último adiós.
¡Plaza, pues! plaza a la monja que entra en su palco toda adornada y

cubierta de tela blanca sembrada de flores.
¡Bravo! los clarines suenan, es la señal, y las puertas del toril se

abren; ¡un toro se precipita a la arena! Es un bravo toro salvaje nacido

en las selvas de Sanlúcar; es pardo de color; solamente una estrecha faja

blanca serpentea por su lomo. Sus cuernos son cortos, pero fuertes y

afilados; no hay acero que se le pueda comparar. Su cuello musculoso

soporta sin esfuerzo una cabeza enorme, y sus patas secas y nervudas no

flaquean bajo el peso de su pecho y de su grupa que son de una amplitud

extraordinaria.
En cuanto a sus flancos, son huesudos, redondeados, y retiemblan bajo los

golpes reiterados de su larga cola, que, al herirlos, zumba como un

látigo.
Cuando entró, hubo una formidable explosión de admiración, y los gritos

de ¡bravo, toro! resonaron por todas partes. El animal se detuvo en seco,

suspendió un momento los movimientos de su cola, y miró con extrañeza a

su alrededor... Después, a pasos lentos, dio la vuelta a la barrera que

separaba la arena de los espectadores, buscó una salida, y no

encontrándola, volvió al centro del ruedo, y allí comenzó a afilar sus

cuernos y a levantar con ellos torbellinos de arena.
En aquel momento se presentó un chulillo.
¡Que la Virgen te proteja, hijo mío! ¡y haga el Cielo que tu hermoso

traje de raso azul bordado de plata no se tiña de rojo, como la banderola

que haces flamear ante los ojos de ese compadre que muge y se irrita!
¡Bravo, chulillo, tu patrona vela por ti! porque apenas si has tenido

tiempo de saltar la barrera para escapar del toro, cuyos ojos comienzan a

brillar como carbones ardientes.
Pero, paciencia, se ve venir al picador con su larga pica y montado sobre

un valiente alazán; un ancho sombrero gris lleno de cintas cubre su

cabeza, y lleva polainas y perneras para preservarse de los primeros

ataques.
¡Bravo, toro! ¡toma carrera con la cabeza baja y te precipitas sobre el

picador!... Pero él te detiene en seco, hundiéndote su excelente hoja en

el lomo. Tu sangre salta, tu muges y tu furor redobla. ¡Como hay Dios!

¡será una hermosa corrida!
¡Por Santiago! ¡qué brincos! ¡qué mugidos! ¡bravo, toro! el picador rueda

derribado; su valiente caballo tiene el flanco abierto; sus entrañas

salen entre torrentes de sangre. Da algunos pasos... cae... y muere...

¡Bien, compadre de los cuernos agudos, bien! por eso oyes resonar los

pataleos y los gritos de una alegría frenética. Yo le digo aún: ¡como hay

Dios! ¡será una hermosa corrida!
¡Pero, silencio! aquí están las banderillas de fuego, ¡oh! ¡oh!...

retrocedes hacia la barrera escarbando la tierra y lanzando aullidos

terribles. ¿Qué será, pues, hijo mío, cuando ese bravo chulillo ¡que la

Virgen proteja! te hunda en el pecho esas largas flechas adornadas de

flores y cubiertas de cohetes y petardos que se encienden como por

encantamiento? ¡Toma! ¿no lo decía yo?... ¡Por el alma de mi padre!...

¡el chulillo está destripado! ¡Jesús! ¡magnífica cornada! La culpa es

suya; no se ha apartado a tiempo. ¡Bravo, toro! ¡qué noble y magnífico

estás saltando en medio de esas llamas que estallan y se cruzan! Tu

sangre se mezcla al fuego; tu piel se estremece y cruje bajo los cohetes

que serpentean y forman guirnaldas cayendo en lluvia de oro; tu rabia ha

llegado al límite, y los espectadores han huido de la primera barrera,

temiendo que la franquees, ¡y no obstante, tiene seis varas de alta!
¡Condenación! ¡el matador no llega! y sin embargo es la hora. ¿Podría

estar más a punto? Jamás; porque jamás la furia de ese compadre alcanzará

un grado más elevado, y yo apostaría mi buena escopeta contra un fusil

inglés a que él perecerá. ¡Santa Virgen! ¡cómo tarda! haced que llegue

pronto.
Pero, ya está aquí, es él... es Pepe Ortiz.
¡Viva Pepe! ¡viva Ortiz!
¡Ah!... saluda al señor gobernador, a la junta y a la monja... Se ha

quitado el sombrero y ahora se pone su redecilla roja. ¡Bueno! Después

apoya contra el suelo su ancha espada de dos filos... ¡Jesús! ¡Cuánto oro

en su traje color de naranja! ¡estoy deslumbrado! ¡oro por todas

partes!... oro hasta en sus medias y en sus zapatos... En fin, ya está en

la arena...
—Mata al toro por mí, amor mío—le grita una andaluza de tez morena y de

dientes de esmalte—. ¡Por Cristo! ¡no sonrías así a tu amante!... ¡Huye,

José, huye, que el toro se te echa encima!...
Pero él lo espera a pie firme, con la espada entre los dientes; le agarra

uno de los cuernos y salta ágilmente por encima de él. ¡Bravo, mi digno

matador, bravo! recoge la flor de almendro que tu amada te ha echado

mientras juntaba las manos para aplaudirte.
¡Pero he aquí que el toro se revuelve! ¡Virgen del Carmen! ¡mala señal!

Se detiene, ya no muge; sus piernas tendidas, los ojos sangrientos y la

cola enroscada. Encomienda tu alma a Dios, José, porque la barrera está

lejos y el toro cerca... Adelante, demonio... ¡adelante la afilada,

espada!... ¡Demasiado tarde! la espada se ha roto en pedazos, y José,

atravesado por un cuerno del toro, ha quedado clavado en la balaustrada.

Ya decía yo bien. ¡Como hay Dios! ¡será una hermosa corrida!
Entonces fueron los aullidos de alegría, los gritos de admiración

convulsiva, gritos que hubieran resucitado a un muerto.
—¡Bravo, toro! ¡bravo!—gritaron todas las voces de la multitud...

¿Todas?... no, una sola faltó, la de la joven de la flor de almendro.
Desde hacía mucho tiempo, no se había visto semejante fiesta; el toro,

aún excitado por su triunfo, daba saltos espantosos, se encarnizaba

contra los restos sangrientos del matador y del chulillo, y los jirones

de aquellos desgraciados caían sobre los espectadores. Se estaba, pues,

en una cruel incertidumbre sobre la suerte de la corrida, porque el fin

de Pepe Ortiz había singularmente enfriado el celo de sus colegas, cuando

un incidente extraño, inaudito, dejó a la multitud estupefacta y

silenciosa.


III
EL GITANO
¡Cómo hacen estremecer sus miradas
ardientes!... ¡qué hermoso es!
Delfina Gay, «Magdeleine», cap. V.
Ya sabéis que el circo de Santa María está construido a orillas del mar y

que a él sólo dan acceso dos puertas. ¡Pues, bien! De pronto se abrió la

barrera que daba frente al palco del gobernador y se presentó un

caballero.
No era un chulillo, porque no agitaba en el aire el ligero velo de seda

roja, y su mano no blandía ni la larga lanza del picador, ni la espada de

dos filos del matador; no llevaba tampoco ni el sombrero adornado de

cintas, ni la redecilla, ni el traje bordado de plata. Vestido

completamente de negro, a la moda de los acróbatas, llevaba polainas de

gamo que caían en numerosos pliegues sobre su pierna, y una gorra de

marinero sobre la que flotaba una pluma blanca; montaba con una destreza

y una elegancia poco comunes, un pequeño caballo blanco enjaezado a la

morisca, lleno de vigor y de fuego; en fin, largas pistolas ricamente

damasquinadas pendían de los arzones de su silla, y él no llevaba más que

uno de esos sables cortos y estrechos que usan los marinos de guerra.
Apenas había aparecido, el toro se retiró al otro extremo de la arena

para aprestarse a combatir al nuevo adversario. Gracias a esto, el hombre

negro tuvo tiempo de hacer ejecutar algunas cabriolas a su caballo y de

apostarse al pie del palco de la mujer. ¡¡¡Y tuvo el atrevimiento de

mirar fijamente a aquella prometida del Señor!!!
El rostro de la pobre joven se volvió rojo como la flor del granado, y

ocultó su cabeza en el seno de la superiora, indignada de la temeridad

del desconocido.
—¡Ave María... qué atrevimiento!—dijeron las mujeres.
—¡Por la Virgen! ¿de dónde sale ese demonio?—se preguntaban los hombres,

estupefactos de tanta audacia.
De repente, resonó un grito general, porque el toro tomaba impulso para

lanzarse sobre el caballero de la pluma blanca, que se volvió, saludó a

la monja y la dijo sonriendo:
—Por usted, señora, y en honor de esos hermosos ojos azules como el

cielo.
Apenas acabó estas palabras, el toro embistió... El jinete, con una

prontitud maravillosamente servida por la agilidad de su caballo, dio un

bote y se encontró a diez pasos del toro, que le perseguía

encarnizadamente. Pero, gracias a su velocidad, el caballo se le

adelantaba siempre y tomó bastante ventaja sobre él para que su dueño

pudiera detenerse un momento ante el palco de la monja, y decirle:
—Por usted también, señora; pero esta vez en honor de esa boca encarnada,

purpurina como el coral.
El toro llegó con furia; el hombre de la pluma blanca, arrancó una

pistola del arzón, apuntó y disparó con tanta habilidad, que el toro cayó

mugiendo a los pies de su caballo. Viendo el peligro inminente que corría

aquel hombre singular, la monja había lanzado un grito penetrante y se

había precipitado sobre la balaustrada de su palco, apoyando en ella las

dos manos; él se apoderó de una, imprimió sobre ella un beso ardiente, y

continuó dirigiéndola una mirada terrible y fija.
Había en aquella escena extraña tantos motivos de asombro para los

españoles, que permanecían como petrificados. Aquel traje singular, aquel

toro muerto, contra la costumbre, de un pistoletazo; aquel hombre que

besaba la mano de una semisanta, de una prometida de Cristo, todo aquello

contrastaba tanto con las enseñanzas recibidas, que la junta, el alcalde,

el gobernador, se quedaron boquiabiertos, mientras que el que tan

vivamente excitaba la curiosidad general, continuaba con los ojos

inflamados y fijos sobre la monja, que, trémula y confusa, no tenía

fuerzas para salir del palco. Era en vano que la superiora tratase de

anonadarle con toda suerte de epítetos como: ¡impío, condenado,

miserable, renegado! En vano le gritaba con el acento de la más santa

indignación: «¡Tema la cólera del Cielo y de los hombres, usted que ha

osado hacer oír palabras mundanas a unos oídos castos, usted que no ha

temblado al tocar la mano de una esposa de Dios!
El miserable miraba siempre a la monja, repitiendo con admiración: «¡Qué

hermosa es! ¡qué hermosa es!»
Por fin, la voz chillona del alcalde vino a sacarle de su éxtasis, tanto

más fácilmente cuanto que la monja había abandonado el palco apoyada del

brazo de la superiora, y que dos alguaciles habían sujetado la brida de

su caballo, a lo que él no opuso resistencia alguna.
—Por quinta vez, usted, cualquiera quien sea, responda—decía el alcalde—.

¿Con qué derecho ha matado usted de un pistoletazo un toro destinado a

divertir al público? ¿Con qué derecho ha dirigido usted la palabra a una

joven que mañana debe pronunciar sus votos santos e irrevocables? En una

palabra, ¿quién es usted?
Y el munícipe volvió a su asiento, enjugándose la frente, miró al

gobernador con aire satisfecho y dijo a los dos alguaciles:
—Tenedle bien por la brida.
—¿Que quién soy?—dijo el extraño caballero levantando altivamente la

cabeza, que hasta entonces no se había podido distinguir bien.
Y viéronse sus facciones de una regularidad perfecta; sus ojos eran

atrevidos y penetrantes, un bigote negro y brillante sombreaba sus labios

encarnados, y su poblada barba, que se dibujaba en dos arcos a lo largo

de las mejillas, iba a detenerse en un mentón con un hoyuelo. Su color

era pálido y mate.
—¿Que quién soy?—repitió con una voz llena y sonora—, va usted a saberlo,

digno alcalde.
Y apoyó vigorosamente sus espuelas en los flancos del caballo que dio una

violenta sacudida. Entonces el animal se enderezó bruscamente y dio un

salto tan prodigioso, que los dos alguaciles rodaron por el suelo...
—¿Que quién soy?... ¡soy el gitano, el bohemio, el maldito, el condenado,

si usted lo prefiere, digno alcalde!
Y en dos saltos franqueó la puerta y la barrera, ganó la playa que estaba

próxima y pudo verse cómo se arrojaba al mar con su caballo...
Entonces ocurrió un suceso bastante raro. El nombre del gitano hizo un

efecto tal, que todos los espectadores quisieron salir a la vez y se

precipitaron hacia los vomitorios demasiado estrechos para dar paso a

aquella masa de hombres que se agrupaban en la misma dirección. Por esta

causa, las vigas de la plaza se resquebrajaron y crujieron, no pudiendo

soportar una sacudida tan violenta y toda una parte del anfiteatro se

hundió bajo los pies de los espectadores. El tumulto y el espanto

llegaron a su límite, una multitud de personas estaban amontonadas las

unas sobre las otras, y sobre todo aquellas que soportaban un peso tan

enorme, lanzaban gritos lamentables y se encomendaban al santo de su

nombre.
—¡Es ese maldito, ese condenado—decían—, que ha atraído la cólera del

Cielo osando profanar a la prometida de Cristo! su presencia es un

azote... ¡Anatema, anatema sobre él!
Y luego venían unas maldiciones capaces de hacer estremecer a nuestro

santo padre.
En vano el alcalde y el gobernador que habían escapado al desastre,

trataban de restablecer el orden: ni siquiera podían conseguir hacerse

oír, ya que eran algunos millares de seres magullados o aplastados los

que aullaban a la vez. Las autoridades estaban ya invocando a los últimos

santos del calendario, cuando aquel inmenso montón de hombres se disipó

como por encanto. De pronto todos se encontraron de pie, pero en muchos,

los acentos de un verdadero dolor habían reemplazado a los gritos de

temor o de sorpresa.
He aquí por qué:
El desgraciado barbero Flores, situado en la parte más baja del circo, se

encontró entre el número de los que soportaban todo el peso de la

multitud. Después de haber hecho con sus compañeros de infortunio

increíbles esfuerzos para escapar a la presión, y viendo que las sanas y

buenas razones no podían nada sobre la indolencia de los compadres de las

capas superiores, sin pensar que con ello aumentaban el malestar de los

de abajo, el barbero Flores magullado, aplastado, articuló con pena a

algunos desgraciados que gemían como él.
—Compadres, estoy convencido de que jugando el cuchillo por encima de

nosotros, a derecha e izquierda, conseguiremos despertar la sensibilidad

y la piedad de nuestros opresores, gracias a algunos rasguños que yo

después me encargaré de curar, sea con diaquilón, el ungüento, o la...
Aquí se detuvo para tomar aliento, porque su desgraciado destino le había

hecho caer inmediatamente bajo el cuerpo de dos frailes y de un

carnicero.
—O la balsamina—continuó respirando apenas—. Así, pues, padres míos,

absolvedme por anticipado, porque es por la salvación de todos, sobre

todo por los de abajo; y van ustedes a ver, mis reverendos, cómo la punta

de un cuchillo persuade mejor que las más elocuentes palabras.
—Ave María, que Dios nos guarde—respondieron los dos frailes que oprimían

al barbero con toda su rotundidad monacal y que comprendieron, por sus

movimientos bruscos y agitados que aquél buscaba su cuchillo—. En nombre

del Cielo, ¡no haga usted eso, hijo mío! ¿No comprende que sería un

homicidio?
—Pero, padres míos, los homicidas son ustedes... ¿no comprenden que me

están ahogando?
—¡Por Cristo! A nosotros también nos ahogan.
—Es por ustedes, pues, por quien voy a trabajar. Pónganse de lado, padres

míos, las heridas son así menos peligrosas, porque no se encuentran más

que las falsas costillas. En fin, yo la tengo—dijo abriendo con

dificultad su navaja.
—¿Están dispuestos, compadre?
—¡Jesús! no lo estamos.
—¡Es igual, que Dios nos ayude!
Y se puso a herir de la manera que pudo por encima de su cabeza. Los que

recibieron esta caritativa advertencia no encontraron nada más eficaz

para hacerla cesar que imitarla, y este medio incisivo, propagándose de

abajo arriba, con rapidez, tuvo bien pronto el resultado más

satisfactorio, salvo los rasguños que Flores se encargó de cicatrizar y

cicatrizó probablemente con su habilidad acostumbrada.
Rehechos todos de esta violenta emoción, el primer grito fue el de

preguntar dónde estaba el maldito, y correr a la orilla. Una tartana, con

las velas rojas, empavesada como en un día de fiesta, se balanceaba a lo

lejos... Era él, no podía dudarse—. ¡Al puerto! ¡al puerto!—y se

precipitaron hacia el embarcadero para volar en su persecución.
¡Pero allá, gran Dios, qué espectáculo! El pueblo español es talmente

ávido de corridas de toros, que ni un hombre, ni una mujer, ni un niño

habían quedado en la población; todos estaban en la plaza, los marinos

mismos habían abandonado sus embarcaciones, y cuando llegaron

apresuradamente, se encontraron todas las amarras cortadas y vieron a lo

lejos faluchos y balandros que el mar se había llevado al retirarse.
Entonces cayó un nuevo aluvión de maldiciones sobre el gitano, y todo el

pueblo, en un movimiento espontáneo, se dejó caer de rodillas para pedir

a Dios que hiciera hundir aquella tartana, que parecía burlarse de la

llorosa multitud desplegando sus brillantes paveses de mil colores.
De pronto, el cielo pareció escuchar aquella demanda, ciertamente justa,

porque dos velas aparecieron a lo lejos; las dos cortaban el viento

corriendo la una cerca de la otra, de modo que la embarcación del gitano

debía encontrarse encerrada entre las dos o bien arrojarse a la costa; ¡y

cuál no fue la alegría pública cuando reconocieron a dos escampavías del

Gobierno que izaron el pabellón español, asegurándole con un cañonazo!
Entonces la tartana cambió rápidamente sus amuras, viró en redondo con

una preteza prodigiosa, pasó por entre las dos escampavías y fue a parar

fuera del alcance de sus perseguidores. Aunque la maniobra sabia y

prestigiosa de la tartana hubiera derrotado los planes de campaña y la

táctica de los espectadores de Santa María, ellos contaban siempre con la

velocidad y el número de sus atacantes para ver a su enemigo aprehendido

y arrastrado a remolque. Pero la tartana, teniendo sobre las dos

escampavías una ventaja de marcha positiva, desapareció bien pronto

detrás de la punta de la torre que avanzaba mucho sobre el mar; y no fue

hasta después de un cuarto de hora de navegación que los guardacostas que

navegaban en las mismas aguas, desaparecieron también a los ojos de la

multitud, ocultos por el promontorio.
Y todo Santa María temblaba de impaciencia y de deseo por conocer el

resultado del combate que iba a librarse detrás de la montaña.


IV
LAS DOS TARTANAS
Zarpa el balandro que se balancea
sobre las olas, y brilla en el
azul de los mares como una centella.
Víctor Hugo, «Navarin».
—¡Adelante, mi fiel Iscar! ¡ya lo ves, el mar está azul y el oleaje viene

a acariciar dulcemente tu ancho pecho, blanqueado por la espuma!

¡Adelante! ¡tú hundes en el agua límpida tus narices que se abren

temblorosas! y tu larga crin se cubre de perlas brillantes como gotas de

rocío. ¡Adelante! mueve aún tus corvas vigorosas que hienden las olas.

Valor, mi fiel Iscar, valor, porque ¡ay! los tiempos han cambiado.

¡Cuántas veces, sobre la fresca verdura del prado de Sevilla o de

Córdoba, tú alcanzabas y dejabas atrás las brillantes calesas que

arrastraban a las hermosas granadinas, morenas y rientes, con su

redecilla de púrpura que volaba al viento y su rica mantilla prendida con

broches tornasolados! ¡Cuántas veces tú has relinchado de impaciencia

cerca de la estrecha ventana cerrada por una cortina de seda, detrás de

la cual suspiraba mi Zetta! ¡Cuántas veces tú has relinchado mientras que

nuestros labios se buscaban y se oprimían ardientes, aunque separados por

el tejido celoso! Pero entonces yo era rico; entonces el pabellón de

guerra de las anchas franjas y del león real, se izaba en el palo mayor

cuando yo subía a bordo de mi fragata; entonces la inquisición no había

puesto aún precio a mi cabeza... ¡entonces, no me llamaban el condenado!

y más de una vez la mujer de algún grande de España me sonreía

tiernamente cuando, en una bella tarde de estío, yo acompañaba con mi

guzla su voz pura y sonora. ¡Vamos, valor, mi fiel Iscar, porque el

pasado está lejos! Pero tú me has entendido, porque tus orejas se

levantan y tus relinchos redoblan. ¡Valor, he ahí mi tartana! he ahí mi

enamorada que se balancea sobre las olas como una gaviota se deja mecer

en su nido por una onda transparente. Pero, ¿no oyes, como yo, pitos

confusos y alejados, un rumor que viene a extinguirse en nuestros oídos?

¡Por el disco de oro del sol! ¡es esa innoble multitud de Santa María a

quien mi nombre ha aterrado! Por lo menos he visto a esa monja por

segunda vez. ¡Qué hermosa es! ¡y mañana enterrada para siempre en el

convento de Santa María! ¡Qué crimen!... ¡y no se la robaré a Dios!
Apenas el gitano pronunció estas palabras, cuando de la tartana cayó al

agua una especie de puente flotante, e inclinado, que estaba amarrado a

la borda del buque por largos brazos de hierro. El caballo apoyó

fuertemente sus patas delanteras sobre la extremidad de la plancha y de

un vigoroso salto ganó el combés que se elevaba muy poco por encima del

mar.
En el interior de aquella embarcación se notaba un esmero y una limpieza

raros, y no se veía nadie a bordo, a excepción de un fraile, grueso y

rechoncho, que llevaba un hábito azul y una cuerda ceñida a la cintura;

pero el reverendo parecía presa de la mayor inquietud y angustia; armado

de un enorme anteojo, lo paseaba incesantemente sobre el espacio que

separa Santa María de la isla de León, lanzando a intervalos

exclamaciones, lamentos e invocaciones que hubieran enternecido a un

corregidor.
Pero cuando hubo visto al gitano su rostro adquirió un aire que inspiraba

verdadera piedad; su frente baja y rasurada, coronada de una línea de

cabellos de un rubio pálido que parecían erizarse de furor. Movía a un

lado y a otro sus hoscos ojos, y un temblor convulsivo agitaba sus labios

y su triple barba. Por fin, habiendo hecho evidentemente todos los

esfuerzos para articular una palabra y no habiéndolo podido conseguir,

agarró al gitano por un brazo, y con el extremo de su anteojo, que

temblaba en su mano de un modo espantoso, le designó un punto blanco que

se advertía a la entrada del golfo.
—¡Y bien! ¿qué es eso?—preguntó el réprobo.
—¡Es... es... el... el... el guardacostas!—balbuceó el fraile con una

pena extrema.
Y se oían rechinar sus dientes. Y miraba, con los brazos cruzados sobre

su pecho jadeante.
El gitano se encogió de hombros, fue a sentarse sobre un empalletado y se

volvió hacia Santa María repitiendo:
—¡Qué hermosa estaba!
El anteojo cayó de las manos del fraile; se golpeó la frente, tuvo un

momento de recogimiento, se secó el rostro inundado de sudor, hizo un

esfuerzo sobre sí mismo como para tomar una resolución atrevida, y

dirigiéndose al comandante de la tartana, que parecía aún absorto en su

amoroso ensueño, exclamó:
—¡Réprobo... renegado... condenado... apóstata, excomulgado... hijo de

Satanás... brazo derecho de Belcebú!...
—¿Qué pasa?—dijo el gitano a quien este insultante exordio había sacado

de su éxtasis.
—¡Pues bien! ¡tres veces maldito! yo te conjuro en nombre del superior

del convento de San Francisco que es mi dueño y el tuyo...
—El mío, no, fraile.
—Mi dueño y el tuyo—continuó—; te conjuro a desplegar las velas y a tomar

el portante. Ese guardacostas se aproxima y nosotros deberíamos estar ya

a la vista de Tarifa, si el infierno no te hubiera sugerido el loco

pensamiento de ir a esa maldita corrida de toros y dejarme solo, a mí,

que no entiendo nada de vuestras malditas maniobras. Y si te hubieran

preso, ¡ahora que tu cabeza está a precio!
—No les temo.
—No se trata de ti, por Cristo, sino más bien de mí. Si tú hubieses sido

detenido en tierra, ¿qué habría hecho yo aquí?
—¡Qué quiere usted! las distracciones son tan raras en nuestro estado...

la idea de ver esa fiesta me ha sonreído, ¡y sin duda me ha guiado mi

buen ángel, padre mío!
—¡No me llames tu padre, condenado! El que tú llamas tu buen ángel, ¡por

San Juan! tiene el pie torcido.
—Como usted quiera, no insisto en ello... En cuanto a su invitación, hago

tanto caso de ella como esto...—Y golpeó con su varilla sus botas que

chorreaban agua—. Sepa usted que esperaré no sólo ese guardacostas, sino

otro que debe llegar del Este.
—¡Les esperarás! ¡virgen santa! ¡les esperarás! ¡Oh San Francisco, rogad

por mí!
Y después de un momento de silencio, gritó con todas sus fuerzas:
—¡Arriba todo el mundo, arriba, hermano mío! En nombre del superior de

San Francisco, yo os orde...
—¡Acabemos, fraile!—dijo el condenado; y le puso una mano sobre la boca,

y con la otra oprimió tan violentamente el brazo del tonsurado, que el

desgraciado comprendió toda la significación del gesto y se arrojó sobre

el puente del navío con la expresión de ese terror mudo que nos anonada

cuando tenemos la convicción íntima de no poder escapar a un peligro

inminente.
El gitano sonrió compasivamente; después miró fijamente en dirección a la

bahía de Cádiz.
—¡Por las rocas de la Carniola! ¡tardas bastante tú también!—exclamó

viendo la segunda escampavía destacarse del horizonte y avanzar con

rapidez—. Llegan aquí como dos sabuesos que atacan a una corza en un

zarzal; pero los sabuesos son pesados y torpes mientras que la corza es

astuta y ligera. ¡Por sus ojos azules! la caza va a comenzar, porque se

oyen los cuernos.
Era una de las escampavías que había disparado un cañonazo. A este ruido

inesperado, el desgraciado fraile dio un salto convulsivo, levantó

instintivamente la cabeza por la borda, y, viendo las dos escampavías, la

bajó rápidamente y se precipitó en el sollado haciendo repetidas veces la

señal de la cruz.
El gitano se aproximó silenciosamente a la brújula, comparó su dirección

con la del viento, calculó las probabilidades de la brisa, reflexionó un

instante... después tomó un silbato de oro suspendido de su cintura, se

lo llevó tres veces a la boca, y de un salto se plantó en el empalletado.
A esta señal, diez y ocho negros subieron silenciosamente al puente.

Apenas se había oído un segundo toque de silbato, cuando la tartana había

aparejado y desplegado su antena, su bauprés y su trinquete y el

condenado manejaba la barra del timonel. Las dos escampavías se iban

aproximando, una por cada lado, y no estaban a un tiro de cañón de la

tartana, cuando ésta viró en redondo, pasó intrépidamente por entre sus

enemigos, al mismo tiempo que les enviaba una andanada, y se precipitó en

dirección a la punta de la Torre. Esta increíble maniobra no podía

intentarse más que con un navío tan velero y de una marcha tan segura;

porque antes que las dos escampavías se hubiesen colocado de popa al

viento, el gitano bordeaba ya el promontorio, que le ocultaba a los ojos

de los españoles, ocupados aún en orientarse. Es en este lugar donde los

habitantes de Santa María le perdieron de vista.
A un tiro de fusil de la base de este promontorio se elevaba una cadena

de enormes bloques de granito que formaban, avanzándose hacia el mar, los

bordes escarpados de un estrecho canal que serpenteaba entre ellos y el

pie de la montaña y no tenía más salida que a través de los rompientes

más peligrosos.
El gitano estaba tan acostumbrado a semejantes escollos, que se aventuró

sin temor por aquel pasaje, y después de haber navegado con una destreza

maravillosa, hizo cargar todas las velas y desarbolar largando los

obenques, que no estaban establecidos sobre un sitio fijo, sino sobre las

garruchas; de modo que al cabo de algunos minutos la tartana, que tenía

muy poco calado, había quedado lisa como un pontón y enteramente oculta

por las rocas que disimulaban el canal por la parte del mar.
Una vez allí, el silbato del condenado resonó de nuevo, pero en dos veces

distintas, con modificaciones singulares.
Bien pronto se oyó el ruido de unos remos que batían el agua

acompasadamente, y se vio salir de detrás de un grupo de rocas una

tartana semejante en un todo a la del gitano. En ella iba el joven de

cara femenina e imberbe que tanto había asombrado al barbero Flores. El

condenado le hizo un gesto que él pareció comprender, porque haló su

navío a lo largo de los escollos mientras la profundidad del agua no era

suficiente; luego, habiendo llegado al otro extremo del canal, después de

haber evitado hábilmente una multitud de arrecifes, el viento hinchó sus

velas y desembocó por el pasaje en el instante mismo en que las dos

embarcaciones españolas doblaban el promontorio. Cuando vieron esta nueva

tartana, forzaron las velas y se echaron sobre ella, creyendo perseguir

aún al gitano.
—Sois unos valientes cazadores—decía éste tranquilamente desde su

escondite—. La corza os ha dado el cambiazo, y estás sobre una falsa

pista; y mientras que ese pavo va a cruzar en todos los sentidos para

fatigarlos y arrastraros en su persecución, la corza pondrá a buen

recaudo los ricos tejidos de Venecia, los aceros de Inglaterra y los

cobres de Alemania que tiene encerrados en su vientre. ¡Vamos, vamos! ¡a

la caza, y por esa estrella que comienza a brillar, pueda la mía ser

dichosa esta noche, porque el sol baja!
En efecto, ya el sol tocaba a su ocaso, y el mar y el cielo,

confundiéndose en el horizonte inflamado, no formaban más que un inmenso

círculo de fuego. La cima de las olas centelleaba iluminada por los

largos reflejos dorados que venían a extinguirse en las sombras que

proyectaban las grandes rocas de la costa.
Largo tiempo se vio a la tartana maniobrar con una agilidad sorprendente

para escapar a las dos escampavías. Tan pronto aligeraba el aparejo y

ponía la proa a través del oleaje que cubría al buque de una espuma

blanca que caía en lluvia brillante con todos los matices del arco iris y

parecía rodearle de una aureola de púrpura y azul; y allí, pérfidamente,

esperaba a sus enemigos, abandonándose a las ondulaciones del agua...

Después, cuando se aproximaban, creyendo ya echarle mano, ponía la popa

al viento, extendía sus velas como grandes alas de púrpura, y dejaba bien

lejos a los bonachones guardacostas que se habían locamente alabado de

atraparle.
Tan pronto, virando en redondo y cubriéndose repentinamente de banderolas

y paveses de mil colores, corría al encuentro de sus perseguidores. Estos

se separaban inmediatamente para tomarla entre dos fuegos, y se

precipitaban activamente al combate. Pero la tartana, como una coqueta,

inconstante y caprichosa, reanudaba su rumbo primitivo, y a la velocidad

de todo su velamen, iba a sumergirse en las oleadas de luz que abrazaban

la atmósfera, desesperando así a los honrados guardacostas que se

apuntaban un nuevo fracaso. En fin, después de dar numerosas pruebas de

su superioridad maniobrera y de marcha y fatigar a las escampavías,

conseguía arrastrarlas bien lejos del lugar donde el gitano contaba

llevar a cabo su desembarco.
Porque la maldita tartana cumplió tan bien sus instrucciones, que poco a

poco el vapor fue velando a las tres embarcaciones que se hundieron en la

bruma y desaparecieron cuando el sol no arrojaba ya más que una claridad

sombría y rojiza, y las estrellas comenzaban a brillar.
En aquel momento, el gitano, inclinado sobre la borda de su tartana,

escuchaba con oído atento un ruido cadencioso que resonaba pesadamente

como el paso de muchos caballos.
—¡Ellos son, por fin!—exclamó.


V
LA BLASFEMIA
¿No eres, pues, más que un fraile llorón?
J. Janin, Confesión.
No se podía descender de la cima de la montaña de la Torre, más que por

un sendero estrecho tallado en la roca, que daba una serie de rodeos. La

pendiente del camino era casi menos rápida, pero se necesitaba mucho

tiempo para llegar hasta la playa.
A la entrada de este sendero apareció un hombre a caballo, al que se

distinguía difícilmente a la pálida luz del crepúsculo; se detuvo de

pronto, pareció conferenciar con algunos de sus compañeros, sin duda

ocultos entre los áloes, y después arrojó al aire un cigarrillo encendido

que describió una ligera faja de fuego.
Cuando la misma señal hubo partido de la tartana, aquel hombre continuó

su marcha seguido de una docena de españoles, también a caballo, que

avanzaron con precaución por entre las numerosas rampas de aquel difícil

camino. Los unos llevaban sombrero, los otros una redecilla o un simple

pañuelo de colores vivos cuyos extremos flotaban sobre sus hombros; pero

todos tenían el color atezado, los ragos duramente característicos y el

aspecto poco tranquilizador que distingue a los contrabandistas de tierra

que operan en el litoral andaluz. Sus caballos iban cargados con dos

anchos cofres cubiertos de una tela alquitranada, de una ligereza

extraordinaria, pero tan grandes, que el jinete no podía montar más que

sobre la grupa, donde se sentaba como un timbalero delante de sus

timbales; además, pieles de carnero rodeaban sus cascos, de modo que era

imposible oírlos cuando marchaban al paso.
Llegados a la playa, a dos tiros de fusil de la tartana, el jefe de

aquellos hombres detuvo su caballo y dijo a sus compañeros:
—¡Por la silla de mi patrón!—aquí se quitó el sombrero—; hijos míos, a la

claridad de la luna que se levanta, yo no veo sobre el puente del navío

más que al maldito con su gorra y su pluma blanca.
—¿Dónde está, pues, el hermano?
Una voz.—Si el hermano no está presente, ni un real de esas mercancías

entrará en mis cofres, ¡Dios me salve! pero el superior del convento de

San Juan hace muy mal en emplear a semejante descreído para desembarcar

su contrabando, y aunque tenga allí un fraile para bendecirlo y para

borrar las garras de Satanás, soy de opinión que tarde o temprano seremos

castigados por traficar con un excomulgado. ¡Amén!
El jefe.—¿Y crees que no temo, como tú, la cólera de la Virgen al tocar

unas mercancías que ¡por Santiago! huelen más a azufre que a cera?
Un filósofo (que había sido cocinero)—.¡Pero pensad, compadres, pensad

que en todas las tiendas del camino las cambiarán por buenos dóllares de

a cuatro sin preocuparse de si huelen a azufre o a cera!
El jefe.—¡Cállate, impío!
El filósofo.—Después de todo, no son los exorcismos del reverendo los que

le quitarán el olor, si es que lo tienen; a mí que me den las mercancías

endiabladas, si son más baratas, y yo hago mi negocio; porque soy de

opinión...
—¡Ave María purísima! compadeced al blasfemo—dijeron los contrabandistas

persignándose y estremeciéndose de horror.
Muchos fervientes católicos hasta se buscaron sus cuchillos.
El gitano, que no concebía la causa de este retraso, reiteró la señal con

el cigarrillo encendido.
—¡Cuánto tiempo perdido!—dijo el filósofo, y avanzó por el agua hasta

poder ser oído de los de la tartana—: ¡Señor condenado, señor

maldito!—gritó con aire burlón—, ¿ha olvidado usted que estas santas

gentes no se acercarán si el reverendo, con su presencia, no tranquiliza

las conciencias tímidas de estos corderos?—Y volvió a unirse a sus

compañeros que le maldecían.
El gitano se golpeó la frente y dio un silbido.
—¡El hermano!—dijo a un negro que se mostró a la entrada de la escotilla.
El negro desapareció y volvió solo al cabo de un instante, haciendo un

signo negativo con la cabeza.
—¡Pues bien, izadle!
El negro entonces, con una prontitud admirable, levantó una antena de la

que ató una polea y una cuerda, descendió al sollado y tres minutos

después se vio al reverendo elevarse majestuosamente, cernerse un momento

por el aire y, descendiendo en un vuelo audaz, tomar tierra al lado del

condenado, que le desembarazó amablemente de las cuerdas y garfios de que

había sido rodeado aquel nuevo Icaro.
Viendo la ascensión del fraile, los contrabandistas, que esperaban en la

playa, habían gritado gloria in excelsis y se habían arrodillado,

creyendo que era un milagro; pero el filósofo rió mucho de su

simplicidad.
Cuando el nuevo Icaro estuvo de pie, midió con la vista al gitano con el

aire más digno y más despreciativo que le fue posible, casi como el

mártir mira a su verdugo.
El Gitano.—Dispénseme, padre, si le he ayudado a subir, pero esos

honrados contrabandistas esperan con impaciencia que usted ejerza su

sagrado ministerio.
Y le mostró el grupo que observaba atentamente lo que pasaba a bordo.
El fraile.—¡De cuánta caridad cristiana no he de estar dotado para

consentir en pasar días enteros con un apóstata, con un réprobo de la

peor especie, y todo para purificar lo que tu herético y satánico

contacto ha manchado; a fin de que los cristianos puedan servirse de esas

mercancías sin temer la cólera del Cielo!
El gitano.—¡Qué quiere usted, padre mío! Su superior me paga bien y me

emplea para desembarcar los objetos de contrabando de que el convento

está abarrotado; me emplea porque sabe que nadie mejor que yo conoce las

revueltas y los escondrijos de esta costa, y que, si me prenden, en nada

he de comprometerle... Pero ¡anatema, como usted dice, anatema! estoy

maldito. Ya se sabe... y como los españoles, aun siendo contrabandistas,

son demasiado religiosos para comprar cualquier cosa que haya tocado un

excomulgado, le envían a usted para que bendiga estas ricas telas, estos

brillantes aceros, a fin de que quede tranquila la conciencia de los

compradores y de aligerar la cueva del convento. En fin, aunque en

pequeño, somos Dios y el diablo.
El fraile.—¡Miserable!... ¡renegado!... ¡descreído!
El gitano.—Además, usted hace un honrado comercio con esas buenas gentes,

porque les vende un poco demasiado caro sus bendiciones y sus exorcismos,

que, aquí entre nosotros, no hacen la seda más fina ni el acero más

flexible.
El fraile.—¡Hijo de Satanás! ¡infame condenado!
El gitano.—Pero como vuestro gracioso soberano paraliza todas las

industrias y prohíbe todo aquello que no deja fabricar, el contrabando se

hace indispensable; los frailes lo explotan con Gibraltar, y los

españoles pagan doble lo que podrían fabricar en casa. A mí me hace esto

mucha gracia.
El fraile.—¡Execrable réprobo! yo...
El gitano.—¡Basta, fraile, esas gentes te esperan! Ve a cumplir tu

obligación, porque el tiempo pasa y la noche avanza.
—¡Perro maldito! ¡mi obligación!... ¡mi obligación!...—murmuró el fraile

ganando la orilla por medio de un puente lanzado desde la tartana, y por

el cual también el gitano había bajado, montado sobre su caballito que

habían izado desde la cala, lo mismo que al reverendo.
Mientras que el gitano se ocupaba en hacer desembarcar las mercancías, el

reverendo se había aproximado a los contrabandistas.
—¡La paz sea con vosotros, hermanos míos!—les dijo.
—¡Amén!—respondieron ellos, besándole el hábito.
El fraile.—Ya veis, hijos míos, cuán cara me es vuestra salvación, y...
El filósofo.—Es decir: nos es cara... a nosotros. ¡Pero Dios haga que ese

capital, colocado aquí en oremus, nos proporcione allá arriba la vida

eterna!
—¡Silencio, el hereje!—gritaron.
El fraile hizo un gesto despreciativo y continuó:
—¡Cuán cara me es vuestra salvación!... porque yo me expongo a pasar días

enteros con ese hijo de Satanás, para que Dios no se irrite de vuestras

relaciones con él.
—Y para hacer su pacotilla—repuso el incorregible filósofo.
—Por eso os bendecimos, padre mío—gritaron los otros contrabandistas a

fin de ahogar aquella impertinente interrupción.
El fraile.—¡Jesús! hijos míos, yo lamento tanto como vosotros el que esa

tartana sea mandada por un renegado; pero ese renegado es el único

hombre, es decir, el único descreído, que conoce bien esta costa. ¡Ay!

¡no presentarse un cristiano!
—Oiga, padre mío—dijo el hombre víctima de la distracción de Flores, el

hombre de la evacuación sanguínea—, oiga, ¿es una buena acción librar al

mundo de un pagano?
—¡Se gana el Cielo, hijo mío!
—Gracias, padre mío—y se alejó.
En aquel momento, el gitano había descendido de su caballo, y permanecía

absorto en sus reflexiones, mientras que los negros acababan el

desembarque. Su fiel Iscar se revolcaba sobre la arena y mojaba sus

largas crines, cuando de pronto dio un brinco y lanzó un relincho que

hizo volver bruscamente a su dueño y le sacó de su ensimismamiento.
En aquel momento, el cuchillo del marino se levantaba sobre el pecho del

gitano; éste asió al asesino por la garganta con tal prontitud y fuerza,

que no pudo ni lanzar un grito. El cuchillo cayó de sus manos; sus ojos

giraron en sus órbitas y sus dedos quedaron rígidos; poco a poco se

fueron aflojando, sus brazos cayeron a lo largo del cuerpo, sus piernas

se debilitaron, y cayó estrangulado. Sus compañeros creyeron que se

trataba de un fardo.
—¡De rodillas, hijos míos!—dijo el fraile a los contrabandistas.
Todos se arrodillaron, menos el filósofo, que miraba la luna silbando el

Trágala.
Entonces el fraile, armado de un hisopo, se aproximó a los fardos y dio

una vuelta alrededor de ellos diciendo:
—¡Atrás, Satán, atrás! y que este signo de redención purgue a esas

mercancías de la mancha que la herejía ha impreso en ellas. ¡Atrás,

Satán, atrás!
Y echó torrentes de agua bendita sobre las cajas.
—Las moja demasiado; va a estropearlas—dijo el filósofo.
—¡Silencio!—gritaron todos a la vez.
—¡Atrás, Satanás!—dijo otra vez el fraile—. Ahora, hermanos míos, ya

podéis tocar esos objetos.
Los contrabandistas le rodearon apresuradamente, y él sacó un largo papel

de su cintura.
—Esas seis balas, hijos míos, son de sederías venecianas cuyas muestras

podéis ver a la luz de este farol. ¡Ved qué hermosos colores! ¡y qué

tejido tan suave y tan apretado! La pondremos a dos doblones la vara,

hijos míos.
—¡Oh! ¡padre mío!
—Tened en cuenta que ya está bendecida, hijos míos.
—¡Por los cuernos de Satanás! el sello de la aduana del Cielo nos cuesta

más caro que la de Cádiz—exclamó el maldito filósofo.
—¡Cállate, miserable!—dijo el fraile.
—Pero, reverendo, ¡dos doblones!
—Si es regalado, hijo mío. Ya se los cuesta al superior.
Y la discusión iba a entablarse, cuando, de lo alto del sendero, acudió

corriendo un hombre presa de la mayor agitación; era el pescador Pablo.
—¡Por la Virgen, huid!—exclamó—, ¡huid! los aduaneros me persiguen; hemos

sido traicionados por el marino Punto. El ha indicado el lugar del

desembarque al alcalde de Vejer; le ha prometido matar al gitano y le ha

prometido además aumentar el desorden que produciría su muerte, largando

las amarras de la tartana para dar tiempo a los aduaneros de llegar y de

cortaros la retirada.
—¡Muera! ¡muera Punto!—y los cuchillos brillaron.
—Eso no es todo—añadió—; los crímenes y las profanaciones del maldito

recaerán sobre vosotros, y el señor obispo ha ordenado que os prendan o

que os den muerte como a los lobos de la sierra, por haberos unido a un

renegado.
—¿El santo pastor cambia sus ovejas por lobos? ¡Qué milagro!—añadió el

filósofo.
—Así, pues, ¡huid!... ¡huid!... no habrá cuartel para vosotros.
—¡Muera Punto el traidor, muera!—y todos los cuchillos salieron de sus

vainas.
—Ya está muerto—dijo el gitano empujando el cadáver con el pie—. De modo

que, cargad de prisa vuestras mercancías, porque la marea sube y el cielo

se cubre de nubes; y una vez que hayáis visto brillar allá arriba las

carabinas de los aduaneros, tendréis que escoger entre el fuego y el

agua, hijos míos.
Después dio un silbido prolongado, y todos los negros, habiendo vuelto a

la tartana, retiraron el puente y marcharon a lo largo de las rocas que

formaban el borde opuesto del canal. El condenado permaneció en la playa,

montado sobre su fiel Iscar.
—Ya se lo decía siempre al superior—gritaba el fraile—. Prevenga al señor

obispo de que el condenado está a su servicio, y así él obrará en

consecuencia. Nada... él ha querido ocultárselo, y he aquí lo que ocurre.
Y dirigiéndose al gitano, le preguntó con inquietud:
—¿Por qué haces alejar tu embarcación? ¿es que tendremos que abordarla a

nado?
—¿Y de qué nos serviría la embarcación ahora padre mío? No puedo ir con

niebla por entre esos rompientes.
—Pero al menos estaríamos en seguridad, en el caso en que los aduaneros

bajasen para sorprendernos; y, ¡por Cristo! no podrían aproximarse a la

tartana entre esos peñascos y esas olas. Haz poner el puente.
El gitano, sonriendo, hizo un gesto negativo que aterró al fraile.
Los contrabandistas no habían tomado parte en esta discusión; tal prisa

se daban a embalar las mercancías que contaban obtener a mejor precio,

gracias a este incidente. El filósofo, sobre todo, cargaba de tal modo a

su caballo, que el desgraciado animal se doblegaba bajo el peso de las

mercancías; no obstante, el filósofo continuaba acumulando fardo sobre

fardo, mientras murmuraba:
—Una vez en el camino de Vejer, será preciso que Dios te preste las alas

de un serafín para que me alcances, fraile.
Y su caballo llevaba, al menos, una tercera parte de la carga de la

tartana.
—¡Ah! ya caigo—dijo el fraile a quien el signo del gitano había asustado

mucho—, ya caigo; el señor capitán se queda con nosotros, porque conoce

una salida secreta que puede ayudarnos a salir de esta ensenada sin

necesidad de subir por ese camino, tan alto como la escala de Jacob. El

señor capitán me lo ha dicho cien veces, ahora lo recuerdo.
Al acabar estas palabras, sus dientes se entrelazaban; estaba tan pálido

como un cadáver, y no obstante quiso sonreír y miró al excomulgado con el

aire más humilde y más amable.
El rostro del gitano adquiría una expresión equívoca, cuando, al fogonazo

de un tiro que partió de lo alto de la montaña, se vio a los aduaneros

que se preparaban y tomaban posiciones. Toda esperanza de retirada por

aquel lado se había perdido.
—¡Virgen santa!, ¡sálvenos, señor capitán, sálvenos!—dijo el fraile—; ¡la

salida! ¡Señor! ¡indíquenos la salida!
—¡La salida!—repitieron los contrabandistas con espanto, sin saber de lo

que se trataba.
—¿Qué salida?—preguntó el gitano—. Usted está soñando, padre mío, y me

temo que sea un mal sueño; porque los aduaneros empiezan a bajar y las

balas silban. ¡Oiga!...
—¡Pero, Dios mío! Usted me había dicho que en medio de esas rocas existía

un paso oculto que daba a la costa, un paso que podía darnos el medio de

salir de esta, ensenada que ya el mar va cubriendo... ¡Virgen santa! ¡por

todas partes rocas cortadas a pico!—exclamó el fraile desesperado,

mirando por encima de su cabeza.
—¡Por todas partes rocas cortadas a pico!—repitió el gitano.
—Vamos, reverendo, un milagro; éste es el momento—dijo el filósofo que

miraba dolorosamente su caballo tan ricamente cargado.
Muchos tiros partieron de nuevo de la cima de la montaña, pero las balas

caían muertas; porque los aduanares se aproximaban lentamente y estaban

aún muy lejos, a causa de las vueltas que daba el sendero. La luna

brillaba en medio de un hermoso cielo, y su dulce claridad alumbraba en

todos sus detalles aquel curioso cuadro.
—¡Cuánto me gusta una hermosa noche de verano!—dijo el gitano—; las

flores se abren para aspirar la frescura del aire, y sus perfumes nos

llegan más suaves. ¿Sentís, hermanos míos, el rico olor de los áloes y de

los naranjos?
Una nueva descarga interrumpió este inconveniente monólogo, pero esta vez

cayó un contrabandista.
—¡En nombre de Cristo! tú debes salvarnos ¡en nombre de Dios, yo te lo

ordeno!—gritó el fraile enseñándole el cielo.
Este movimiento resultó hermoso, pero no produjo ningún efecto, porque el

gitano respondió riendo:
—¡En nombre de Dios, de Dios!... ¿qué se figura usted, padre mío? No

bromee, pues. El momento es grave, ¡grave!... vea usted a ese cristiano

que se retuerce y pierde su sangre.
A la risa espantosa del gitano se unió el ruido del mar, que ascendía, y

empequeñecía cada vez más el espacio donde se oprimía aquel puñado de

hombres.
Los contrabandistas se persignaron temblando. Uno de ellos tomó su

escopeta y la dirigió contra el gitano. El fraile se precipitó sobre él.

¡Desgraciado! ¡sólo él puede salvarnos! ¡sólo él conoce la salida!
Viendo aquel movimiento hostil, el gitano había entrado en el mar que ya

cubría el pecho de su caballo.
—He ahí a los aduaneros que bajan las últimas rampas, hijos míos, y ya

sabéis que ahora las balas hacen daño—dijo el maldito señalando al

contrabandista herido de muerte.
Los demás se echaron entonces a los pies del fraile.
—¡Padre mío, ruegue por nosotros!
Y el fraile y ellos se prosternaron gritando:
—¡San Juan, San Juan, rogad a Dios por nosotros!
Y se golpeaban el pecho, mientras que al resplandor de las descargas, se

veía al gitano, a caballo, y aquella figura extraña, cuyas proporciones

la noche parecía doblar, se destacaba en negro con vivos reflejos de

color de fuego sobre una lluvia de espuma deslumbrante de blancura.
Los fogonazos se sucedían sin interrupción; un segundo contrabandista

cayó, y se oían ya las voces de mando de los aduaneros.
El espanto del fraile había llegado al límite; se arrastró hasta la

orilla del mar, y allí, arrodillado en el agua, gritó al gitano con el

acento del más profundo terror. ¡Sálvame, sálvame!
¡Y el fraile lloraba!
—¡Por el alma de tu padre, sálvanos! ¡te daremos tanto oro que podrás

llenar tu tartana!—aullaron los contrabandistas.
E imploraban con las manos juntas, mientras que tres de ellos se

revolvían en las últimas convulsiones de la agonía.
—¡Dios mío! ¡Dios mío!—balbuceó el fraile.
Y el desgraciado se retorcía los brazos y se revolcaba sobre la roca

ensangrentada.
—¡Dios está sordo!—dijo el gitano—; invoca a Satanás.
Y se echó a reír.
—¡Atrás, atrás, blasfemo!—respondió el hermano levantándose horrorizado.
Pero el mar adelantaba de tal modo, que las olas iban a romperse a sus

pies y les cubrían de espuma.
—Invocad a Satanás, y os salvaré. Detrás de esas rocas hay una salida

secreta oculta por una piedra; ella os pondrá al abrigo de los aduaneros.

Aun estáis a tiempo, porque ahora no os ven—dijo el gitano, que ya estaba

a flote con su caballo.
Y los contrabandistas interrogaban cada roca con desesperación, y el

fraile, con la mirada fija y el rostro lívido, hizo un movimiento de

horror pensando en la proposición del maldito... Después, no obstante,

pareció vacilar.
Y esto es concebible, porque en aquel momento, aunque ya no se veía a los

aduaneros, se oía el ruido de sus armas y los preparativos de las

baterías que armaban.
—¡Pues bien!—dijo el fraile en su delirio—, ¡pues bien! Satanás,

sálvanos, ¡porque tú no puedes ser más que Satanás!
—¡Sí, Satanás, sálvanos!—gritaron los demás con un acento de terror

indefinible.
Y jadeante, con los ojos fijos y chispeantes, esperaban.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
El gitano se encogió de hombros, volvió la cabeza de su caballo del lado

de la tartana, y la ganó a nado en medio de una granizada de balas,

cantando una antigua canción mora del Hafiz:
—¡Oh! permites, encantadora niña, que yo envuelva mi cuello con tus

brazos, etc., etc.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Los contrabandistas se quedaron anonadados.
—¡Fuego! ¡por Santiago! ¡Fuego! Tirad sobre el caballo y sobre la pluma

blanca, y sobre el mismo bandido—gritaba el oficial al que se distinguía

perfectamente, porque su tropa se había parapetado detrás de una rampa, y

desde allí hacía un fuego nutrido y continuo sobre los contrabandistas.
Porque los que quedaban de estos negociantes sin patente, no tenían más

que elegir que entre el fuego y el agua, como había dicho el gitano.
—¡Fuego! ¡fuego sobre esos descreídos!—repetía el oficial para estimular

a su gente—; el señor obispo ha prometido indulgencias para esta

Cuaresma, y puesto que el jefe se nos escapa, aniquilemos al resto de la

banda. ¡Fuego!...
—Pero, capitán, veo a un religioso...
—¡Infame! se ha disfrazado. ¡Fuego!
—¡Por San Pedro! fuego, pues. ¡Por usted, reverendo!
El fraile recibió el tiro en el pecho y cayó de rodillas. No quedaban más

que dos, él y el filósofo, también herido. Los otros habían sido muertos,

se habían ahogado entre los rompientes al querer ganar a nado la tartana,

o arrastrados por las olas.
—¡Hijos míos!—gritaba el fraile—, soy un religioso de San Juan enviado

por el superior; ¡piedad en nombre de Cristo! ¡piedad!
Y se agarraba a las agudas puntas de la roca.
—Esto quiere decir—balbuceó el filósofo recibiendo una segunda y mortal

herida—que si yo hubiera de creer en algo, no creería ni en Dios ni en el

diablo, porque he llamado a los dos... y... y...
Sus brazos se abrieron; dejó el trozo de granito que oprimía con fuerza,

abrió desmesuradamente los ojos... y desapareció.
—¡Gracia! ¡gracia! ¡Dios mío! ¡me ahogo!—aulló el fraile que se debatía

entre las olas.
—¡Cómo!—dijo el oficial—, ¡aun vive el impío! ¡fuego, pues, por Santiago!
Tres disparos de carabina partieron a la vez; el hábito azul del

reverendo flotó un instante, y después ya no se vio nada, nada... ni

caballos, ni hombres, ni fraile... nada más que olas espumosas que habían

invadido ya la primera rampa del sendero e iban a estrellarse con gran

estrépito contra la segunda.
Sólo el gitano se había salvado.
—¡Por Cristo! su tartana va a estrellarse contra los escollos—exclamó el

oficial—. Dios es justo, y puesto que sale del canal contra la marea, su

pérdida es segura.
En efecto, el condenado bordeaba intrépidamente aquel paso, que el furor

de las olas debía hacer impracticable.


VI
LA MONJA
¡Ah! este corazón ha descendido
vivo a la tumba, y las austeridades
del sombrío convento no me han preservado
de una mirada criminal. En
vano he llorado amargamente.
Delfina Gay, «Madame de la Vallière».
Ciertamente, si yo fuese monje, y tuviese que elegir un convento,

elegiría el de Santa Magdalena; es un digno convento, triste y sombrío,

situado a orillas del mar, a siete leguas de Tarifa. Al Norte, el Océano

golpea sus muros; al Sud, lagunas impracticables; al Oeste, rocas

cortadas a pico; pero al Este... ¡ah! al Este, una bella pradera verde,

atravesada por un riachuelo que serpentea y brilla al sol como una larga

cinta plateada; y luego, las violetas y las clemátides que perfuman sus

bordes, las palmeras de largas flechas y los almendros que dan sombra. Y

luego, en medio de la llanura, la encantadora aldea de la Pelleta, con su

alto campanario, blanco y esbelto, sus casas albas y su ramillete de

naranjos y de jazmines. Y después, más lejos, las montañas obscuras de

Medina, cuyas vertientes están cubiertas de olivos y de tejos...
Os lo repito, si yo fuese monje, no elegiría otro convento que el

convento de Santa Magdalena.
¡Y los días de fiesta, pues! los jóvenes van a bailar casi bajo sus

muros, y no negaréis que, para una pobre reclusa, es un gran placer oír

el restallido embriagador de las castañuelas bajo los ágiles dedos de los

andaluces... y ver los movimientos lentos y tranquilos del bolero... al

majo perseguir a su maja que le huye y le evita... después se aproxima a

él y le arroja un extremo de su corbata que él besa con transporte, y se

envuelve una mano, mientras que con la otra hace resonar sus castañuelas

de marfil.
Agitad, agitad vuestras castañuelas, jóvenes, porque la cachucha

reemplaza al bolero. ¡La cachucha! ¡he aquí una verdadera danza andaluza,

una danza ardiente y animada, vertiginosa y lasciva! Id... id... rodead

con vuestro brazo amoroso la cintura de vuestra amante, y arrastradla

rápidos y estremecidos al son del instrumento sonoro. Id... su seno

palpita... su ojo brilla, y el viento levanta su negra cabellera y

deshoja su guirnalda de flores; después, murmuraréis a su oído:
—Amor mío... cuán dulce me será respirar esta noche a tu lado el perfume

de los almendros...
Y ella se lanza más vivamente aún, y su brazo os ha oprimido tan

fuertemente que habéis sentido su corazón brincar bajo su mantilla.
Vaya, no temas, muchacha, tu madre no ha oído nada, y esta noche, después

del rosario, cuando tu abuelo te haya besado en la frente, trémula,

inquieta, tus piececitos desflorarán el césped, y te detendrás veinte

veces, conteniendo la respiración. Por fin, te sentarás, palpitante, al

pie de ese bello almendro florido, cuyas hojas relucientes reflejarán la

dulce claridad de la luna. Allí, de pronto, dos fuertes brazos te

envolverán. ¡Virgen santa! ¡qué atrevimiento! Pero entonces, valerosa

muchacha, tú no tendrás miedo.
Ya el son de las castañuelas es más opaco, el sol se pone, la cachucha

vertiginosa ha cesado, las jóvenes regresan a su aldea y ríen, y cantan,

alisándose con la mano los rizos sedosos de sus húmedos cabellos.
Ahora no diréis como yo que es un digno convento el convento de Santa

Magdalena; porque, en fin, figuraos una pobre joven encerrada en él, con

sus diez y ocho años, sus ojos negros y su corazón español que late bajo

su escapulario.
A primera hora, maitines, una larga plegaria en una iglesia sombría y

helada; después vísperas, después la misa, después la novena, después el

Angelus ¿y qué sé yo?
Por toda distracción, dos horas de paseo en el jardín del viejo claustro.

¿Conocéis un jardín de claustro? grandes encinas negras y silenciosas, un

césped raquítico encuadrado en verjas de cañas, y el sol a mediodía; eso

es todo.
Así, confesad, que cuando un día de fiesta se ha podido escapar de la

iglesia para ir a su celda, ¡el corazón late desahogado y alegre!
La reclusa entra en ella, cierra cuidadosamente la puerta, y ya está en

su casa. ¡En su casa! ¿comprendéis esta palabra? cuatro paredes desnudas,

pero blancas; un crucifijo de ébano encima de una mesita de nogal

cubierta de flores; una reja que da sobre la verde pradera; una cama

estrecha, sobre la cual se puede soñar. Francamente, con todas esas

riquezas y vuestros recuerdos de niña, ¿envidiaríais la suerte de la

camarera mayor de la reina de todas las Españas?
Pues, no obstante, una joven está allí sola; el crucifijo, la mesita, la

reja, la cama, el perfume dulce y tenue, todo lo tiene; pero ella no mira

ni la pradera, ni el baile, ni el sol que se oculta resplandeciente.
Oculta la frente entre sus manos y las lágrimas ruedan a través de sus

dedos.
Ya podemos figurárnoslo: era la monja que asistió a la corrida de toros.
Ya no brillaban encima de ella el raso ni las pedrerías como el día en

que se despidió del mundo. ¡Oh! ¡no! un amplio sayal de burdo paño

envolvía su lindo talle como una mortaja, sus largos cabellos negros,

habían sido cortados, y los que le quedaban estaban ocultos tras la

blanca toca que dibujaba su frente cándida, más blanca aún. Pero, ¡Santo

Dios! ¡qué pálida estaba! sus ojos azules, tan bellos y tan puros,

estaban rodeados de un ligero círculo amoratado, en el que las venas

surcan la piel suave y rosada.
—¡Dios mío! ¡perdón! ¡perdón!—dijo, y se dejó caer de rodillas sobre el

duro suelo.
Algún tiempo después se levantó con las mejillas purpurinas y los ojos

brillantes.
—¡Huye! ¡huye, peligroso recuerdo!—exclamó precipitándose hacia la reja—.

¡Oh! ¡oh! ¡aire! ¡me abraso! ¡Oh! quiero ver el sol, los árboles, las

montañas, esos bailes, esa fiesta. Sí, quiero ver esa fiesta, ser

absorbida completamente por ese espectáculo brillante. ¡Dichosos ellos!

¡Bravo, joven! ¡qué ligereza! ¡qué gracia! ¡cómo me gustan el color de tu

basquiña y las trenzas de tu moño! ¡qué bien hace esa flor azul en tus

cabellos rubios! Pero tú te aproximas a tu pareja... ¡Guapo mozo! sus

ojos te miran con amor... El también tenía una dulce mirada, pero...
Y se calló, ocultando su cabeza entre las manos; porque su corazón latía

con tal fuerza, que parecía querer saltársele del pecho. Después,

reponiéndose, y hablando de prisa, como si hubiera querido escapar a un

recuerdo que la oprimía:
—¡Qué brillante está el sol! ¡Jesús! ¡qué hermoso matiz de púrpura con

reflejos de oro! ¡qué tornasolado tan magnífico y tan raro! Tan pronto

parece una elegante torre morisca con mil cresterías, ahora es un globo

de fuego; pero sus contornos varían siempre, y se presentan destacados...

¡Virgen del Carmen! se diría que es un rostro humano... Sí... esa ancha

frente... y esa boca... ¡Oh! no... sí... Jesús... ¡es él!...
Y jadeante, había caído de rodillas, con las manos juntas, en una especie

de éxtasis, ante aquella imagen fantástica, que el vapor fue revelando,

se borró poco a poco y desapareció del todo.
Cuando ya no vio más que un horizonte inflamado, se levantó en un

violento paroxismo, y se arrojó sollozando sobre la cama.
—¡Él!... ¡siempre él... él en todas partes!—exclamó con un gesto de

desesperación—. ¡Horror! cuando me prosterno ante tu imagen sagrada, ¡oh

Cristo! tus divinas facciones se borran... y es él a quien veo... ¡él a

quien adoro!... Sí, muda y confusa, quiero escuchar a la superiora,

cuando lee un libro santo; pues bien, su voz parece debilitarse y

desaparecer y es a él a quien oigo; porque el sonido armonioso de sus

palabras vibra siempre en mi corazón... ¡Horror! en fin, si me arrastro

penitente al tribunal divino, allí también está él... porque mi amor es

el único crimen de que pueda acusarme.
Se echó a llorar.
—¡Un crimen! ¿es verdaderamente crimen? ¡Oh madre mía! si no hubieses

muerto, estarías conmigo; yo tendría mi cabeza sobre tus rodillas y tú...

acariciarías con tus manos mis cabellos largos y rizados; y me dirías si

es un crimen, porque yo te lo confesaría todo. Ya ves, madre mía, me

habían dicho que yo sería dichosa en el convento, pero que para esto era

preciso abandonar el mundo; dije que sí, porque entonces aún no sabía lo

que era el mundo... Y después me vistieron y me adornaron como una santa

y me llevaron a una fiesta en la que un toro mató a dos cristianos—así me

dijeron—, porque yo permanecí oculta en el regazo de mi superiora durante

todo el tiempo que duró aquel horrible espectáculo... Pero de pronto, un

grito de extrañeza resonó y yo levanté la cabeza... era... era él. Sí,

él... que fijó sobre mí una mirada... que me matará; y él me dijo la

primera vez, ¡oh, lo estoy oyendo aún: Por usted señora, y en honor de

sus hermosos ojos, azules como el cielo. Después, rápido, se revolvió...

y yo me estremecí a mi pesar... La segunda vez, me dijo con la misma voz,

con la misma mirada, sonriéndome y saludándome con la mano derecha: Por

usted también, señora, y en honor de esa boca encarnada, purpurina como

el coral. Y con intrepidez esperó al monstruo cuyos cuernos estaban

tintos en sangre, y lo abatió a sus pies... El espanto se había apoderado

de mí, puse las manos en la balaustrada del palco, tanto temía por él;

porque me parece que si él hubiese sido herido, yo habría muerto.

Entonces él se apoderó de mi mano, ¡oh!, bien a mi pesar, madre mía... y

la besó, sí...
Sus ojos se cerraron. Apoyó la cabeza sobre la almohada y continuó en voz

baja y con palabras entrecortadas:
Y—quizá tú me dirás, madre mía: «Mi rosita, ¿le amas tú, pues? Bien,

entonces os prometeréis y Dios os bendecirá». ¡Oh! sí, prometidos... Mira

a mi novio, ¡qué hermoso es!... Flores, flores por todas partes... He ahí

a mis compañeras con sus largos velos blancos... ¿no oyes el grave sonido

del órgano... y la multitud que repite como yo: «¡Qué hermoso es el

novio!» ¡Oh! llega el viejo sacerdote... su mano tiembla al unirnos; ya

es mío, es mi esposo ¡es mi esposo... ¡Oh! madre mía, quédate, quédate...

¿Me dejas?
—Tu esposo está contigo, ángel mío.
—¡Madre mía! ¡mi buena madre!
Dichosa joven, dormía. ¿No es, repito, un digno convento, el convento de

Santa Magdalena?


VII
EL LEVANTE
...¡La muerte!
Cervantes, «Don Quijote».
El levante es un viento del Este; cuando sopla, palidecen hasta los

marinos más intrépidos. No es una de esas inocentes brisas que levantan

olas como montañas, ¡no!; el mar se eleva muy poco, porque es tal la

fuerza del levante que rechaza las olas, que las nivela por el poder de

presión que ejerce la columna de aire sobre la superficie del agua.
Pero también es preciso que el timonel vele a la barra ¡Virgen santa! ¡y

que vele bien si no quiere ver al navío desaparecer entre un torbellino!
Después, el sol brilla, el cielo queda limpio, de un azul magnífico, con

lindos matices de un rosa vivo, que producen el más encantador efecto.
Las embarcaciones de un tonelaje elevado, tal como navíos, fragatas y

corbetas, aun maniobrando con mucha prudencia, tienen mucho que temer de

ese viento; pero las goletas, tartanas y faluchos, tienen todas las

probabilidades posibles de zozobrar.
Si el peligro es grande durante el día, debe ser inmenso durante la

noche, sobre todo cuando se bordea cerca de las costas, que con

frecuencia son atravesadas por corrientes de una velocidad de cuatro o

cinco nudos.
Era, pues, de noche, y el levante que soplaba sobre la costa, erizada de

rocas, era un poco más violenta que no lo fue cuando el memorable

vendaval de 1797, que hizo naufragar a todas las embarcaciones fondeadas

en la rada de Cádiz; todo pereció, personas y buques.
Era uno de esos temibles huracanes durante los cuales los marineros se

quedan lívidos y creen en Dios.
Las estrellas brillaban, las olas, al chocar unas contra otras,

desprendían tantas luces fosforescentes, que aquella vasta llanura, de un

negro sombrío, aparecía casi iluminada por millares de chispas azuladas,

y verdaderamente, salvó el levante que mugía más que el trueno, era un

hermoso espectáculo.
Las dos escampavías que habían salido a la caza de la figurada tartana

del gitano, bailaban sobre aquella sima abierta.
Habían arriado sus gavias, sus foques, su vela mayor, y huían con el

viento de proa sólo con el aparejo de mesana; había sido amarrada la

barra del timón, y los sesenta y tres hombres que componían las dos

tripulaciones, estaban muy ocupados en el sollado poniéndose a bien con

Dios. Como no había ningún sacerdote presente, se confesaban los unos a

los otros.
La confesión es una cosa admirable en sí misma, en tierra, por ejemplo,

en una iglesia de aldea donde las vidrieras dejan penetrar un alegre rayo

de sol, cuando vais a partir para una larga campaña, y vuestra abuela

está allí arrodillada, llorosa, haciendo arder un cirio bendito que ha

dedicado a Nuestra Señora: ¡oh! sí, entonces, la confesión al oído de un

juicioso y virtuoso sacerdote de cabellos blancos, que, al salir del

confesionario y apoyando su brazo trémulo sobre el vuestro, os dice:

«Hijo mío, vamos a ver a mis ovejas que bailan bajo los sauces allá

abajo, al borde del arroyo, y de pasada llevaremos una botella de buen

vino al pobre viejo Juan Luis, el protestante.»
De este modo, sí, comprendo la confesión; pero a bordo, en medio de una

tempestad, cuando únicamente a fuerza de brazos se puede escapar a una

muerte inminente, cuando las olas se estrellan con furia contra la

embarcación, cuando a cada momento se ve desaparecer una vela, cuando los

palos se inclinan y crujen, cuando el oleaje se abate y muge sobre el

puente, lo arrolla todo y arrastra hombres, vergas, botes... ¡oh!

entonces la confesión es una práctica por lo menos fuera de uso y sin

utilidad ninguna para virar en redondo o para largar una gavia.
Quedamos en que a bordo de las dos escampavías habían sido amarradas las

barras del timón; las dos embarcaciones navegaban en las mismas aguas, y

como nadie, absolutamente nadie, había quedado sobre el puente, la gracia

de Dios cuidaba de ellas; y esto, en la práctica, resultaba bastante mal,

porque la escampavía Urna de San José, a consecuencia del ángulo que su

barra formaba con su quilla, se dejó ir violentamente sobre su compañera

la Bendición de Nuestra Señora de los Siete Dolores y la abordó por la

popa, y como la parte de detrás de un buque acostumbra ser menos

resistente que la anterior, la Bendición de Nuestra Señora de los Siete

Dolores recibió el bauprés de la Urna de San José, en la obra muerta, que

se abrió y dio libre acceso a una vía de agua que echó a pique a la

escampavía y a los sesenta confesados y confesores.
Ya veis que la confesión no vale nada en semejantes ocasiones.
Pero la escampavía no se hundió rápidamente.
La Urna de San José sintió, a la espantosa conmoción que experimentara,

que algo extraordinario pasaba en su exterior, y fue enviado un grumete,

que se disponía a confesar su sexagésimo tercero pecado, para que se

enterase de lo ocurrido. Montó en el acto, arrastrándose por el puente,

vio el bauprés enteramente destrozado, y a un tiro de fusil a la otra

escampavía, con la popa hundida, elevar su proa, donde se habían

refugiado los tripulantes que quedaban.
El capitán del buque que se hundía, puso sus dos manos ante su boca en

forma de trompa, y por medio de esta bocina improvisada dijo no sabemos

qué cosa al grumete que tuvo la atención de formar también con su mano

una especie de trompeta acústica.
Pero desgraciadamente la Bendición de Nuestra Señora de los Siete Dolores

estaba bajo el viento y el grumete no entendió ni una palabra; pero como

le habían dicho que viese lo que ocurría, se acurrucó en un rincón y

miró.
Algunos de los náufragos se arrojaron al mar; pero ¡por el ángel de San

Pedro! había que nadar contra viento y marea para llegar a la escampavía,

que no obstante no estaba lejos. Imposible. Se ahogaron, pues, los

imprudentes, después de haber sido cegados por el remolino de las olas,

que les azotaba y les ensangrentaba la cara.
El grumete veía todo esto a la luz de su farol, tratando de no perder ni

una convulsión, ni un rechinar de dientes a fin de ser exacto en su

relación, pero rogaba a Dios por ellos; ¡el pobre y digno muchacho!
Bien pronto, la proa de la escampavía se hundió también, y los que

sobrevivieron a este desastre se subieron al palo de mesana, el único que

había quedado en pie, y era cosa curiosa ver este palo, sobre el cual las

cabezas de aquellos hombres estaban agrupadas, y que se me perdone la

imagen como las cerezas sobre esos ligeros bastones que tanto placen a

los niños.
Esta viga, cargada de hombres, no permaneció ni diez minutos fuera del

agua; pero durante esos diez minutos ¡qué drama más terrible!...
Al final no quedaron más que dos sobre el palo, dos hermanos, según creo,

gente piadosa y juiciosa; pero el instinto vital se sobrepuso a la

fraternidad; cuando eran niños ¡oh! se amaban mucho. El más hermoso de

los frutos era el que ellos se ofrecían, y cuando uno cometía una falta,

su madre tenía que castigar a los dos, porque el uno no quería acusar al

otro. Más tarde se enamoraron de la misma mujer, y la mataron para que no

perteneciese a ninguno de los dos. Eran españoles, perdonadles. Por esta

causa fueron condenados a cinco años de galeras; el mayor consiguió

escaparse, pero no habiendo conseguido favorecer la evasión de su

hermano, volvió a ingresar en presidio, por no querer abandonar a aquel

ser querido.
En fin, dos valientes y leales camaradas, si los hay; pero, ¿qué queréis?

enfrente de la muerte está permitido sentirse un poco egoísta.
El palo sobresalía aún unos seis pies del agua, y, para el que ocupaba la

parte más elevada de él, era una altura comparable a las de las montañas

más altas, porque en aquellos momentos decisivos, un minuto de existencia

era un año... una pulgada de terreno, era una legua.
El hermano mayor, que, no obstante, ocupaba el sitio inferior, sintiendo

la frescura del agua, que le oprimía como un círculo de hierro helado,

hizo un violento esfuerzo, y se agarró a las rodillas del menor.
Este, que oprimía el palo con todas las fuerzas convulsivas de la agonía,

intentó apoyar su pie sobre el pecho de su hermano para ahogarle...

¡Desesperación! ¡Imposible! Se apretaba las rodillas como un torno.
Y, cosa rara, aquellas dos cabezas, que tantas veces se habían

alegremente sonreído y tiernamente besado, allí se seguían con ojos de

odio, se mataban con la mirada.
En fin, el que ocupaba lo alto del palo, lo abandonó un instante.
El otro advirtió el movimiento, y se soltó también.
Es lo que el pequeño esperaba. Le arrojó los dos brazos alrededor del

cuello, no suavemente como otras veces y diciéndole: «Buenos días,

hermano», sino con frenesí. De modo que le estranguló oprimiéndole la

garganta contra un tope de la mesana con un cabo de cuerda que flotaba.

¡Crimen inútil! sólo el pensamiento se extinguió en aquel cuerpo, porque

los brazos del cadáver estrechaban siempre las rodillas del fratricida,

hasta que desaparecieron los dos.
Cuando el grumete no vio nada más, se frotó los ojos, miró aún otra vez y

bajó para contar lo que había presenciado, causando gran extrañeza, pero

le dejaron con la palabra en la boca, con la promesa de que le dejarían

acabar otra vez su relación, y el encargado del cuarto de babor, subió al

puente por orden del capitán. El viento soplaba con un poco menos de

violencia, pero la noche era clara; colocose un buen marinero en la barra

del timón para evitar la deriva, y continuó la embarcación con rumbo al

Oeste.
Hacía algún tiempo que se dejaban llevar en esta dirección, cuando el

marinero de guardia gritó:
-¡Barco a estribor!
Se precipitaron todos a la luz de los faroles y pudieron ver a la tartana

completamente desmantelada, ¡a la tartana que perseguían desde la

víspera! ¡a la tartana causa primera de todos sus desastres!
—¡Por fin!—aulló el capitán—, la Santa Virgen nos protege y Dios es

justo. ¡Vas a pagar, maldito, la muerte de nuestros hermanos!
Y a pesar de la impetuosidad del viento, intentó sesgar.


VIII
LA «URNA DE SAN JOSÉ»
¿Por miedo?... No, señor...
Calderón.
—¡Santiago! ¡Santiago!—gritó el capitán de la Urna de San José—.

¡Santiago! haz que los artilleros ocupen sus piezas.
—Capitán... yo...
—¡Cualquiera diría que tiemblas!...
—No, capitán, pero el levante ha alterado mis nervios...
—¡Por Cristo! ¿Qué se diría si se viese al teniente del navío que yo

mando temblar como una gaviota entre un temporal? Vamos, artilleros, a

vuestras piezas; ¡y vosotros, rumbo hacia la tartana, que Satanás

confunda! Cuando hayamos cambiado de disposición le largaremos una

andanada. ¡Que Dios me ayude!... el levante cede... ¡Ah! ¡por la Virgen!

¡será una hermosa fiesta para el pueblo de Cádiz verte entrar con hierros

en las manos y en los pies, con tu tripulación de demonios, perro

maldito!—decía el honrado Massareo mostrando el puño a la tartana

desamparada, silenciosa y sombría, que se balanceaba al movimiento de las

olas.
Sí, sí—continuó Massareo—, ¡por San José! ¡conozco tus astucias! te

meneas menos que una boya para que me ponga a tu alcance... Entonces tú

arrojarías, a mi pobre barco una andanada de azufre que nos haría arder

lindamente... ¡o me jugarías alguna otra pasada diabólica! Pero Dios

protege al viejo Massareo. Más de una vez ha escapado con los ricos

galeones de Méjico a los garfios de esos malditos ingleses, que, no

obstante, no tienen nada de tontos, ¡los herejes!—y se persignó.
Después, dirigiéndose, al timonel:
—No vayas contra el viento; orza, orza, torpe, y piensa en virar en

redondo.
El levante disminuía sensiblemente, y se veía, por las nubes que

avanzaban rápidamente desde el horizonte y por las oscilaciones de la

brisa, que el viento cambiaba de dirección. Las estrellas aparecieron

veladas, y la noche, de clara que era, se tornó sombría. La tartana

estaba sumergida en la obscuridad; solamente un punto luminoso brillaba

en su popa, en la dirección de la cámara; pero no se oía el más ligero

ruido a bordo, ni se veía a nadie sobre el puente.
El capitán del guardacostas, habiendo efectuado dichosamente su cambio de

amuras, se dejó ir sobre la tartana, hasta una distancia de medio tiro de

pistola. Entonces llamó a su teniente Santiago, pero éste, creyendo que

se trataba de mandar el fuego, había desaparecido con la rapidez del

relámpago.
—¡Santiago!—repitió.
—Señor capitán, está en el fondo de la cala; dice que le ha enviado usted

para que vigile cómo sacan la pólvora.
—¡El miserable! ¡Por Santiago! que le traigan muerto o vivo; y tú,

Alvarez, dame mi bocina de combate.
Entonces el bravo Massareo volvió hacia el barco mudo el enorme orificio

del instrumento y gritó:
—¡Ah de la tartana!... ¡ah!
Después bajó la bocina, se llevó la mano a la oreja para no perder ni una

palabra, y escuchó atentamente.
Nada... Profundo silencio...
—¿Eh?—dijo al primer contramaestre que estaba cerca de él.
—No he oído nada absolutamente, señor capitán, a no ser una especie de

gemido; pero, ¡por el Cielo! no se fíe usted, vale más que les hable a

cañonazos; ese lenguaje lo entenderán perfectamente, ¡por San Pedro!,

porque nuestro valiente almirante Galledo, que Dios tenga bajo su brazo

derecho—aquí se quitó su gorra—, nuestro valiente almirante decía siempre

que ésta era la lengua universal, y que...
—¡Paz, Alvarez, paz! cállese el viejo congrio. Me ha parecido ver moverse

alguna cosa sobre el puente.
Y de nuevo, empuñando la inmensa bocina, gritó:
—¡Ah de la tartana!... ¡ah!... enviad una embarcación, si no os echo a

pique...
—Como perros malditos que sois—añadió Alvarez.
—¡Te callarás! pueden haber hablado, y tu necia lengua que va tan de

prisa como el gato de un cabrestante, me ha impedido oír nada—dijo el

capitán con una volubilidad colérica, repitiendo por tercera vez—: ¡Ah de

la tartana!... responded o hago fuego.
Esta vez se distinguió un gemido prolongado que no tenía nada de humano,

y que hizo estremecer al capitán Massareo.
—Capitán, si usted quiere creerme—dijo Alvarez, persignándose—,

enviémosles una andanada y viremos en redondo; porque veo el fuego de San

Telmo que revolotea en su popa, y ¡por la Virgen! no se está bien aquí.
—¡Esto es demasiado!—exclamó Massareo—. ¡San Pablo, rogad por nosotros!

¡Vamos! ¡por la gracia de Dios! Artilleros, a vuestras piezas; armad

vuestras baterías. Bien. Haced la señal de la cruz. Bien. Ahora

¡fuego!... ¡fuego a estribor!...
La andanada partió, y el fogonazo, iluminando un instante la tartana,

proyectó sobre las aguas un vivo reflejo de luz.
Después, cuando el humo blancuzco de la pólvora se hubo disipado, se vio

al navío inmóvil, silencioso, con su punto luminoso a popa, obscurecido

de cuando en cuando por una sombra que pasaba y repasaba en la cámara.
—¿Y bien, Alvarez?—preguntó Massareo que no comprendía la obstinación del

barco cañoneado.
—Señor, todas las balas le han caído encima y el maldito no se menea. Y

sin embargo, hay gente a bordo, lo juraría por mi rosario.
—El caso es espinoso—dijo Massareo con inquietud—; voy a hacer correr una

bordada, mientras que yo, tú, Pérez y ese poltrón de Santiago, cuyo

consejo es sin embargo muy provechoso, nos reunimos para deliberar acerca

de lo que hay que hacer.
Viraron en redondo dirigiéndose hacia el Este; se envió a buscar a

Santiago, se reunieron los cuatro miembros de la asamblea, y comenzó la

discusión.
Ningún plan había sido adoptado, cuando el prudente Santiago exclamó:
—Con la protección de la Virgen, he aquí lo que yo haría; armaría una

chalupa, me aproximaría a la tartana maldita y entraría al abordaje...

¡Eh, compadres! ¿qué les parece?
A los compadres también se les había ocurrido este medio, el único que

razonablemente podía emplearse, pero se habían guardado muy mucho de

decir esta boca es mía, porque sabían que el que propusiera esta medida

sería naturalmente encargado de ejecutarla. La inconcebible temeridad de

Santiago les sacó de su embarazo y no tuvieron más que una voz para

alabar y felicitar al autor de aquel admirable plan de campaña, que vio,

pero demasiado tarde, en qué peligrosa situación se había colocado.
—El Cielo le ha inspirado, Santiago, dele las gracias—dijo el capitán.
—¡Hermano Santiago, qué dichoso eres!—exclamó Alvarez golpeándole

amistosamente la espalda—. ¡Por Cristo! es una hermosa ocasión para

ascender a oficial. ¡No estar yo en tu lugar! ¡Cuánta gloria vas a

recoger ejecutando tu audaz proyecto! ¡¡¡Abordar al maldito!!! Venderán

tu retrato por las calles de Cádiz y te sacarán canciones. ¡Dichoso

mortal!
Y se precipitó por la escalera que conducía a la cala silbando un motete.
—¡Pero—exclamó el desgraciado Santiago, trémulo y aturdido—, yo no he

dicho que...!
—Usted tendrá más probabilidades para abordar al maldito atacándole por

estribor, hijo mío—le dijo gravemente el artillero Pérez—; por babor trae

desgracia, y he aquí probablemente lo que la pasará: Se acerca usted a

cierta distancia... tiran contra usted... Perfectamente, compadre... Se

aproxima aún más... y desde lo alto de las vergas le tiran un puñado de

balas que caen sobre su chalupa... Muy bien, compadre. Entonces, con la

agilidad que usted debe poseer, usted y su gente, tratan de aferrarse a

los portaobenques, a las escalas y a todo lo que esté a su alcance...

Perfectamente, compadre. Pero he aquí que ¡por todos los santos del

paraíso! mientras que estáis agarrados a la borda, se abre de pronto una

escotilla y os encontráis frente a la nariz con una docena de anchos

esmeriles cargados hasta la boca de balas, clavos y lingotes que, como

usted puede suponer, hacen un fuego del infierno y matan por lo menos a

las tres cuartas partes de sus hombres. Entonces los que quedan, si es

que queda alguno, se lanzan ágilmente al abordaje como gatos salvajes, el

puñal entre los dientes y la pistola en la mano; viene una lucha cuerpo a

cuerpo, se mata, se muere... pero siempre se recoge gloria y... esto es

todo. ¡Por los dolores de Nuestra Señora, que no esté yo en su lugar!

¡oh! sí, ¡que no esté yo en su lugar, hijo mío!—repitió lanzando un

ardiente suspiro, pero desapareciendo velozmente en el sollado.
—¡Pero, Santa Virgen!—exclamó Santiago que había estado a punto de

interrumpir veinte veces al artillero Pérez—, pero ¡por la corona de

espinas de Jesucristo! si yo he dado ese consejo, no ha sido para

ejecutarlo yo mismo, y puesto que envidian mi lugar...
—No, Santiago—repuso el bravo Massareo—, eso sería una injusticia; esa

misión le pertenece de derecho, y usted la tendrá, Santiago, usted la

tendrá. Sería llevar la delicadeza demasiado lejos.
—Usted ha sembrado, justo es que recoja—dijo otro.
—Sin duda, hace falta mucho valor, sangre fría, agilidad y sobre todo

mucha suerte para llevar a cabo una empresa tan peligrosa; pero con la

ayuda de Dios y de su patrón, Santiago, usted saldrá de ella con honor, o

bien morirá con la muerte de los valientes, lo que no es dable a todo el

mundo. Vamos, hijo mío, cumpla bien, que Dios y su jefe tienen la vista

fija en usted—dijo el capitán.
—¡Pero, por todos los santos de la capilla de la catedral de

Cádiz!—exclamó Santiago pálido de cólera y de temor—, yo quiero al

instante...
—No puedo por menos que alabar semejante prisa, Santiago. Voy, pues, a

dar las órdenes oportunas para hacer armar la chalupa. Nada le faltará:

puñales, hachas, picas de abordaje, esmeriles, balas, cartuchos de

metralla. Esté tranquilo, hijo mío, que yo velo con la solicitud de un

padre... Vamos, vamos, modere ese ardor, y, como un verdadero español,

piense en Dios, en su rey y en su dama, si es que usted la tiene. Piense,

pues, cuál será su alegría, cuando le vea volver moribundo, cubierto de

heridas y seguido de la multitud que gritará: «¡Es él, es el vencedor del

gitano! ¡es el valeroso Santiago!» ¡Ah! hijo mío; si mi cargo no me

obligase a permanecer a bordo... ¡muerte de mi vida! no tendría usted esa

misión. ¡No, por Santiago! yo se la habría disputado.
Y tomaba el mismo camino que los demás miembros del consejo, cuando

Santiago le retuvo por el brazo gritando:
—No, capitán, no; preferiría mejor no descubrirme en la iglesia, no

arrodillarme ante el Santo Sacramento, faltar a mi rosario, que ir a

bordo de ese condenado barco, de ese barco donde Satanás tiene su corte;

y además—continuó con tranquilidad, muy convencido de haber encontrado un

argumento sin réplica—, además, mi religión me prohíbe el contacto de los

excomulgados y de los apóstatas.
—¿Quién habla de eso, hijo mío?—dijo el capitán persignándose—; soy

demasiado buen cristiano, aprecio demasiado la salvación del cuerpo y del

alma de mis marineros para exponerlos así.
—En hora buena, capitán, eso es; cuide sobre todo de la salvación del

cuerpo, ¿entiende usted? del cuerpo de sus marinos, es lo más

importante—dijo Santiago un poco más tranquilo.
—Hijo mío—repuso el capitán—, usted no me ha comprendido; yo estoy lejos

de exigir de usted que estrangule al descreído con sus propias manos.

¡Virgen santa! no, sin duda; ese contacto me hace estremecer de horror;

pero la bala de su mosquete o la hoja de su puñal evitará esa mancilla a

sus cristianas manos.
Santiago, más exasperado aún por la decepción que experimentaba, exclamó:
—¡Ni el hierro, ni el plomo, ni yo daremos muerte a ese excomulgado! ¡No

iré a bordo, por las mil llagas de San Julián, no, no iré!—añadió

golpeando violentamente el suelo con el pie.
—Santiago, amigo mío—dijo fríamente el capitán—; tengo el derecho de vida

y muerte sobre todo hombre de mi tripulación que se me rebele o se niegue

a ejecutar mis órdenes.
Y diciendo esto, le mostró dos pistolas que había sobre el cabrestante.
Ante aquella espantosa alternativa, Santiago prefirió el abordaje, y

descendió a la chalupa que le esperaba, con la sombría resignación del

hombre a quien llevan a la muerte.
Al alejarse de la escampavía, el desgraciado Santiago, acordándose de los

consejos y las predicciones de Pérez, que el miedo había grabado en su

mente, esperaba a cada momento una súbita descarga de mosquetería. Se

acercó, no obstante, a lo largo de la tartana, sin que se oyese ni un

solo disparo. Entonces, arrojando su amarra, recomendó su alma a Dios,

porque, según los informes topográficos y precisos del artillero, era en

aquel momento cuando las amplias bocas de los esmeriles debían hacer un

fuego del infierno.
Esperó, pues, y besó su rosario exclamando:
—¡De rodillas, hermanos míos, somos muertos!
Los diez hombres que le acompañaban, aprovechando a todo evento esta

advertencia, se arrojaron al fondo de la chalupa.
Silencio, siempre silencio. No se oía... no se veía nada... más que la

luz que brillaba siempre en la cámara, y que de cuando en cuando aparecía

obscurecida por una sombra que la ocultaba.
Santiago, un poco más tranquilo, se atrevió a levantar la cabeza, pero la

bajó prontamente al oír un crujido de la tartana, y luego la volvió a

levantar, sin ver esmeriles ni escotillas.
Como nada da tanta tranquilidad como un peligro pasado o evitado,

Santiago se enderezó presa de un ardor marcial, y trepó a bordo de la

tartana seguido de sus diez hombres, a quien su ejemplo electrizaba.

Llegados al puente, no encontraron más que despojos, jarcias destrozadas

por el viento, un desorden, en fin, que anunciaba que aquel buque había

sufrido cruelmente los efectos del levante. Pero de pronto se oyó un

ruido desordenado en el sollado.
Los diez marineros y el segundo de la Urna de San José se miraron

palideciendo; no obstante, gritaron con voz un poco temblorosa, es

verdad:
—¡Viva el rey! ¡Adelante la Urna de San José y el valiente Santiago!
Porque los compañeros de armas del valiente Santiago, que se apretujaban

los unos contra los otros, al oír aquel ruido imprevisto, se aproximaron

tan bruscamente a él, que el desgraciado héroe fue precipitado por la

escotilla que tenía a sus pies, y desapareció.
Sus marineros, tomando aquella caída por una prueba de abnegación y de

intrepidez, siguieron al nuevo Curcio a los gritos de ¡viva Santiago! y

saltaron en el sollado como los carneros de Panurgo.
Santiago se había levantado prontamente, y aprovechando el error de sus

hombres, les dijo en voz baja:
—Hijos míos, el valor y la sangre fría no son nada; ya habéis visto todos

que, aun a riesgo de caer sobre millares de picas o de sables, me he

precipitado ciegamente en el sollado... eso es audacia, sencillamente.
—¡Viva nuestro Santiago!—repitieron los marinos.
—Callaos, hijos míos, en nombre del Cielo, callaos; lanzáis unos gritos

capaces de asustar a las gaviotas. Guardaos vuestros ¡viva Santiago! para

más tarde. Ya gritaréis eso en la plaza de San Antonio. Será de un gran

efecto; pero, mientras tanto, veamos el medio de forzar el reducto de

esos condenados.
Y mostraba la cámara en la cual se hacía siempre un ruido infernal. De

pronto, como si se le ocurriese una idea súbita, exclamó:
—¡Amigos míos, armad vuestras carabinas!... ¡Fuego sobre ese tabique!
Lo que había decidido sobre todo a Santiago a esta maniobra, es que

encontrándose necesariamente detrás de su tropa, se vería libre del

primer choque de la salida que podrían intentar los sitiados.
—¡Fuego! ¡y que el Cielo nos ayude!—repitió empujando a su pelotón.
Y sonó la descarga.
A una distancia tan corta, las balas, llegando en masa sobre el tabique,

lo hundieron en parte, y antes de que los marineros hubiesen vuelto a

cargar sus armas, una masa espantosa les derribó y pasó por encima de

ellos lanzando horribles mugidos.
—¡Desconfiad!—gritaba Santiago, que estaba guarecido detrás de uno de sus

valientes al que hacía servir de escudo—; desconfiad, es una astucia de

guerra; quieren caer de improviso sobre nosotros; volved a cargar las

armas.
—Señor teniente—dijo uno de los marinos—, ¡pero si el sitiado tiene el

más hermoso par de cuernos que jamás cristiano alguno haya tenido

plantados sobre la cabeza!...
—¡Apresad al monstruo!—gritó Santiago retrocediendo con su escudo

viviente—, es el condenado, apresadle... Vade retro, Satanas...

¡Santiago, San José, tened piedad de nosotros!
—Pero, teniente... si esto no es... más que un buey ¡por la Virgen! un

excelente buey que se mueve. ¡Con siete balas en el cuerpo!
Y la luz que se trajo de la cámara, permitió comprobar la exactitud de

este curioso boletín. Era, en efecto, un buey destinado a la comida de la

tripulación de la tartana, y que se habían probablemente visto obligados

a dejar al abandonar la embarcación.
—¡Un buey! ¡un innoble buey!—decía Santiago—. Un plan de ataque combinado

con tanta sangre fría y ejecutado con tanta audacia para... ¡para

apoderarnos de un buey al abordaje!
—Nos lo llevaremos, ¿verdad, teniente? Nos vendrá al pelo porque ¡hace

tanto tiempo que no comemos carne fresca!
—Os guardaréis de ello... ¿lo oís?—repuso Santiago con cólera—. ¡Qué

brutos y qué asnos sois! es decir, que queréis exponeros a las burlas de

vuestros camaradas presentando ese hermoso trofeo... Me opongo

terminantemente; subid al puente, seguidme, cerrad las escotillas, y

sobre todo, una vez a bordo, no desmintáis ni una palabra de lo que diré

al capitán, tanto en vuestro interés como en el mío.
Santiago volvió a bordo de la escampavía, donde ya comenzaban a estar

inquietos, e hizo con una rara imprudencia, un relato detallado de su

combate con el gitano y sus demonios.
—En fin—añadió—, en fin, lo cierto es que todos están muertos o fuera de

combate.
Al escuchar aquella heroica narración, en que la intrepidez de Santiago

se revelaba por primera vez, el capitán Massareo, que conocía

perfectamente la cobardía de su segundo, no concebía un cambio tan

rápido; pero, acordándose de la quijada de Sansón, de la burra de Balaam,

y de tantos otros milagros, acabó por mirar a Santiago como un elegido a

quien Dios había animado de pronto con un soplo divino, para darle la

fuerza de combatir a un réprobo, a un hijo del ángel rebelde. De modo que

una vez que hubo adoptado esta desgraciada idea, creyó ciegamente todas

las tonterías y todas las mentiras que Santiago tuvo a bien contarle.
—¿Y el gitano?—preguntó el capitán.
—El gitano, capitán, estaba probablemente disfrazado, pero yo estoy

convencido de que ha muerto también. ¡Diablo de sangre, cómo mancha!—dijo

Santiago que quería sin duda desviar la conversación de un asunto tan

delicado, y se interrumpió para limpiarse un ancho trazo de sangre que

surcaba su vestido, último vestigio de la agonía del pobre cuadrúpedo.
—¿Está usted herido, valiente Santiago?—preguntó el capitán con interés—.

¡A ver!
—No, no, por mi madre, no verá usted nada. Es una insignificancia, una

tontería—respondió Santiago con una indiferencia afectada, retrocediendo

precipitadamente—; pero lo que es importante, capitán, es echar a pique

ese nido de demonios. Las escotillas están cerradas, es cuestión de unos

cuantos cañonazos, y habremos purgado la costa del más grande bandido que

jamás haya infestado la costa.
Massareo se moría de deseos de preguntar por qué no habían traído

prisioneros que hubieran podido dar fe del feliz éxito de la expedición;

pero comprendiendo que tendría que encargarse él de esta segunda misión,

y como ello no era muy de su gusto, accedió a todo lo que quiso el

valiente y bienaventurado Santiago, y comenzó a cañonear vigorosamente la

pretendida tartana del gitano, que no podía resistir largo tiempo un

fuego tan nutrido.


IX
EL RELATO
No matarás.
Mand. de la ley de Dios.
Mientras que el bravo Massareo destruía una de las tartanas, la otra

salía del canal de la Torre, y navegaba con habilidad a pesar de las

ráfagas del levante, cuya violencia disminuía, sin embargo,

sensiblemente.
No había nada en el mundo más resplandeciente que la pequeña cámara de

aquel buque, en la cual dos invitados estaban comiendo. Un enorme globo

de cristal pendiente del plafón, proyectaba una claridad viva y pura

sobre un rico tapiz turco, de un azul brillante, en el que se veían

bordados hermosos pájaros rojos que desplegaban sus alas doradas, y

tenían entre sus patas de plata largas serpientes de escamas verdes como

esmeraldas; un diván de raso obscuro, daba la vuelta a toda la pieza.
En el centro, y cerca del diván, se levantaba una mesa servida con gusto

y riqueza exquisitos; pero en lugar de ser sostenida sólo por las patas,

cuatro ligeras cadenas la ataban al suelo, para librarla de los vaivenes.

El tinto de Rota, el Jerez y el Pajarete centelleaban en preciosos

frascos de cristal cuyas mil facetas reflejaban una luz cambiante y

coloreada como los matices del prisma, mientras que los racimos de

Sanlúcar, de granos violados y aterciopelados, las brevas de Medina, las

granadas de Sevilla, que el sol había abierto, y las naranjas de Málaga,

se elevaban en elegantes pirámides en las cestas tejidas con un ligero

hilo encarnado, tal como se ven en Esmirna; el mantel, resplandeciente de

blancura, estaba atravesado, según la moda oriental, por brillantes

dibujos de oro y de seda.
Unicamente sencillas botellas de un verde obscuro, de cuello largo y

estrecho, de tapón lacrado y sujeto por alambre, botellas, en fin, que

olían a Francia y a champaña a una legua, contrastaban singularmente con

el lujo y el aparato asiático que dominaba en aquella pieza.
Y era efectivamente champaña, porque dos copas cónicas y cilíndricas, que

se levantaban sobre su ancho pie de cristal, aparecían gloriosamente

llenas, y el licor rosado que hervía y centelleaba, elevó bien pronto su

espuma temblorosa por encima de los bordes del vaso.
—¡Atención, comandante, la marea sube!
Esto decía el joven imberbe que mandaba aquella tartana, sosia de la del

gitano, perseguida con tanto encarnizamiento y desgracia por los dos

guardacostas, mientras que el comandante desembarcaba el contrabando del

convento de San Juan al pie de las rocas de la Torre...
La misma tartana de que el valiente Santiago se apoderara al abordaje con

un buey y sus cuernos y que el no menos valiente capitán acababa de

destruir a cañonazos.
—Comandante, la marea baja, y si usted no tiene cuidado habrá bajado del

todo en un instante—repitió el muchacho, y de un trago apuró lo que él

llamaba la marea, de modo que su vaso quedó seco—. ¡Cómo amo este vino de

Francia! Porque nuestro Jerez y nuestro Málaga, con su color amarillo

sombrío, me parecen tan tristes como el canto de una dueña; mientras que

el color rosado y riente de este champaña me llenan el alma de alegría.

¡Dios de verdad! Es como si oyese a mi Juana rasguear en mi guitarra un

vivo bolero. Por mi fe; viva el vino de Francia—repuso dejando tan

vivamente el vaso sobre la mesa, que lo rompió.
Este ruido sacó al otro comensal de su ensimismamiento: era el gitano.
—¡Francia, Blasillo! palabra ¡es un digno país!
—¡País de hospitalidad!—dijo Blasillo apurando un segundo vaso de

champaña.
El gitano miró, inclinó la cabeza hacia atrás recostándola sobre los

cojines del diván, y soltó una carcajada.
—Y de la libertad—continuó Blasillo en el mismo tono.
Aquí las carcajadas del gitano fueron tan violentas que resonaron por

encima del ruido de la tempestad eme mugía fuera, con gran confusión del

pobre Blasillo, que le miraba con aire de disgusto y de estrañeza.
El gitano lo advirtió.
—Perdón, Blasillo, perdón, hijo mío; pero tu ingenua admiración por ese

dulce país de Francia, como le llaman, ¡me ha recordado tantas cosas!...
Después de un momento de silencio, el gitano se pasó rápidamente la mano

por la frente, como para desechar una idea penosa, y dijo sonriendo:
—Ahora que ya no podemos dedicarnos al contrabando y que nuestra escuadra

ha quedado reducida a la mitad, ¿a dónde iremos, Blasillo?
—¡A Italia, comandante! Como aquí, el sol es caliente, el cielo azul, los

árboles verdes; como aquí, las mujeres son morenas, cantan acompañándose

de una guitarra y se arrodillan delante de la Virgen; sin contar con que

más de una ensenada de la costa de Sicilia ofrecería un bueno y seguro

refugio a la tartana. Vamos, ¡rumbo hacia Italia, comandante!
—¡A Italia!... no, porque los asesinos son castigados con la muerte, ¿no

lo sabes, Blasillo?
—¡Dios mío! ¡usted asesino!—dijo el muchacho con espanto.
—Escucha. Blasillo, yo tenía catorce años; mi hermana Sed'lha y yo

conducíamos a nuestro padre que apenas podía andar, cuando cayó herido de

un tiro de carabina. Era el fruto del odio santo, que nos tenía un

cristiano. Yo no llevaba encima más que mi estilete; me lancé en

persecución del asesino le alcancé cerca de una roca. El era fuerte y

vigoroso, pero la sangre de mi padre había manchado mis ropas... y le

degollé con fruición. He aquí cómo abandoné Italia con mi pobre Sed'lha

¿qué habrías hecho tú, Blasillo?
—Hubiera vengado a mi padre—dijo el adolescente después de un momento de

expresivo silencio—. Viremos en redondo, comandante—añadió con un

profundo suspiro—, y vayamos a Egipto. Se dice que Mehemet Alí e Ibrahim

acogen muy bien a los extranjeros. Vamos a Alejandría...
—Es una hermosa ciudad Alejandría: es allí donde yo desembarqué al huir

de Italia. Un buen emir me recogió con mi hermana y me envió al colegio,

porque hay más instrucción y más colegios en Alejandría que en todas las

Españas, Blasillo.
—Le creo a usted, comandante.
Aprendí allí la lengua francesa, el español, la ciencia de los números,

el arte náutico. Salí de allí hecho un buen marino.
—¡Y que lo diga usted!
—Al cabo de seis años yo mandaba un brick, que tuvo un encuentro con el

brulote de Canaris, Blasillo.
Este hizo el saludo militar.
—Y volví a puerto para reparar las averías y reclutar una nueva

tripulación, lo que ocurría siempre que se encontraba a Canaris. En

Alejandría me recibieron afectuosamente. Verdaderamente es una alegre

ciudad, sobre todo en las hermosas tardes en que el sol se pone detrás de

las arenas del desierto y cuando dora con sus rayos el harem de Mehemet,

las fortificaciones del viejo puerto, el palacio del faraón y la columna

de Pompeya. Entonces el aire del mar refresca el aire abrasador; los

negros extienden la tienda rayada sobre la terraza, y uno, tendido sobre

un muelle cojín, aspira el vapor del tabaco levantino, que se perfuma al

atravesar un agua de rosas y de lilas, y después, una hermosa joven de

Candía o de Samos, se arrodilla ante uno ofreciéndole ruborizada un

sorbete helado en una copa ricamente cincelada. Haces un signo y ella se

aproxima a ti, y, con un brazo pasado alrededor de su cuello, miras con

indiferencia aquella cabeza de ángel que se dibuja como una aparición

fantástica en medio de un humo azulado y oloroso, que se eleva en

torbellinos del narguile.
Los ojos de Blasillo brillaban ciertamente tanto como las facetas

centelleantes de los frascos de vidrio:
—Vamos a Alejandría, comandante—dijo incorporándose.
—¡A Alejandría! ¿qué te parecería, mi querido niño, si te sentasen sobre

la flecha aguda de un minarete que se lanza hacia las nubes? ¡flecha, por

otra parte, brillante y dorada! ¿y si se te dejase en esa incómoda

posición hasta que los cuervos hubiesen devorado las pupilas de tus

grandes ojos negros?
Esta proposición apagó el ardor de Blasillo, que llenó prestamente su

copa sonriendo:
—Viremos, pues, en redondo, comandante.
—Sí, Blasillo, tal es la suerte que me espera en Egipto, si el bauprés de

mi tartana se dirigiese hacia ese suelo encantado.
—¿Y por qué, comandante?
—¡Oh! porque yo hundí cinco veces mi kangiar en la garganta del buen

anciano emir que nos recogía a Sed'lha y a mí, y me hizo instruir como un

rabino.
—¡Dios del Cielo! ¡otro asesinato! ¡Usted asesino de su bienhechor!
—Había abusado de la hospitalidad que nos diera para seducir a mi

hermana, con la que no podía casarse. ¿Qué hubieras hecho en mi lugar,

Blasillo?
El joven español ocultó la cabeza entre sus manos.
—¿Y su hermana?—preguntó.
—Me quedaba aún una última prueba de afecto que darle, y se la di.
—¿Cuál?
—La maté, Blasillo.
—¿Mató también a su hermana? ¡Usted fratricida! ¡Anatema!
—¡Niño! ¿sabes tú qué suerte espera en Egipto a una joven de mi raza que

se ha dejado seducir, cuando el seductor es casado? La despojan de sus

vestidos y la pasean desnuda por la ciudad; después la mutilan del modo

más horrible, la meten en un saco y la exponen a la puerta de una

mezquita, donde todo hombre, incluso un cristiano, puede llenarla de

golpes, de injurias y de barro... ¿Qué hubieras, pues, hecho más por tu

hermana, Blasillo?
—¡Siempre asesinatos, siempre! No obstante, yo admiro a usted—dijo

Blasillo anonadado.
—¡Bebamos, niño! ¿ves? la espuma plateada tiembla y chisporrotea.

Bebamos, y arrojemos a la sombra los negros recuerdos del pasado. ¡Por tu

amante Juana, por sus ojos negros!
Blasillo repitió casi maquinalmente:
—¡Por Juana y sus ojos negros!
—Blasillo, ¿dónde iremos a arrojar el áncora?
—Propongo que en Francia, comandante—y mostraba su copa medio vacía—,

porque, por mi Juana, ¡si los franceses se parecen a su vino!...
—Justo, Blasillo, justo. Como su vino, ellos estallan, chisporrotean y se

evaporan.
—Pero por lo menos no habrá allí, así lo espero, minaretes de flechas

agudas sobre los cuales sienten a las gentes, mezquitas donde insulten a

las jóvenes, y cristianos que degüellen a un anciano como un corzo.

Además, usted no ha estado allí, ¿verdad, comandante?
—Sí, Blasillo.
—¿Y permaneció usted mucho tiempo en ese hermoso país?
—Blasillo, cuando salí de Egipto, vine a Cádiz, en tiempos de las Cortes;

ofrecí mis servicios y no me preguntaron si llevaba la cruz o el

turbante, pero me hicieron maniobrar una hermosa fragata de guerra, y

cuando vieron que yo servía para el caso, me la confiaron. Hice algunos

afortunados cruceros, y sobre todo recorrí la costa con el mayor cuidado.

Más tarde, cuando la santa alianza tuvo que reconocer que tu dulce país

tenía la fiebre amarilla...
—¡Por mi Juana! era una fiebre de libertad.
—Bien, Blasillo, fue un pequeño acceso de libertad, corto y rápido, que

la santa alianza detuvo prontamente con un poco de pólvora de cañón.

¡Hermosa victoria! porque tus compatriotas que no tiran jamás sobre un

hombre que lleva un crucifijo, tuvieron que bajar sus armas ante las

cruces, los pendones y los religiosos que precedían al ejército francés,

y se arrodillaron ante el enemigo como al pasó de una procesión. De modo

que ésta fue una victoria, una victoria de agua bendita, Blasillo. Yo

seguí otro sistema; dejé pasar las tonsuras y tiré sobre los soldados.

Por esta causa, cuando la paz de Cádiz, fui condenado a muerte por masón,

comunero, rebelde y hereje, que viene a ser lo mismo. Huí a Tarifa, donde

me refugié con Valdés y algunos otros hombres. Nos sitiaron, y al cabo de

ocho días de una vigorosa defensa, tuve la suerte de caer moribundo entre

las manos de un oficial francés que favoreció mi fuga, y me dirigí a

Bayona y de allí a París.
—¿A París, comandante? ¿Usted ha estado en París?
—Sí, hijo mío; y allí, vida nueva; reanudé la amistad con un capitán de

la marina que había conocido en el Cairo en el momento en que iba a ser

decapitado por haber levantado el velo a una de las mujeres de un fellah.

Yo le salvé a bordo de mi brick. Al encontrarme en Francia, quiso

atestiguarme su agradecimiento, y me presentó a un pequeño número de

amigos, como un proscrito de la Inquisición. Entonces recibí tantas y tan

calurosas protestas de interés, que me conmoví, Blasillo. Bien pronto el

círculo se engrandeció, y todos quisieron oírme contar mi desgraciada

existencia. Yo me presté a ello; siempre es dulce hablar de sus

desgracias a quien las compadece, y hay en ello como una miserable

coquetería que impulsa a decir: Ved cómo mi herida sangra aún. Pero mi

vanidad fue cruelmente castigada, porque advertí un día que se me hacía

repetir con demasiada frecuencia mis desgracias. Más desconfiado, estudié

aquellas almas generosas, y escuché las reflexiones que hacían nacer mis

confesiones. Entonces pude apreciar el interés que se tenía por el hombre

que ha sufrido mucho. Al principio quedé anonadado, después me dio risa.

Figúrate tú, Blasillo, que querían a todo precio emociones nuevas, como

ellos decían, y, para proporcionárselas habrían asistido, creo yo, a la

agonía de un moribundo, y habrían analizado uno a uno todos sus

movimientos convulsivos. Y, a falta de mi agonía, explotaban el relato de

mis males, y se complacían en hacer vibrar cada cuerda dolorosa de mi

corazón, para apreciar su sonido. En cuanto a mí, con los ojos

chispeantes, el pecho hinchado por los sollozos, les contaba la agonía de

mi pobre hermana y mis horribles imprecaciones cuando vi que estaba

muerta... muerta para siempre... entonces ellos, palmoteando, decían:

«¡Qué expresión! ¡qué gesto! ¡Qué bien representaría el Otelo!» Sí,

cuando yo les contaba mis combates por la independencia de España, que me

habían proscrito; cuando mi exaltación africana llegaba hasta el delirio

y yo gritaba jadeante: ¡libertad! ¡libertad!... ellos decían: «¡Qué

hermoso está! ¡Qué bien representaría el Bruto!» Y después, cuando habían

asistido a la tortura moral que me imponían exaltando mis recuerdos, se

iban tranquilamente al baile, a sus ocupaciones, a otros placeres: porque

para ellos todo estaba dicho: la comedia ya había sido representada.

Entonces, yo creía despertar de un sueño, y me encontraba solo con mi

amigo el capitán de barco, orgulloso de mí, como el que exhibe un tigre

aprisionado.
—¡Infame!—exclamó Blasillo.
—No, Blasillo; aquellas buenas gentes trataban de distraerse. ¡El día es

tan largo! y además, ¿de qué podía quejarme? no me habían silbado, al

contrario, me aplaudían. ¿Qué quieres? mi vida es un papel; así como así,

todo es comedia: amistad, valor, virtud, gloria, abnegación.
—¡Oh! ¡comandante!—exclamó Blasillo con amargura.
—¡Todo, muchacho, todo! hasta la piedad de las mujeres por la desgracia.

Y si no, escucha; yo amaba con pasión a una mujer hermosa, joven, rica y

brillante. Una tarde, yo me había deslizado en su tocador antes de la

hora, y acurrucado detrás de un espejo, esperaba. De pronto, se abre la

puerta, y Jenny entra con una mujer hermosa, joven también. Bien pronto

vinieron las confidencias, y como su amiga le envidiase mi amor, ella

respondió: «¿Crees que le amo? no, condesa; pero me choca y me enternece;

me da miedo y me divierte. ¡Qué pálidas resultan las lamentaciones de un

héroe de novela al lado de su desesperación! porque, querida mía, cuando

el pobre muchacho llega al capítulo de sus disgustos pasados, llora con

lágrimas de verdad y, ¿lo creerás tú? me conmuevo» añadió riendo

fuertemente. Ya ves, Blasillo; había faltado a sus deberes y se había

entregado a mí para hacerme representar sucesivamente los remordimientos,

el furor o el amor; me inspiró piedad entonces, Blasillo. ¡Bebamos,

muchacho! ¡Por la hospitalidad de Francia, como tú dices, por la

libertad!... Una mañana, mi amigo el capitán, vino a decirme que mi

presencia en París podría encender de nuevo la antorcha de la revolución

en España, y que si en el plazo de tres días no había abandonado Francia,

me exponía a ser detenido y a ser conducido a la frontera... allí, ya

comprendes lo que me esperaba. Viendo mi embarazo, el excelente hombre,

que debía tomar en Nantes el mando de un negrero, me propuso partir con

él; yo acepté, y diez días después estábamos a la vista del estrecho de

Gibraltar: Mi buen amigo quiso dejarme en Tánger, donde yo permanecí

algún tiempo; allí, el judío Zamerith, jefe de una de nuestras sectas de

Oriente, me cedió las dos tartanas con sus tripulaciones de negros mudos,

y tú, querido mío, y tú de propina; tú, pobre aspirante de marina, al que

habían hecho prisionero a bordo de un yate, cuyo pasaje fue asesinado;

¡tú, pobre niño, que has querido unirte a mi suerte! ¿Amas, pues, al

condenado? di, ¿me amas?
El gitano pronunció estas últimas palabras con aire emocionado. La única

lágrima que en mucho tiempo había derramado, brilló un momento en sus

ojos, y tendió la mano a Blasillo, que la asió con una exaltación

inconcebible, exclamando:
—¡En vida y en muerte, comandante!
Y una lágrima obscureció también la mirada de Blasillo; porque todo lo

que impresionaba el alma o la cara del maldito, se reflejaba en él como

en un espejo.
No obstante, y aunque hubiese adoptado las ideas del gitano, esto no era

en él la pálida y servil parodia de aquel carácter singular; pero este

carácter resumía a sus ojos todos los rasgos que hacen al hombre

superior, y lo copiaba como una bella alma copia a la virtud. Si quería

compartir todos sus peligros, es que obraba movido por una especie de

fatalismo, persuadido de que vivía de su vida y de que moriría de su

muerte. En fin, aquel hombre singular era para aquel niño apasionado más

que padre, amigo o jefe, era un dios.
Y en efecto, aquel compuesto de audacia y de sangre fría, de crueldad y

de sensibilidad; aquel golpe de vista seguro y penetrante de profundo

táctico, unido a una prontitud de ejecución siempre justificada por el

éxito; aquel lenguaje, tan pronto cargado de los colores orientales, tan

pronto abrupto y brusco; aquellos vastos conocimientos, aquellos

crímenes, excusables y comprensibles hasta cierto punto, aquel interés

que rodeaba al proscrito, aquella existencia prematuramente amargada, las

amargas revelaciones de aquella alma fuerte y generosa, a quien el

destino condujo a demostrar el amor filial por un asesinato, y el amor

fraternal por otro asesinato; en fin, la vista de aquel réprobo, grande

en medio de sus desgracias, todo aquello debía fascinar a una imaginación

ardiente y joven. Así, el gitano ejercía sobre Blasillo aquella

inevitable y potente influencia que un hombre tan extraordinario debía

imponer a todo carácter exaltado; en una palabra, Blasillo experimentaba

por él aquel sentimiento que comienza en la admiración y acaba en la

abnegación heroica.
—¡Bebamos, Blasillo!—repuso el comandante, cuya mirada había recuperado

su vivacidad habitual—, bebamos, porque acabo de hacerte una larga y

aburrida confesión, hijo mío; únicamente ten presente que no has de

volverme a hablar jamás de esto; ahora ya conoces mi vida. ¡Vamos! ¡por

tu Juana!
—¡Por su monja, capitán!
—Ya la había olvidado, así como mi proyecto de escalo, porque los muros

son elevados, Blasillo.
—¡Por el Cielo, comandante! si los muros del convento de Santa Magdalena

son elevados, una flecha provista de un hilo de seda lanzada por una

ballesta, puede llegar bien alto, y caer en el jardín del claustro.
—¿Y después, Blasillo?
—Después, comandante, la monjita que habrá recibido el hilo de seda, del

cual usted habrá guardado un cabo, se lo notifica por un ligero

movimiento; entonces usted ata una escala de cuerda a la extremidad del

hilo que cae por la parte de fuera; la joven tira hacia ella, fija la

escala en el muro, como ha hecho usted por la parte de fuera, y ¡por la

Virgen! usted puede una noche entrar en el santo recinto y salir tan

fácilmente como yo vacío esta copa.
—Por mi kangiar, joven, conoces el fuerte y el flaco del reducto, y, a fe

mía, tengo deseos de...
En aquel momento, un viejo negro de cabellos blancos, el único tripulante

que no era mudo, descendió rápidamente, se lanzó hacia la habitación, e

interrumpió al gitano.


X
EL PRODIGIO
...Yo no sé, maestro, si es demonio
o brujo; mi manta encarnada se ha
vuelto negra, y he mellado mi larga
espada escocesa golpeando el ala satinada
de un joven cisne.
Word'Wok, «Aventuras de Ritsborn, el buen loco».
—Y bien, Bentek—dijo el gitano al viejo negro—, ¿qué quieres? ¿Por qué

has llegado aquí saltando y debatiéndote como un tiburón al que clavan el

harpón?
Pero Bentek, viviendo entre mudos, había acabado por tomar horror a la

palabra y por perder casi la costumbre de hablar; de modo que no

respondió más que por el monosílabo ¡pom!... ¡pom!... que acompañaba con

gestos bruscos y precipitados.
—¡Ah! ya caigo—dijo Blasillo—; el viejo cormorán quiere probablemente

hablar del cañón.
Blasillo no se equivocaba, porque apenas había terminado de hablar,

cuando un cañonazo lejano se oyó, después otro y después otro.

Finalmente, advirtieron un vivo cañoneo.
Eran los valientes de Massareo que destruían la otra tartana.
—¡Por los santos del paraíso!—exclamó el ardiente joven—, ya habla el

cañón.
El gitano escuchaba silenciosamente, mientras que Bentek continuaba sin

interrumpirse sus ¡pom!... ¡pom! y su viva pantomima. Blasillo,

poniéndose apresuradamente un cinturón, colocaba en él su sable, su puñal

y sus pistolas. Tenía ya el pie en la primera grada de la escalera del

sollado, cuando el gitano, que se había hundido en el diván, le gritó:
—Blasillo, bebamos, hijo mío, y hablemos de la monja y del escalo del

convento de Santa Magdalena.
—¡Beber... hablar!... ¿en este momento?—preguntó Blasillo, confundido,

abandonando el cordón de seda rojo que iba a servirle para subir la

escalera.
El gitano miró fijamente a Bentek, e hizo un gesto que el viejo negro

comprendió en toda su expresión, porque en dos saltos desapareció.
—Sí, hijo mío, bebamos en este momento; porque, Blasillo, tú eres como el

joven y ardiente savo que, como no distingue el grito inofensivo del

alción del grito de guerra de la gaviota, afila sus uñas y su pico para

sostener un combate imaginario.
—¡Cómo!...
—Escucha atentamente ese ruido, y no oirás que esos cañonazos sean

contestados; si tú no estuvieses aquí, si no te hubieses visto obligado

por ese levante del infierno a abandonar la pobre hermana de mi tartana,

que, completamente desamparada, flota ahora al capricho de las olas como

el nido desierto de una gaviota; si tú no estuvieses aquí, querido, yo no

me quedaría tendido sobre este sofá, porque temería por ti. Así, pues,

calma ese ardor, Blasillo; se trata seguramente de algún buque que ha

zozobrado y que pide auxilio. Pero se equivoca; lo que hice ayer por ti,

Blasillo, no lo hubiese hecho ni lo haré jamás por nadie.
—Le debo la vida una segunda vez, comandante; sin usted, sin la tempestad

que me arrojó a su paso, yo me hubiera hundido con la desgraciada canoa

en que navegaba al dejar la tartana.
—Pobre niño, tú habías maniobrado, sin embargo, con una rara habilidad

para conducir a esos pesados guardacostas lejos de la punta de la Torre,

mientras que yo desembarcaba el contrabando del tonsurado... Mala noche

para él, Blasillo; ¿por qué blasfemaba?... el buen Dios le ha

castigado—añadió riendo y vaciando su copa.
—¡Por el alma de mi madre, comandante! la segunda tartana marchaba como

una dorada, ¡qué ligereza! hubiese virado en redondo en un vaso de agua.

¡Ay! ¿qué queda ahora de ese bonito y fino buque? ¡nada!... algunas

planchas rotas o empotradas en las rocas.
—¿Llegué, pues, bien a propósito, Blasillo?
—¡Dios del Cielo! comandante, había perdido el palo mayor y el bauprés;

las tres cuartas partes de la tripulación habían sido barridas por las

olas, y las bombas no bastaban para achicar el agua ¡ay! No tuve más

remedio que abandonar el buque, que a estas horas ya debe haberse

hundido.
En aquel momento, el ruido del cañoneo se oyó tan distintamente, que el

gitano se lanzó hacia el puente, seguido de Blasillo.
La noche era sombría y fresca, y el condenado, encontrándose en la misma

dirección que la escampavía de Massareo, que tiraba del lado opuesto,

había podido aproximarse sin ser visto, ya que el fogonazo de las

andanadas no iluminaba más que el casco del navío sobre el cual tiraban.
El réprobo se dejó ir aún un instante, hizo apagar todas las luces, y se

puso al pairo a medio tiro de fusil del guardacostas, que continuaba

disparando, y cuyos tripulantes, atentos, estaban agrupados sobre los

empalletados. Se oían perfectamente las voces de Santiago y del valiente

Massareo.
—¡Por el Cielo! ¡es el casco de la otra tartana el que hunden esos

perros!—exclamó Blasillo en voz baja, mostrando al gitano los restos del

pobre buque, que, iluminado a cada andanada, comenzaba efectivamente a

hundirse—. ¡Fuego sobre ellos, comandante, fuego!
—Silencio, niño—respondió el condenado.
Y se llevó a la cámara a Blasillo, haciendo descender también a Bentek.
Se sabe que después de la heroica expedición de Santiago contra la

tartana que sólo tenía un inocente buey por todo defensor, se sabe que,

vuelto a bordo, el digno teniente de la Urna de San José, había decidido

al capitán Massareo a destruir la embarcación, esperando así borrar las

trazas de su mentira.
Su voz agria y chillona lo dominaba todo a bordo de la escampavía.
—¡Vamos, valor, hijos míos!—decía—, Dios es justo y por su asistencia y

la mía nos vemos libres de ese infernal gitano.
—¡Cómo!—preguntó el honrado Massareo—, ¿está usted bien seguro, Santiago,

de que el condenado está entre el número de los muertos?
—¿Dónde quiere usted que esté, capitán? Con semejante tiempo no era

posible salvarse a nado. Pero, escuche—dijo al ver que la tartana ya se

hundía—; he querido reservarle una sorpresa; tengo la certeza de que ha

muerto, porque yo mismo lo he derribado al suelo y lo he agarrotado.
—¡Tú!—dijo Massareo con aire de incredulidad.
—¡Yo!—contestó Santiago con un impudor inconcebible.
—Santiago, si puedes darme pruebas de lo que dices, ¡por el dedo pequeño

del pie de San Bernardo!, la aduana y el señor gobernador de Cádiz te

darán más escudos que los que necesites para armar y equipar un buen

buque de tres palos y hacer viajes a Méjico.
—Una prueba, capitán... aunque no fuesen más que esos horribles

aullidos... ¿cree usted que un hombre ordinario puede gritar de esa

manera?... ¿quién quiere que sea más que el condenado?
Se trataba del desgraciado buey, que, presintiendo su fin, mugía

lamentablemente.
—La verdad es, Santiago—repuso el capitán estremeciéndose—, que ni usted

ni yo pediríamos socorro de esa manera.
—¡Y si hubiese visto usted al maldito—continuó Santiago—cuando yo le

planté dos balas en el costado! ¡si usted hubiera visto al monstruo cómo

se debatía! pero ¡por los siete Dolores de la Virgen! su sangre era

negra, negra como el alquitrán, y olía tan fuertemente a azufre, que

Benito creyó que quemaban mechas en la cala.
—¡Santa Virgen, tened piedad de nosotros!—dijo el bueno de Massareo

interesado hasta el último punto—; pero, ¿por qué ha tardado usted tanto

en dar esos detalles?
Como partió una andanada al mismo tiempo que la pregunta del capitán,

Santiago aparentó no haberla oído, y continuó con una imperturbable

impudicia:
—Aún le veo, capitán, todo vestido de rojo ¡el malvado! con unas

calaveras bordadas de plata, y después una talla... ocho pies y algunas

pulgadas; unos hombros... unos hombros anchos como la popa de la

escampavía, y después una barba roja, cabellos rojos, ojos brillantes, y

unos dientes... es decir, unos colmillos como un jabalí. En cuanto a los

pies, los tenía torcidos como las patas de mi carnero Pelieko.
Massareo bendecía a Dios, persignándose de que, por su voluntad, se

hubiera podido librar a la costa de un tal réprobo.
En aquel momento, la tartana se hundió destrozada, entre los alegres

gritos de la tripulación del guardacostas, y el espesor de las tinieblas,

que, durante aquel largo cañoneo, habíanse disipado a intervalos, parecía

aumentar. El mar estaba casi tranquilo, y no se notaba más que una débil

brisa del Sud.
—En fin—exclamó el capitán—, por la intercesión de Nuestra Señora y por

el valor de Santiago, que puede contarlo como un milagro, nos hemos

desembarazado de ese demonio. Pero que se haga la voluntad de Dios en

todas las cosas. Hijos míos, de rodillas, y demos las gracias a Dios por

ese testimonio de su bondad hacia los bienaventurados, y de su cólera

contra los malditos.
—Amén—respondió la tripulación, que se arrodilló, y todos entonaron una

especie de Te Deum de un efecto muy agradable.
El aire era pesado, la noche sombría, y a dos pasos no se distinguía un

bulto.
Al fin del primer versículo se hizo el silencio, un profundo silencio.

Massareo, solo, dijo:
—Dios de bondad, que velas por tus hijos y los defiendes contra

Satanás...
No pudo decir nada más.
El, Santiago y todos los tripulantes, quedaron petrificados sobre el

puente, con los ojos fijos, extraviados, y en una espantosa inmovilidad.
—Palabra de honor... creo...
Ya sabéis que el mar estaba tranquilo, la noche obscura... todo

obscuro... ¡Pues bien!
Un inmenso foco de una luz roja y brillante se levantó de pronto; el mar,

reflejando aquella claridad deslumbrante, hizo rodar olas de fuego, la

atmósfera se inflamó y las cimas de los peñascales de la Torre se tiñeron

de una luz purpurada, como si un vasto incendio hubiera hecho presa en la

costa.
Aquella luminosa aureola era surcada en todas direcciones por largas,

cintas de fuego que estallaban en mil chispas, se entrecruzaban y caían

en lluvia de oro o de azul o de fuego. Eran millares de ardientes

meteoros que centelleaban chisporroteando, vivos y frecuentes relámpagos

de una blancura deslumbrante.
Y después, en medio de aquel lago de fuego aparecían el gitano y su

tartana.
Era el gitano en persona rodeado de su tripulación de negros, cuyas

repugnantes figuras semejaban máscaras de bronce enrojecidas al fuego...
El gitano, sobre el puente de su buque, completamente vestido de negro,

con su gorro adornado de una pluma blanca, los brazos cruzados y montado

sobre su caballito que llevaba una rica gualdrapa de púrpura, y cuyas

crines, trenzadas de hilo de oro, caían formando globitos de cristal y de

pedrería, sujetos con cintas de plata.
Al lado del réprobo y apoyado en el cuello de Iscar, se veía al joven

Blasillo, vestido de negro también, y teniendo en la mano una larga

carabina damasquinada; después, Bentek y sus negros, formados en dos

filas, rodeaban silenciosamente los cañones, y el ligero humo blancuzco

que se elevaba de cuando en cuando probaba que las mechas estaban

encendidas y las piezas cargadas.
No había nada en el mundo más imponente que aquel espectáculo, que

semejaba una aparición satánica; porque el profundo silencio de la

tripulación del réprobo, su inmovilidad, el buque negro que, a los ojos

de los españoles, que ignoraban que el gitano tuviese dos tartanas,

parecía surgir del fondo del abismo en medio de oleadas de luz y de

llamas, en el momento mismo en que la creían destruida para siempre; el

rostro tranquilo y frío del condenado, cuya mirada tenía algo de

sobrehumano, todo esto debía aterrorizar al desgraciado Massareo y a sus

acólitos que no vieron en esta aventura pirotécnica más que el triunfo de

Satanás.
La voz del condenado tronó, y toda la tripulación de la escampavía, que

estaba arrodillada y como fascinada ante aquel extraño espectáculo, cayó

de bruces contra el puente.
—¡Y bien!—dijo el gitano—, ¡y bien, valiente guardacostas, ya ves que ni

el viento ni el fuego pueden nada contra mí, y que cada una de tus balas

han reparado una de mis averías. ¡Por Satanás! mi dueño, ¿te atreverás

aún a perseguir al gitano, creerás aún que miserables como tú y los tuyos

puedan detener en su carrera al que resiste a los embates de la tempestad

y a la voluntad de Dios?
Nadie en la escampavía se atrevió a contestar esta impertinente

fanfarronada.
—Pero, ¡por la ardiente pupila de Moloch! ¿no respondéis? Vamos, que ese

capitán que ha restaurado mi tartana con tanta diligencia, que ese

valiente capitán se levante, o destrozo su embarcación. ¡Palabra de

honor! Pensad bien, hermanos míos, que vosotros no encontraréis como yo

en el fondo del Océano bravos demonios de alas de fuego que, saliendo de

los abismos de lava ardiente en que se agitan, tomen vuestra escampavía

sobre sus hombros para ponerla a flote. Porque la claridad que vosotros

veis, hermanos míos, no es más que el reflejo de sus alas que han

desplegado un momento. Por última vez, capitán, levántate, o atacaré tu

navío con un cierto fuego que el agua bendita y los exorcismos no podrán

apagar, te lo juro.
Los españoles sufrieron un instantáneo sobresalto, como si hubiesen

recibido una conmoción eléctrica, pero nadie se levantó.
—¡Por la uña de Belcebú! es sin duda ese héroe del frac azul y de la

charretera de oro que oculta su cabeza detrás de un cañón y que no se

menea más que un pescado muerto... Blasillo, hijo mío, haz que esconda

esa pierna que se le ve aún, porque el valiente se desliza como una

culebra a lo largo de ese afuste.
Blasillo dejó caer el gatillo de su larga carabina, y el capitán

Massareo, por el brusco movimiento que le hizo hacer su herida, se

encontró casi sentado en el puente, fijando en el gitano unos ojos

mortecinos que miraban sin ver.
Creo que la bala de Blasillo le había roto una pierna.
—Ve a decir a los sabuesos de la aduana y al señor gobernador de Cádiz,

que yo hubiera podido destrozar e incendiar tu buque, y que no lo he

hecho. Mírame bien—añadió el gitano poniéndose la punta de su índice en

la frente amplia y despejada—, mírame bien, para que te acuerdes del

condenado y de su clemencia; pero como mañana podrías creer que se

trataba de un sueño, he aquí lo que te probará la realidad de tu visión.

¡Adiós, valiente!
Al mismo tiempo tomó una mecha de las manos de Bentek, y se aproximó a un

cañón; el disparo partió, la bala silbó, rompió el palo de mesana del

guardacostas, hundió una parte de la borda, mató dos hombres e hirió

tres.
Apenas había resonado el cañonazo, cuando el inmenso foco de luz en medio

del cual apareciera el gitano, se extinguió como por ensalmo, y la

obscuridad profunda que reemplazó a aquella claridad deslumbrante, hizo

las tinieblas más espesas aún; ya no se distinguía nada, ni se oía nada.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
—Y bien, Blasillo, ¿qué dices tú de mi venganza?—preguntó el gitano a su

joven compañero después que se hubieron alejado mucho de la escampavía

por medio de los largos remos de la tartana, cuidadosamente envueltos, de

modo que la misteriosa desaparición del gitano pudiera pasar a los ojos

de los españoles por un nuevo prodigio.
—¡Su venganza, comandante, su venganza! ¿Cómo hubiera tratado, pues, a

los amigos?... ¡Dejar a esos miserables!... ¡Por la Virgen! ¡si supiera

usted lo que yo he sufrido viendo a la pobre tartana caer pieza a pieza

bajo el cañón de esos cobardes!
—¡Tú eres un niño, querido! si yo hubiera hundido a esos miserables y a

su embarcación, ¿quién lo hubiera sabido? Se les hubiera creído perdidos

a consecuencia del huracán, y mañana, otras dos escampavías se pondrían

en mi persecución. Mañana, Blasillo, ni un brick, ni una fragata, ni un

navío se atreverá a ello, tan grande ha sido el terror que he sabido

inspirarles. Hubiera matado a doce cobardes; así paralizo el valor de

diez mil bravos, porque en tu dulce país se pelea valientemente contra

los hombres, pero aun se teme al diablo... Ya lo saben los frailes; así

ellos se sirven de Dios como yo de Satanás, Blasillo. Ves, otra comedia.
Blasillo no respondió nada, pero preguntó al gitano qué es lo que pensaba

hacer.
—Palabra, hijo mío, no hay que pensar en el contrabando; no nos queda ya

más que un camino, y es el de ir a ofrecer nuestros servicios a los

insurrectos de la América del Sur; pero antes de partir quiero ver a la

monja. El terror de tus compatriotas durará mucho tiempo, Blasillo;

además, nuestro retiro continúa siendo tan seguro y tan secreto como

antes; hablemos, pues, Blasillo, del convento de Santa Magdalena.
—Hablemos, comandante.
Hablaron, y largamente.
En cuanto a Massareo y su tripulación, esperaron el día en la misma

posición, es decir, con la nariz pegada al suelo, y únicamente cuando el

sol estuvo bien alto se atrevieron a levantar la cabeza; pero como no

habían maniobrado durante aquella noche terrible, se encontraron varados

sobre la costa de Conil, enfrente del faro de señales.
Entonces aquellos desgraciados, pálidos y maltrechos, se miraron con

espanto, y de un brinco se plantaron en la playa, echando a correr con

toda la velocidad de sus piernas, como si el gitano les pisara los

talones.
Encontraron un asilo en Conil; allí contaron detalladamente el prodigio,

y este relato, ya desnaturalizado por ellos, tomó, al pasar por los

labios de los campesinos de Conil y sus alrededores, un carácter tal, que

ya no se trataba de una tartana, sino de un inmenso navío, tripulado por

legiones de demonios que vomitaban llamas, con sus alas de fuego, y

llevando a la cabeza al gitano—o mejor dicho, al mismo Satanás, como ya

se dijo juiciosamente en la barbería de Flores—, que se había precipitado

al fondo del Océano, en el momento en que la tartana se hundía a los

cañonazos del guardacostas; en fin, una historia digna del Romancero,

pero que, por absurda que fuese, y según la predicción del gitano, tuvo

durante largo tiempo a todo el litoral en jaque y llevó a su límite

máximo el terror que inspiraba el nombre del condenado.


XI
AMOR
Quisiera poseer tantos sentidos como
estrellas las hermosas noches para ocuparlos
todos en nuestro amor; pienso
que es por eso por lo que los ángeles son
dichosos entre todas las criaturas.
C. Nodier, «El rey de Bohemia».
¡Oh! ¡cuánto amo una noche de estío, una bella noche de España, con su

cielo transparente y azul como en los más hermosos días de Francia, y su

luna más brillante que su sol! porque entonces todo es misterio y

silencio, todo se agranda en la obscuridad; porque entonces el ligero

estremecimiento del ala matizada de una mariposa, una flor que, destacada

de su aureola, cae zumbando sobre una hoja seca, el murmullo de las ramas

que el aire agita y balancea, resuenan más fuerte a vuestro oído inquieto

y atento que el cañón que truena en un día de fiesta.
¡Ved el convento de Santa Magdalena! ahora que el sol no le dora con sus

rayos, ¡cómo se eleva imponente con sus negros y altos muros y sus vastos

pórticos grises cortados en festones! ¡cuán bien sus pesadas torres, sus

largas galerías desiertas encuadran en la sombría verdura de las viejas

encinas! ¡cómo sus grandes sombras hacen resaltar la luz blanca y viva

que alumbra los muros, platea los techos de plomo y la brillante flecha

del campanario!
Ya os lo he dicho; todo es silencio, se distinguiría el vuelo de una

abeja del de una mariposa.
¡Atención! ¿no oís los violentos latidos de un corazón que brinca y las

inspiraciones de una respiración anhelante? ¿No oís hasta el ágil y

fresco césped murmurar bajo el ligero peso que le aprisiona?
Deslizaos detrás de esa madreselva que rodea esa hermosa palmera con sus

guirnaldas purpuradas... ¡Veis!... ¡Santo Dios! ¡es la monja! ¡es el

gitano!
Un pálido y débil rayo de luna jugueteaba sobre el encantador grupo. El

gitano estaba sentado a los pies de la monja, con los codos sobre las

rodillas de la joven; él sonreía con amor a aquella cabeza de ángel, y se

prestaba a los caprichos infantiles de la monja, que tan pronto le echaba

el pelo sobre la frente amplia y elevada, como se la descubría apartando

su espesa cabellera.
—¡Ángel de mi vida!—dijo al fin Rosita—, ¡yo quisiera morir así en tus

brazos, con los ojos fijos en los tuyos, con mis manos entre las tuyas!
—Pues yo no, amor mío; lo que quisiera yo es vivir siempre así.
—¡Oh, sí! vivir siempre así, porque vivir es estar a tu lado; vivir es

amarte... Así, mi plegaria de cada noche a la Virgen, es que proteja

nuestros amores, querido mío.
—Ya los protege, querido ángel; ya ves, todo nos sale bien.
—Sin embargo, ¿te acuerdas de aquella tempestad? ¡Jesús! ¡qué espanto

viéndote escalar los muros a la luz de los relámpagos, para volver a tu

chalupa! El cielo parecía de fuego, ¡Virgen santa!, y yo vi más tarde,

por las heridas de tus manos, que te habías visto obligado a agarrarte a

los picos de las rocas para que las olas no te arrastrasen.
Y aun trémula al recuerdo del peligro pasado, le enlazó fuertemente con

sus brazos como si quisiera substraerle a un peligro inminente.
—¿Te acuerdas? di...
—No, ángel mío, no me acuerdo más que del beso que me diste al decirme

adiós.
—¿Te acuerdas de la corrida de toros? ¿te acuerdas del día que te vi en

la llanura que se extiende ante el convento? ¡Oh! ¡cómo latía mi corazón

cuando comprendí por tus gestos que me reconocías, y cuando oí tu voz

bajo mi ventana!
—Y después—añadió en voz más baja—, cuando por medio de una flecha

echaste una escala de seda en este jardín... ¡cómo temblaba mi mano al

atarla al tronco de esa palmera!
—Mi mano temblaba también, Rosita.
—¿Te acuerdas?... Pero, ¿para qué hablar del pasado, amado mío? el

presente es nuestro, el presente y su delirio, y su alegría embriagadora,

y sus ardientes caricias, y su dulce abandono... Vaya... cuando esté

sola, cuando, en un ardiente insomnio, se agite mi pecho y mis ojos se

llenen de lágrimas, entonces... entonces será tiempo de invocar mis

recuerdos.
Y su cabeza se inclinó sobre la del gitano, y sus bocas se oprimieron.
—¡Oh! ven—la dijo levantándola dulcemente—, ven a pasear bajo esos viejos

naranjos y a respirar su perfume... ¡Mira! Rosita, yo soy tu caballero;

esta sombría alameda es el Prado de Madrid; ven, amada mía, enlaza tu

brazo al mío, baja el largo encaje de tu mantilla sobre tus ojos, y ven a

ver estos hermosos carruajes y estas magníficas libreas. Y después, este

viejo claustro negro y silencioso, es el teatro. Ven al teatro,

resplandeciente de oro, de cristales y de luz. He aquí al rey, he aquí a

la reina y a su corte deslumbrante de pedrería; los espectadores se

levantan y saludan. Tú entras en tu palco, tu vestido es blanco como tu

seno, en el pelo llevas prendida una flor roja como tus labios... También

se levantan, Rosita, también se levantan por ti como por la reina de

todas las Españas y dicen: «¡Qué bella es!»
Y la miraba sonriente como si quisiera descubrir un pensamiento de

vanidad en aquella frente pura y cándida.
—¡Oh! prefiero el viejo claustro y tu amor—repuso ella; y como se

aproximase a él, su pie tropezó con una piedra verdusca—. ¿Qué es eso,

amor mío?—preguntó el gitano.
—¡Una tumba!—dijo la joven deteniendo al gitano para que no pisase

aquella tierra sagrada, y persignándose.
—¡Cómo! ¡una tumba aquí, en el jardín de este claustro! yo creía que los

cristianos no enterraban a sus muertos más que en una tierra bendita; ¿lo

es ésta?
—No, ¡santa Virgen! porque se dice en voz baja, en el claustro, que esta

tumba es la de Pepa; de Pepa, que un día se atrevió a huir de este santo

retiro, pero fue alcanzada en el camino de Sevilla, su amante fue muerto

al querer defenderla, y ella...
—¡Y bien! ¿y ella, querido ángel?
—¡Oh! ella fue llevada al convento, y murió en medio de los mayores

tormentos. Tres años de suplicio, amor mío, acostándose sobre un lecho de

aquellas piedras, sin dormir, sin descanso, golpeada cada día, y viviendo

del alimento más miserable, en el cual echaban animales inmundos, para

mortificarla y hacerla expiar su crimen, según decía la superiora.
—¡Por el disco del sol!—exclamó el gitano—; entonces, ¿si nos

sorprendiesen?...
Y miraba a la joven con ansiedad, porque aquella cruel pregunta se le

había escapado, por así decirlo, a su pesar, y comprendía todo lo que

semejante suposición debía tener de espantoso para ella.
—Moriría como Pepa—respondió la niña sonriendo con una admirable

expresión de amor y de resignación—; como ella, moriría por mi amante. No

es la primera vez que se me ocurre.
—¡Cómo! ese horrible destino....
—Es mil veces menos horrible que pasar un día sin verte, sin decirte: Yo

te adoro...—murmuró con los dientes apretados, y dejándose resbalar,

estremecida, a sus pies.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
—¿Lo quieres tú? adiós, pues—contestó ella con un profundo suspiro.
—Sí, adiós, ángel mío, es preciso que nos separemos. ¿Ves? la noche ya es

menos obscura, las estrellas palidecen y esa claridad rojiza nos anuncia

la proximidad de la aurora. Adiós, pues, Rosita mía.
—Otro beso... uno solo... ¡el último! alma de mi vida.
Y el sol doraba ya las altas torres del convento, cuando aun duraba este

beso.
Por fin el gitano se arrancó de los dos brazos que le estrechaban

amorosamente, puso el pie en la escala de seda y la subió con su

acostumbrada agilidad.
La monja, sentada al pie de la palmera, seguía todos sus movimientos con

la mirada inquieta.
—Hasta la noche—decía ella—, hasta la noche, dueño mío, amor mío.
El gitano, que había llegado al último tramo, se volvía una última vez

para sonreír a Rosita, y cuando se disponía a pasar al otro lado del

muro, la escala, de pronto, se replegó sobre sí misma, se deslizó

rápidamente a lo largo de la pared, y el gitano cayó a los pies de la

monja, ensangrentado, mutilado, con el cráneo abierto. Seguramente habían

cortado las amarras que sujetaban la escala por la parte de fuera.
—¡Me han hecho traición!—exclamó el gitano, y sus ojos se volvieron hacia

la monja, que estaba arrodillada, con las manos juntas, pálida, inmóvil,

la mirada fija, la respiración suspendida.
—Rosita, Rosita, trata de arrastrarme detrás de esos naranjos antes de

que amanezca, porque yo no puedo valerme. ¡Oh! ¡sufro mucho!
El desgraciado se había fracturado el fémur y los huesos le agujereaban

la piel.
—Rosita, amor mío, Rosita mía, ayúdame...—repetía con voz débil.
La monja lanzó una carcajada convulsiva y violenta, sus ojos se

agrandaron de una manera espantosa, pero no se movió.
—¡Infierno! ¿es que la desgraciada se ha vuelto loca?—exclamó el gitano,

y quiso tomar una mano de la joven, pero este movimiento le arrancó un

grito penetrante.
Su fractura era viva y sangrienta.
De pronto se oyó un ruido, al principio sordo y confuso, en la dirección

de la puerta del jardín.
—Rosita, Rosita, es tu amante quien te lo suplica, sálvate tú, al menos

sálvate tú—decía el gitano en un tono desgarrador.
La joven permanecía inmóvil y arrodillada ante él.
El ruido se hacía cada vez más próximo y distinto, y el herido intentó

arrastrarse detrás de una espesa mata de madreselva, que podía ocultarle

a todos los ojos.
Después de sufrimientos inauditos, lo consiguió.
En aquel momento se abrió la puerta del claustro, y una multitud de

carabineros, frailes y gente del pueblo invadió el jardín lanzando

atroces rugidos.
—¡Muera el condenado! ¡muera el maldito!—gritaban todos.
El gitano se deslizó como una serpiente detrás de un macizo de áloes. La

multitud llegó cerca del muro, y allí, junto a la palmera, encontró a la

monja, siempre arrodillada, siempre inmóvil y con las manos juntas.
Aquellos gritos desordenados la sacaron del paroxismo en que estaba

abismada; bajó los ojos, vio sangre aún reciente en el suelo y sonrió.

Pero sus labios estaban tan convulsivamente apretados, que aquella

sonrisa resultaba atroz.
La muchedumbre se estremeció, hizo la señal de la cruz y permaneció muda.
La monja, entonces, haciendo signo con la mano a los que la rodeaban, se

puso a seguir el rastro de sangre que el gitano había dejado sobre la

arena.
Todos marchaban en silencio, llenos de horror; llegaron por fin al

matorral que ocultaba al gitano.
Rosita entonces, se detuvo un momento para separar las hojas espesas y

barnizadas de los áloes, se abrió paso a través de la maleza, se arrastró

hasta el lado del maldito, lanzó un grito terrible, y cayó... muerta...
—El renegado está ahí; cercad ese lugar y rechazad al pueblo.
—Ríndete, perro, porque veinte carabinas te están apuntando—exclamó el

comandante de los carabineros.
—Pobre niña, por lo menos no sufrirás sus torturas—dijo el gitano mirando

a la monja, y una lágrima que los más espantosos dolores no le habían

podido arrancar, cayó sobre su ardiente mejilla.
—¡Ríndete, renegado! ¡o mando hacer fuego!—repetía el comandante.
—Sois unos valientes, hijos míos—respondió el gitano—: el ciervo está

herido ¡y aun le teméis! hermosa caza, en verdad.
Y se calló; entonces se precipitaron sobre él, lo agarrotaron, y tres

días después estaba en Cádiz, en la prisión de San Augusto, bajo la

custodia de un batallón de milicianos.
________________________________________
Desde hacía tiempo, los pescadores, al señalar la presencia de una canoa

que cruzaba por la noche a la vista de los muros del convento, habían

despertado las sospechas del alcalde; fueron apostados unos cuantos

hombres detrás de las rocas, se espió los pasos del gitano; fue seguido,

se le vio abordar, lanzar la escala, y cuando creyeron, por la tensión de

las cuerdas, que él subía, las cortaron por fuera, y ocurrió lo que ya

sabéis.


XII
LA CAPILLA ARDIENTE
¡Por mi birreta! creéis que se está
cómodamente sobre un edredón de
este tela, exclamó La Balue tratando
de estirarse en su jaula de hierro.
De Forges le Routier, «Hist. del tiempo de Luis XI».
En medio de la plaza de San Juan, cerca de la muralla, se eleva una linda

rotonda, cubierta de un techo de estaño, reluciente como la cúpula de un

minarete. El espacio que existe entre cada columna ha sido cubierto con

fuertes rejas de hierro, de modo que este monumento representa bastante

bien una vasta jaula circular.
En el centro de ella hay una hermosa capilla adornada con cirios de cera

blanca, con ricos osarios de paño negro y calaveras bordadas en plata; al

pie del altar, a un lado, se ve un sencillo ataúd de pino, abierto y

preparado; al otro lado, una cama compuesta de tres tablas y un saco de

ceniza; en otro departamento, separado por una balaustrada, hay un hombre

vestido de rojo, que reza arrodillado. Otro hombre, está sentado al borde

de la cama y se encorva bajo el peso de gruesas cadenas: es el gitano—y

aquel ataúd es el suyo—: el hombre que reza arrodillado es el verdugo.
El gitano ha sido juzgado y condenado, y, según la costumbre, ha de

permanecer en la capilla o capilla ardiente los tres días que preceden a

su suplicio.
Esta costumbre extraña, legada por la inquisición, consiste en cantar al

condenado las preces de los agonizantes durante el tiempo que pasa en

capilla.
En impedirle que duerma, ni de día ni de noche, a fin de que mortifique

su cuerpo y su alma y de que pueda meditar a su placer sobre el largo

viaje que pronto ha de emprender.
En ofrecerle todos los consuelos religiosos que puedan darle los monjes y

los capuchinos.
En habituarle dulcemente a la vida de la nada, poniéndole bajo los ojos

el ataúd que debe recibir su cadáver y el verdugo que debe librarle de

esta vida de miseria y de tribulación.
Al verdugo también se le obliga a permanecer allí, pero por otro motivo;

se trata de purificarle por anticipado del homicidio que va a cometer.
Todo transcurría, pues, en el orden apetecido; los cirios ardían, los

monjes cantaban, el verdugo rezaba, y el ataúd abierto esperaba.
El gitano bostezaba formidablemente, y esperaba la hora del suplicio con

tanta impaciencia como el hombre que tiene mucho sueño y desea tenderse

en su cama.
Sin embargo, faltaban aún diez y siete horas.
Los monjes cesaron de cantar, porque la voz se fatiga; el verdugo se

levantó, porque la presión del pavimento sobre las rótulas es bastante

dolorosa. Una bota de cuero llena de vino circuló entre los frailes y el

verdugo. Justo es decir que éste bebió el último; y como después de todo

era bueno y humano, pasó la bota a través de los barrotes y la ofreció al

gitano.
—Gracias, hermano—dijo éste.
—¡Por Cristo! ¡está usted muy aburrido!—replicó el digno hombre—; pero,

ya lo veo, usted me desprecia a causa de mi profesión. Escuche, pues,

compadre, todos tenemos que vivir; yo tengo obligaciones: una abuela

enferma, una esposa adorada, y dos hijos pequeños, con sus hermosos

cabellos rubios y frescas mejillas rosadas... Y además...
El gitano le interrumpió por un movimiento tan brusco, que todas sus

cadenas resonaron como si se hubieran roto.
—¡Es posible!—decía con los ojos fijos sobre una robusta joven que,

mezclada con la curiosa muchedumbre, había abierto un momento su capa de

seda negra, haciéndole un signo expresivo—. ¡Blasillo, Blasillo aquí!
Las salmodias de los capuchinos comenzaron con un nuevo vigor, y el

hombre de la casaca roja continuó la obra de su purificación, mientras

que el gitano caía de nuevo en sus meditaciones, porque la joven que le

llamara la atención había desaparecido.
Vencido por la fatiga y el insomnio, empezaba a dormitar, cuando un

carmelita que lo advirtió, le hizo cosquillas con una pluma en la nariz,

diciéndole:
—Piensa en la muerte, hermano.
El gitano se despertó sobresaltado y lanzó una mirada terrible al santo

varón.
—Más bien debe bendecirme, hermano—dijo éste—, porque ahí tiene usted al

reverendo Pablo, superior de San Francisco, que viene a verle.
En efecto, un robusto monje entraba en el recinto, con los ojos bajos,

las manos cruzadas sobre el pecho.
—Ave Maria purissima, mater Dei—murmuró aproximándose y haciendo un gesto

al carmelita, que se alejó.
El fraile se sentó al lado del gitano, que le miraba con una singular

expresión de desprecio y de ironía; y, habiendo suspirado muchas veces,

se expresó como sigue, con una vocecita agria y chillona que contrastaba

con la enorme mole de su cuerpo:
—Que el Cielo le ayude, hermano.
—Diga más bien el diablo, hermano.
—¿Se obstina usted, pues, en morir en la impenitencia?
—Sí.
—Piense, hermano, de qué gloria se cubriría usted haciendo una abjuración

de sus errores y entrando en nuestra santa Iglesia.
—¿Vale la pena por tan poco tiempo?
—¿Y la vida eterna, hermano?
—No se haga usted el santo conmigo, compadre; lo que le interesa sobre

todo es que sea un religioso de su orden el que haya llevado a cabo la

conversión; lo comprendo, una conversión como ésta podría proporcionarle

un centenar de clientes, y eso vale la pena.
—El Cielo, hermano, es testigo de...
—Acabemos; todo esto es tan pesado y tan bajo, que usted me inspira

repugnancia. ¡Hola! compadre del chaleco rojo; ¿tan pronto se olvida

usted de los amigos?—dijo el gitano al verdugo sin querer responder a las

súplicas del reverendo.
El verdugo acudió corriendo, con la cara risueña y bonachona.
—En hora buena—dijo el gitano—; hablemos un poco, porque eres tú, mi buen

amigo, el que vas a enviarme a la eternidad. ¡Hermosa profesión la tuya!

Tú haces lo que Dios no podría hacer: a una hora fija, en un punto dado,

apagas una vida como se sopla una vela.
—Lo cierto es, hermano, que esto no dura mucho más—respondió el verdugo

sonriendo.
—Figúrate que esas gentes quieren que me confiese; bueno, me confesaré

contigo; oirás singulares revelaciones; pero, no, tendrías miedo...
El hombre del chaleco rojo palideció. El fraile, que se había callado

hasta entonces, se levantó, salió un momento y luego entró acompañado de

dos vigorosos gallegos cargados con cuerdas.
—Hermanos—les dijo dulcemente mostrándoles al gitano—, ese pecador

empedernido es bien digno de lástima; impedidle que se condene por

anticipado pronunciando tan horribles blasfemias. ¡Amordazadle, hijos

míos! y que Dios tenga compasión de él.
Dicho esto se fue, y los gallegos amordazaron al gitano, cuyos ojos se

volvieron rojos y brillantes como dos brasas encendidas.
Como parecía bastante tranquilo, al cabo de dos horas le quitaron la

mordaza, máxime cuando que algunas lindas mujeres de la mejor sociedad de

Cádiz, que se agrupaban alrededor del recinto, habían hecho muy

justamente observar que sería imposible ver bien las facciones del gitano

mientras aquella villana placa de cuero le cubriese la nariz y la boca.
La mordaza, pues, cayó ante tan filantrópicas razones.
Pero no todo el mundo se interesaba tan tiernamente por el gitano; los

unos aplaudían la decisión de la Junta, los otros se prometían un gran

placer el día del suplicio, muchos, incluso dirigían furibundas

imprecaciones al gitano que se contentaba con sonreír.
Uno entre tantos, un hombre alto, seco y pálido, el corregidor de

Sevilla, que se encontraba en Cádiz para seguir un proceso, se

encarnizaba sobre todo con el desgraciado reo; a cada instante le decía:
—¡El infame!... ¡Qué dicha para la sociedad que semejante monstruo sea

castigado con arreglo a sus culpas!... Le vería estrangular con placer.
Parece que por fin el gitano se cansó de tantas injurias.
Enderezó altivamente la cabeza, y dijo con voz sonora:
—Señor Pérez, ¡es usted poco caritativo!
—¿Quién ha dicho mi nombre a ese miserable?—preguntó el hombre, pálido,

confuso y extrañado.
—¡Oh! amigo mío, no es sólo eso lo que sé; ¿y su quinta a orillas del

Guadalquivir? ¿y aquel lindo tocador tapizado con esteras de Lima, con

sus persianas verdes y su pila de mármol blanco?
—¡Jesús! ¡cómo ese demonio puede saber!...
—Es allí donde, durante el ardiente calor del día, la señora Pérez va a

buscar el silencio y el fresco.
—¡Perro! no profanes un nombre respetable. Pero, ¿no hay leyes, no hay

justicia más rigurosa? Mientes; cállate, o te hago amordazar de

nuevo—decía el corregidor enfurecido.
Pero la multitud, que comenzaba a encontrar la conversación muy

divertida, se aproximó más, y como el señor Pérez se encontraba en la

posibilidad de huir, el gitano continuó:
—Dice usted que miento, señor Pérez, ¿quiere usted pruebas?
—¡Te callarás, renegado!
—Helas aquí, pues. La señora es bella y joven, morena, con unos ojos

negros como el ala del cuervo; gruesa y rosada, con un pie, una cintura y

una mano que harían volver loco a un canónigo del Escorial.
—¡Infame! te atreves...
—En fin, debajo del hombro izquierdo tiene un lunarcito negro, coquetón,

aterciopelado, que hace saltar aún la deslumbrante blancura de una piel

de raso... Pero eso no es aun todo.
El corregidor espumarajeaba de rabia y no podía encontrar una sola

palabra para contestar al gitano ni a las guasas con que la multitud le

asaeteaba. Por fin exclamó, precipitándose sobre la reja:
—Pero ese infernal gitano ha sabido eso por alguna camarera de mi

mujer... o bien es que...
—No, señor Pérez, no—repuso el gitano—; lo he sabido por el capitán de

fragata que usted recibía en su casa, en Sevilla, porque ese capitán...

era...
—¡Acaba, pues, malvado!
—¡Era yo!... ¿Ya está bautizado su hijo, señor?
El furor del señor Pérez no tuvo límites; se aferró con violencia a la

reja; vanos esfuerzos, porque el gitano estaba al abrigo de su cólera.
—Ya lo sospechaba. ¡Y no será ahorcado más que una vez!—aullaba el

infortunado corregidor sin soltarse de la reja.
Por fin, amigos caritativos le arrancaron de allí, la multitud se

dispersó poco a poco, y cuando llegó la noche ya no había casi nadie

alrededor de la capilla.
—Por fin me han dejado libre esos curiosos estúpidos—dijo el gitano

cuando daban las once en el reloj de San Francisco—. Pero no, ahí vienen

otros, y de la más peligrosa especie—dijo viendo a dos sacerdotes, con

sotana negra, que avanzaban hacia la capilla.
El hermano guardián salió a su encuentro.
—¿Qué quieren ustedes?—preguntó duramente al de más edad, porque ya se

sabe el odio que la raza monacal tiene al resto del clero.
—Oír a ese cristiano que nos ha enviado a llamar—respondió gravemente el

sacerdote.
—¡Es imposible! ¡Por Santiago! Ha despedido al reverendo padre Pablo

tratándole como a un arriero borracho.
—Es decir, ¡que nosotros mentimos, perro maldito!—exclamó el sacerdote

más joven.
El gitano, tranquilo hasta entonces, había sido simple espectador de

aquella escena; pero al oír aquella voz bien conocida, exclamó:
—¡Miserable carmelita, deja entrar a esos sacerdotes! soy yo, el gitano,

quien los ha enviado a buscar para comunicarles mis últimas voluntades,

para confesarme. ¿Qué esperas, pues?
—Puesto que usted lo quiere, sea, hermano—dijo el fraile desconcertado—;

pero, por la Virgen, ha hecho usted una tontería no aceptando la

mediación del padre Pablo! ¡Tan bien como está con el Eterno! Amén.
En el momento en que el guardián iba a atravesar el recinto que le

separaba del gitano, el joven sacerdote se arrojó sobre la mano del

gitano, cubriéndola de lágrimas.
—¡Imprudente! ¿quiere usted perderse?—exclamó su compañero poniéndose

ante él para que el carmelita no pudiera verle.
Cuando éste se hubo alejado se aproximó al gitano y le dijo:
—Ya sé, señor, cuáles son sus intenciones, sus creencias, su voluntad; yo

no abusaré de estos momentos que son preciosos; óigame: Hace una hora,

ese joven, que es quizás el único amigo que usted tiene en el mundo, se

arrojó a mis pies... Me lo ha dicho todo, sus crímenes, sus errores de

usted... Luego me ha pedido que le proporcionara una última entrevista

con usted que él quería tener a todo trance, y he consentido. Ha sido

quizás una debilidad, pero en el momento solemne en que usted se

encuentra, he creído, puesto que usted se niega a aceptar los consuelos

de la religión, que por lo menos los de la amistad le ayudarían a hacer

más soportable su situación. Ya lo sabe usted todo... Cuando sea media

noche, tendremos que dejarle... Yo, mientras tanto, voy a rezar por

usted, porque el hombre capaz de inspirar semejante abnegación no debe

ser enteramente criminal.
Y el venerable sacerdote se arrodilló al pie del altar.
—Señor—dijo el gitano—, siento mucho que tenga tan poco tiempo para

expresarle mi reconocimiento...
—El tiempo pasa...—repuso el sacerdote.
—¡Ay! sí—dijo el gitano.
Y dirigiéndose a Blasillo, porque era él quien, sombrío y abatido, le

miraba fijamente:
—¡Qué tal! Blasillo, hijo mío, adiós. Nuestros proyectos...
—¡Mi comandante! ¡mi pobre comandante!
Y lloraba.
—Mira, si siento dejar la vida, es por ti; te amaba.
—Yo no le sobreviviré.
—Niño, ¿no tienes aún mi tartana y mis negros? Vete, huye a América...

eres joven, valiente...
—No, yo le vengaré... aquí.
—Blasillo, te lo prohíbo; tú ejecutarás mis órdenes.
—Usted será vengado. Mi plan está aquí, fijo, cierto como la muerte que

le amenaza, porque usted va a morir. ¡Usted tan valiente, tan grande!

¡morir! ¡morir como un miserable!—decía Blasillo en voz baja para no

despertar las sospechas de los guardianes, y se retorcía los brazos.
El gitano puso una mano sobre su frente.
—Mira, Blasillo, acabemos esta escena; es atroz. ¡Adiós! Déjame.
—Comandante, aun no, aun no...
—Escucha, hijo mío; en una cajita de hierro encontrarás un mechón de

pelo: es de mi pobre hermana; encontrarás también un viejo cinturón: es

el que mi padre llevaba cuando le mataron: quema ambos objetos. Lo demás

te pertenece, todo, hasta el saquito que te hará dueño del judío de

Tánger, si es que tienes el capricho de volver por allá.
—Pero ¡no poderle salvar! ¡ver su agonía, sus sufrimientos!
—¡Por el rayo, Blasillo! ¿olvidas, hijo mío, nuestras largas y rudas

travesías, nuestros sobresaltos, nuestros peligros, seguidos siempre de

nuevas fatigas?... mientras que mañana, Blasillo, descanso, y descanso de

verdad, y para siempre. No me compadezcas, pues; si sufro, es por ti. En

fin, adiós; huye de España, vete a otro país; vende la tartana y los

negros, vete a vivir tranquilo y dichoso, y, en medio de tu felicidad,

acuérdate alguna vez del gitano.
Blasillo cayó a sus pies.
—¿No te parece, hijo mío, que es una lástima acabar mi vida por donde

debería haberla comenzado? Si yo hubiese tenido a los veinte años un

amigo como tú y una amante como Rosita, no estaría en este lugar, tendría

aún ilusiones, una familia, dulces afectos, y me extinguiría dulcemente

un día rodeado de mis nietecitos... ¡Singular destino!...
Y después de una pausa, se quitó un pañuelo de seda roja que llevaba al

cuello y se lo dio a Blasillo.
—Toma, lo llevarás en recuerdo mío. ¡Adiós!
—¡Ah! hasta la muerte...
—¡Vamos!... ¡adiós!...
El reloj de San Francisco dio las doce.
Cada campanada vibraba de un modo desgarrador en el corazón del pobre

niño; a la última, cayó desvanecido.
El gitano lanzó un grito, el sacerdote acudió corriendo y el carmelita

también.
—¡Virgen santa! ¿qué tiene su compañero?—preguntó el guardián.
—Nada; la emoción que le ha producido el oír tan grandes pecados.
—Vaya, hijo mío, tranquilícese—decía el buen anciano levantando a

Blasillo.
Este volvió en sí, miró a su alrededor, y se precipitó de nuevo en los

brazos del gitano.
—¡Cuánta caridad!—decía el guardián—; va a herirse con las cadenas de ese

bandido.
El sacerdote se vio obligado a arrancarle de sus brazos casi sin

conocimiento.
—Señor—le dijo el gitano—, quisiera volver a ver a usted mañana.
Se quedó solo, meditó profundamente toda la noche, y cuando las campanas

del Angelus y la primera claridad del día le sacaron de su

ensimismamiento, se pasó la mano por la ancha frente, y dijo:
—Por mucho que haga, no puedo creer en la eternidad.
Después añadió sonriendo:
—¡Y no me disgustaría equivocarme!


XIII
EL GARROTE
Me parece que debe usted sentir
dejar esta hermosa vida, le dije yo
con el aire del más grande interés.
J. Janin, «El asno muerto».
(En medio de la plaza de San Juan se eleva un estrado, al que dan acceso

dos escaleras; en el centro, un sillón de madera muy sencillo, adosado a

un largo palo; dos filas de milicianos se extienden a cada lado del

cadalso y forman un largo cordón que llega hasta la capilla. Una numerosa

multitud llena la plaza y las ventanas, los balcones y los tejados de las

casas de la misma: las murallas y hasta las fortificaciones, han sido

también invadidas por la multitud. Son las once, de la mañana, el sol

brilla, y la alta cúpula de San Juan, se destaca sobre un cielo puro y

azul).
El barbero Flores (a un hombre del pueblo).—Hágame el favor, compadre, de

ponerme delante de usted, porque como no soy muy alto, podrá usted ver

por encima de mi cabeza, y, ¡Dios me salve! estos espectáculos son

desgraciadamente tan raros, que entre cristianos hay que ayudarse en la

vía de salvación.
El hombre del pueblo.—Pase, pues, señor, y no me olvide en sus oraciones.
Flores.—La Virgen del Carmen le bendecirá, compadre, y usted no se

arrepentirá de haberme hecho ese favor cuando sepa que yo conozco

curiosos detalles de ese renegado que van a ajusticiar.
Una joven.—¡Virgen santa! ¿Usted lo ha visto, quizá? ¡qué dicha!

semejante suerte no se ha hecho para gentes como nosotros; durante los

tres días que el reo ha pasado en capilla, los buenos puestos delante de

la reja no eran más que para las grandes damas.
Una joven (cargada de cintas y llena de afeites y de lunares).—Yo soy,

pues, una gran dama, porque yo le he visto como veo la bacía de ese

barbero de piernas de garza ¡y por mi patrona!...
Flores (encolerizado).—Tu patrona, hija mía, no figura en el calendario,

y si no me equivoco, ha dado muchas veces la vuelta a la ciudad, con la

cabeza rapada, y montada en una burra, con la cara vuelta hacia la

cola...
La joven (sacando la navaja de la liga).—Barbero del infierno, tu

garganta es demasiado estrecha para esas palabras; ¡por Cristo! te la voy

a ensanchar.
Un majo.—¡Vamos, cállate, cállate, joven de las cintas! vuélvete a la

calle del Fideo a tocar la guitarra y a echar flores a los transeúntes

detrás de tu celosía. Si has visto al gitano de tan cerca, es que

seguramente el verdugo te habrá ayudado muchas veces a ponerte la

mantilla, y te habrá protegido en estas circunstancias. (Quitándole el

cuchillo). ¡Demonio! no juegues con este alfiler, porque te puedes

pinchar y yo también. ¿Quieres que la devuelva a su sitio, hermosa?
La joven.—¡Hereje! pero seré vengada, porque ahí viene el hermano José.
Un capuchino (llevando en una mano una linterna con dibujos que

representan diablos entre llamas, y en la otra una bolsa).—Por las almas

que sufren en el purgatorio, hermanos, dad una limosna y Dios os lo

pagará. (Los asistentes saludan humildemente, se arrodillan con

compunción, pero no dan nada.)
La joven de las cintas.—Ave Maria, hermano José, tome este real y ruegue

porque ese perro de majo sea destripado en la primera juerga que corra.

Diga, hermano José, ¿le veré pronto? Mi estera es blanca; mis alcarrazas

tienen flores frescas y yo le guardo magníficos cigarros de la Habana.
El capuchino (volviendo rápidamente la espalda, y gritando en alta

voz).—¡Por las almas del purgatorio, señores!
La joven.—Hermano José, hermano José, ¿me ha olvidado, usted, pues? y sin

embargo, yo no he omitido ni una misa ni un Angelus.
Flores.—Parece, compadres, que el reverendo dirige la conciencia de la

señora: afortunadamente es robusto, porque esa debe ser una terrible

tarea. ¡Amén!
La joven.—¡Caramba! ¡es bien duro oír calumniar así a un santo varón por

un comunero, un masón!
Muchas voces.—¡Un masón! ¡un comunero! ¿dónde está el masón?
Flores (palideciendo).—¡Por el seno de tu madre! cállate, niña, y no

gastes esas bromas; no hizo falta más para que Pérez fuese molido a

palos.
La joven.—Ya lo oyen señores, él conoce a Pérez, que recibió, por la

gracia de Dios, más bastonazos que barbas ha rapado ese barbero hereje en

su vida. Ved, si no; lleva una cinta verde al cuello; por la Virgen que

me ve y me ilumina ¡es un masón! alejadle, pues, hijos míos, alejadle.

(Rumores en el pueblo.)
Muchas voces.—¡Al agua el comunero! ¡Muera el masón! ¡Al agua!
Flores.—Les juro por la sangre de la cruz, compadres, que esa cinta no

significa nada, y que...
Un campesino (golpeándole).—¡Toma, recontra! ¡ah! ¡y te atreves a

mezclarte con los cristianos!
Otro.—¡Toma! ¡toma! y a ver si tus hermanos te socorrerán, demonio;

llámales en tu auxilio.
Muchas voces.—¡Al agua, al agua!
La joven.—Bravo, señores, la Virgen os bendecirá; llevad su cinta verde y

su cabeza al alcalde, y no os faltarán los doblones ni las indulgencias

para la Cuaresma.
Flores (golpeado, desgarrado, lleno de polvo, pasa de mano en mano hasta

la muralla que baña el mar; allí, un vigoroso andaluz le agarra y le echa

al agua gritando).—¡Dios me salve! ¡Así mueren los masones herejes y los

constitucionales, enemigos del rey absoluto!
La multitud.—¡Bravo! ¡Viva el rey absoluto!
Un marino.—¡Silencio, hijos míos, silencio! he ahí el cortejo que ya

empieza a desfilar. ¡Vive Dios! es un hermoso día para mí.
Un campesino.—Para usted y para todos, señor marino.
El marino.—Para mí más ¡por Santiago! ¿No estaba yo a bordo del

guardacosta que le dio caza?
Muchas voces.—¡Cómo, señor! ¡Usted asistió a ese espantoso combate!

¡Virgen santa! ¡y aun vive!
El marino.—Afortunadamente habíamos comulgado la víspera; a no ser por

eso el demonio nos hubiera arrastrado al fondo del infierno.
Un campesino.—Pero, ¿cómo ocurrió eso, señor? Porque se había dicho que

ustedes hundieron su tartana.
El marino.—Y es cierto, compadre, pero acto continuo reapareció a nuestra

popa, cubierta de llamas y con más de diez mil demonios encima que

lanzaban fuego por boca y ojos.
Muchas voces.—¡Virgen santa! ¡rogad por nosotros!
El marino.—Y en medio de ellos el gitano que se debatía blasfemando e

insultando a todos los santos del Cielo y al señor gobernador.
La multitud.—¡Jesús, qué horror! ¿y cómo os librasteis del monstruo?
El marino.—Afortunadamente el capitán tenía una botella de agua bendita

por el arzobispo de Toledo, y como el infernal buque estaba muy cerca, se

la echamos a bordo.
El campesino.—¿Con un cañón, compadre?
El marino.—No, compadre, a mano; y entonces todo se hundió como por

encanto, entre los rugidos de los demonios.
Un caballero.—Pero, señor marino, ¿cómo se ha dejado prender el gitano en

el convento si estaba dotado de ese poder infernal?
El marino.—Precisamente porque estaba en un lugar sagrado.
La multitud.—¡Claro! ¿Quién se atreve a dudarlo?
El caballero.—Pero, ¿una vez fuera del convento, no podía recuperar su

poder?
El marino.—No, porque se había tenido buen cuidado de cargarle de

cadenas... ¡casi no podía andar!...
El caballero.—¡Como que tenía una pierna rota!...
Una mujer.—Lo hacía ver, pero era para engañarnos...
El caballero.—Yo, señores, no lo veo muy claro...
Una mujer.—¡Entonces usted no es cristiano!... ¡Virgen del Carmen! ¡no

quiere creerlo!...
El caballero (acordándose de la suerte de Flores).—Señora, yo lo creo

todo y he prometido un cirio de treinta libras a la Virgen del Pilar;

mire, aquí tengo un rosario...
Muchas voces.—¡A ver!...
El caballero (muy pálido).—Mirad... y además, aquí tenéis una carta del

superior de San Juan dirigida a mí. Leed...
Muchas voces.—No sabemos leer... No le creáis... es un lazo que nos

tiende... ¡Al agua!
(Afortunadamente en aquel momento se oyen más sonoros que nunca los

cantos de los frailes que acompañan al cortejo, y la multitud deja al

pobre hombre, que se refugia en una taberna.)
Una mujer.—¡Ah! ¡qué dicha, Virgen santa! Aquí está la procesión. Mira,

Juana, estamos muy cerca del cadalso, y tiene dos escaleras.
Juana.—Eso es porque el reo había mandado un navío de guerra; el verdugo

subirá por una escalera y él por otra.
Un hombre.—¡Demonio, qué injusticia! se concede eso a un renegado y se me

negaría quizás a mí.
Juana.—Mira, Pepa, los penitentes con el ataúd.
Pepa.—Detrás va el verdugo ¡Virgen santa! no es feo para ser un verdugo;

sólo que está muy pálido.
Juana.—Muy sencillo; es el verdugo de Córdoba que viene a reemplazar al

nuestro, y como nunca ha matado aquí... pues, claro, se encuentra

cohibido...
Un hombre.—Decid, comadres, ¿veis al gitano?
Juana.—No, hijo mío... Tenga cuidado, joven (dirigiéndose a Blasillo que

llega en aquel momento envuelto en una capa y que se abre paso a

codazos)... por poco me tira usted al suelo... Eso es... póngase delante,

en el mejor sitio. (En voz baja a Pepa). ¡Jesús, Pepa! ¿Has visto qué

mirada? ¡Parece que le arden los ojos!
Pepa.—¡Ah! será el hijo de alguna víctima del reo... Pero, ya está

aquí... ¡Qué alegría, Virgen santa! Desde el día de mi primera comunión,

nunca había estado tan contenta...
Muchas voces.—¡Muera! ¡perro maldito! ¡muera el gitano!
Un hombre.—Doy veinte escudos por reemplazar al verdugo.
Otro.—Yo cuarenta, pero quiero degollarle, que se vea su sangre.
Una mujer (arrojando un rico rosario a los pies del alcalde).—Ese rosario

vale veinte doblones; lo regalo a la Virgen, pero con la condición de que

me lo dejen matar a mí.
Blasillo (pisoteando el rosario y agarrando violentamente el brazo de la

mujer).—¡Silencio! ¡silencio, si es que tienes aprecio a la vida!
La mujer.—¡Socorro, Dios mío! este muchacho me hunde las uñas en la

carne.
Muchas voces.—¡Silencio! ¡que se calle!
(Llega el gitano cargado de cadenas; marcha apoyado en el sacerdote, y

lleva un ramito de jazmín entre los dedos.)
Un hombre.—¡Bravo! ya está aquí; ¿sabéis que el verdugo está más pálido

que él?
Juana.—¡Jesús! el renegado no ha querido un fraile y se hace acompañar

por un sacerdote. ¡Qué corrupción!
Una voz.—¿Se han fijado, señores, cómo va vestido?
Juana.—Todo de negro... ¡Jesús y qué desvergonzado! En lugar de pensar en

la eternidad va oliendo una ramita de jazmín...
Un hombre.—El infame no parpadea siquiera. ¡Muera! ¡muera!
El sacerdote.—Debe usted sufrir mucho... apóyese en mí. ¡Ay! ya estamos

bien cerca de...
El gitano.—Del término de nuestro viaje, es cierto.
Muchas voces.—¡Muera el perro! ¡muera! ¡Que le partan en pedazos!
El gitano.—Cómo gritan...
El sacerdote.—Sí, pero piense usted...
El gitano.—¡En la muerte! ¡Para qué! ahí está el amigo del chaleco rojo

que ya piensa por mí.
Un hombre.—¡Que le crucifiquen! ¡Que le quemen a fuego lento!
El gitano.—¡Qué sol tan puro! ¡qué cielo tan hermoso!
El sacerdote.—Sí, hijo mío, piense usted en el cielo, en el cielo...
El gitano.—Ya hemos llegado; adiós, amigo mío; venga esa mano. Tome esta

flor, es todo lo que tengo; guárdela. Adiós, mi buen amigo.
El sacerdote.—¡Ah! ¡con ese valor, con esa energía! ¿qué destino hubiera

sido el suyo?
El gitano (enjugando una lágrima).—Es verdad...
El populacho.—¡Oh! el cobarde llora. ¡Muera el cobarde!
El gitano (sonriendo).—¡Es singular! Por un amargo azar del destino

cuando estoy a punto de dejar la vida es cuando encuentro los afectos que

tan ardientemente he buscado; cuando encuentro a Blasillo, a Rosita y a

usted... y a usted sobre todo que me haría creer hasta en la virtud...
El pueblo.—¡Muera el condenado! ¡El apóstata! ¡Ya tardan demasiado!
El verdugo.—Señor gitano, el pueblo se impacienta.
El gitano.—Nunca me perdonaría el hacer esperar a su señoría. (Tiende las

manos al sacerdote). Adiós, amigo mío.
El sacerdote.—Aun no le dejo.
(El gitano pone el pie en el primer escalón; Blasillo se aproxima a él y

le estrecha la mano.)
Blasillo.—Adiós, comandante; usted será vengado, pero de una manera

terrible; todo ese populacho pagará lo que hace. Ahora, muera usted;

porque yo puedo presenciar su muerte sin palidecer.
El gitano (en voz baja, subiendo las gradas)—¡Adiós, querido Blasillo!
Juana.—.¡Virgen Santa! ¡sabes que ese joven de los ojos ardientes ha

hablado al gitano!
Pepa.—Yo lo he visto; sin duda le habrá reprochado algún crimen.
Un hombre.—¡Ah! Por fin el maldito está en el sillón.
Otro.—¡Alabado sea Dios! Ya le ponen el cuello en la argolla.
Juana.—¡Santa Virgen! ¡Ya van a matarle! Pero...
Un hombre.—¿Y qué?...
Juana.—Es que nos estafan, nos roban... ¿y la mano?
El pueblo.—¡Es verdad, que le corten la mano! (Gritos, tumulto,

escándalo. El alcalde consulta con la Junta.)
El alcalde.—Es justo, lo habíamos olvidado. Nuestra es la culpa.
Uno de la junta.—Pero, así no vamos a acabar nunca.
El alcalde.—Mi querido amigo, ya que tenemos tan pocas ocasiones de

popularizarnos, aprovechemos ésta. Es cuestión de un momento.
El sacerdote (al gitano).—Amigo mío, perdóneles usted, el fanatismo les

extravía.
El gitano.—Ya lo veo.
Blasillo (en voz alta).—¡Bravo, pueblo! inventa nuevas torturas. El Cielo

te lo recompensará.
Juana.—Tiene razón el pobre niño.
Blasillo (riendo).—Sí, mujer, el Cielo o el infierno.
El pueblo.—¡La mano, la mano del maldito!
El alcalde.—Señores, un poco de silencio. La justicia, viviente y sagrado

símbolo de la Divinidad, no es una palabra vana, y esta justicia se ha

impuesto como deber el rendirse a los deseos del pueblo, juicioso

defensor de la religión y del trono.
El pueblo.—¡Viva! ¡viva!
El alcalde.—De modo, señores, que la Junta...
El sacerdote (interrumpiéndole).—Señor, en nombre del Cielo, piense que

el desgraciado espera la muerte...
(El alcalde continúa impertérrito y pronuncia un largo y conmovedor

discurso, tras el cual acaba por conceder al pueblo la mano del reo.)
La multitud.—¡Viva el alcalde! ¡viva el rey absoluto!
El alcalde.—Ya has oído, obra.
El gitano.—¡Por fin!
El verdugo.—¡No, señor!
El alcalde.—¡Cómo!
El verdugo.—Me han hecho venir de Córdoba para dar garrote al reo, pero

no para cortarle la mano. No tengo yo la culpa si ha muerto el verdugo de

Cádiz... Vengan diez duros más, y entonces hablaremos.
El sacerdote.—¡Qué horror, Dios mío!
(El alcalde delibera con la Junta.)
El alcalde (al verdugo).—Vaya, no sea usted...
El verdugo.—No rebajo ni un real...
El pueblo (arrojando el dinero).—¡Ahí van los diez duros!
Un carnicero (agitando su cuchillo).—¡Por Santiago! ¡yo le cortaré gratis

la mano, y la otra y la cabeza!
El verdugo.—Compadre, ¿acaso mato yo sus animales? Cada cual a lo suyo.

Venga ese cuchillo.
(El carnicero se retira en medio de los aplausos de la multitud; el

verdugo recoge cuidadosamente el dinero, va hacia el gitano, le agarra el

brazo y le corta la mano.)
La multitud.—¡Bravo! ¡muera el hereje!
El gitano.—Creí que esto era más doloroso.
El sacerdote (con voz sonora y fuerte).—Era culpable ante los hombres,

pero este martirio le absuelve ante Dios.
Blasillo (precipitándose sobre la mano ensangrentada y guardándola bajo

su capa).—Sacerdote, no lo dices todo, ¡esa sangre caerá sobre ellos!

Adiós, comandante, aun me hace falta fuerza para vengarte; me voy, porque

un minuto más me mataría. (Blasillo desaparece entre la multitud.)
Como el momento se acerca, se hace un profundo silencio.
El sacerdote se arroja en los brazos del condenado; el verdugo se

aproxima y pone al cuello de la víctima la argolla; aprieta después el

torniquete que hay en la parte posterior y oprime violentamente el cuello

del paciente. Una vuelta más, y el gitano queda estrangulado; en aquel

momento el sacerdote le echa un velo a la cara, y cae a sus pies rezando;

la multitud aplaude de nuevo y se retira satisfecha. Por la tarde, cuando

ya* el sol se oculta detrás de la torre de la Aduana, el alcalde volvió al

cadalso, donde habían dejado el cuerpo del ajusticiado. Allí se

descubrió, sin que el gitano correspondiera a su atención, y entonces los

ayudantes del verdugo arrojaron su cuerpo al muladar, donde fue devorado

por los perros.


XIV
MAESTRO PLOCK
¡La venganza! placer de los hombres.
Creo que fue a una de esas calles de Tánger, sucias, estrechas y

fangosas, bordeada por altas casas sin aberturas, tal vez la calle de

Moab'd'hal, a donde Blasillo se dirigió después de una feliz travesía.

Muchos días habían transcurrido ya desde la muerte del gitano, y la

tartana, siempre oculta en su impenetrable retiro, había podido escapar

tanto más fácilmente, por cuanto todo Cádiz la creía hundida; de modo que

a Blasillo le fue muy fácil franquear la distancia entre Cádiz y Tánger.
En aquella sucia y fea calle, los árabes se entregaban a sus juegos

favoritos y sobre todo a la caza de los armenios, de modo que así que uno

de ellos se atrevía a sacar la cabeza a la puerta de su casa, caía sobre

él una lluvia de balas.
En medio de ellas atravesó Blasillo la calle hasta que llegó a una enorme

verja de hierro detrás de la cual había un viejo de larga y cadavérica

cara, cubierto con una especie de gorro amarillo, que encuadraba de una

manera extraña su horroroso rostro.
Blasillo.—Tarda usted mucho, buen hombre, y ya sabe usted, sin embargo,

que las balas llueven sobre los cristianos en esta maldita calle.
El judío.—¿No es más que eso? Adiós, joven.
Blasillo.—Una palabra, no se retire tan pronto.
El judío.—Hable, pero sea breve.
Blasillo.—Aquí en la calle no puedo; déjeme entrar en su casa, y

entonces...
El judío.—¡Que el anillo de Salomón te sirva de collar! ¡Vete!
Blasillo.—Puesto que usted se niega, voy a intentar un último medio. (Le

enseña un saquito abierto de emblemas jeroglíficos.)
El judío.—¡Que no! ¡semejante tesoro en tu poder!... ¿quién ha podido...?

Pero, entra, entra; porque las balas llueven, y no quisiera que esos

incrédulos mancillaran ese talismán.
Se abrió la puerta.
Blasillo entró bajando la cabeza, atravesó otras dos enormes rejas de

hierro y se encontró en un estrecho patio que no recibía la luz más que

por arriba.
—Déjame, hijo mío—dijo el judío—, déjame que examine ese saquito.
Y sus ojos echaban chispas bajo sus espesas cejas.
—Vea usted, padre—respondió Blasillo.
—¡Por las cinco estrellas de Stemboth! éstas son las insignas de uno de

los grados más altos de nuestra asociación, y yo debo obedecer a los que

las posean, sin informarme de qué modo han llegado a sus manos. ¿Qué me

mandas, hijo? El viejo está a tus órdenes.
—Te llaman Jacob, y no obstante tu nombre es Plock, ¿no es cierto,

anciano?
—Es verdad. Que el ángel me toque con el dedo si yo miento.
—Bien, señor Plock; ¿tiene usted unos almacenes cuya entrada da a la

playa, cerca de la ensenada de Betim'Sah?
—Es verdad. Que el ángel me toque con el dedo si yo miento.
—¿Y en esos almacenes guarda ricos tejidos de Túnez, tapices de

Constantinopla y cachemiras del Cairo?
El judío palideció pero, no obstante respondió:
—Es verdad. Que el ángel me toque con el dedo si yo miento.
—Bueno, pues esta noche vas a hacer transportar esas mercancías a una

tartana, con pabellón danés, que hay fondeada en la ensenada de

Betim'Sah.
El judío, que estaba arrodillado, se levantó como si le hubiese picado

una víbora.
—¡Por la cintura de los majos! Eso es imposible! Los cabellos se me

erizan nada más de pensarlo.
—¡Infame judío! ¿Crees que quiero que me regales tus mercancías? Toma,

aquí tienes oro para comprarte tus almacenes, a ti y a tu rabino.
—¡Dios del cielo! guarda tu oro, porque me espanta. Te equivocas sobre el

motivo de mi negativa, joven... ¿sabes lo que pides de mí?
—Lo sé, maestro Plock.
—No lo sabes, no.
Entonces miró a su alrededor con inquietud, y, como si temiese ser oído

se aproximó a Blasillo, le habló un instante en voz baja, y después le

miró con aire interrogativo.
—Ya lo sabía.
—¿Y quiere usted...?
—Sí.
Por la noche, Blasillo vigilaba el embarque de las mercancías, y el viejo

Bentek y los negros llevaban a bordo los últimos fardos, cuando Plock que

hasta entonces había permanecido alejado, se aproximó al joven y le dijo:
—Sólo el demonio, hijo mío, le ha podido encargar de semejante comisión;

pero yo me lavo las manos; ¡que la venganza del Cielo caiga sobre usted y

sobre los que le mandan!
—¡Que el Cielo le ayude!—dijo Blasillo tendiéndole la mano.
Pero el judío dio un salto hacia atrás.
—Es verdad, no me acordaba—dijo el joven—. Adiós, maestro, hasta la

vista.
—Hasta la vista... Tendría que ser mañana... porque antes de tres días su

madre de usted ya no tendrá hijo.
________________________________________
Un mes justo después de la ejecución del gitano, una peste espantosa

devastaba Cádiz; porque Blasillo había hecho naufragar su tartana al pie

del fuerte de Santa Catalina...
Su tartana, llena de mercancías, comprada por él en Tánger, había sido

saqueada por el pueblo.
Porque Blasillo, al comprar aquellas mercancías, que procedían de

Levante, entonces asolado por una epidemia, sabía que estaban infectadas

y que maese Plock no esperaba más que una ocasión favorable para

purificarlas[8].
El pueblo de Cádiz que ignoraba esta circunstancia, se apoderó de las

brillantes mercancías e infectó a todos los habitantes.
Hasta el alcalde y los miembros de la Junta que quisieron ver a sus

mujeres y a sus hijos vestidas como las grandes de España, fueron

atacadas por la peste.
En fin, perecieron gran número de personas en Cádiz y en sus alrededores,

porque los meses de julio y de agosto fueron muy calurosos, y la fiebre

amarilla complicó la peste.
Se calculó el número de los muertos en veintinueve mil setecientos

treinta y dos, sin contar los frailes.
En cuanto a Blasillo, no se supo lo que fue de él, como tampoco de sus

negros.
Pero había cumplido su palabra al gitano.
¡Le había vengado!
FIN